Infancia (escenas de una visa en provincia) (17 page)

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Authors: John Maxwell Coetzee

Tags: #Autobiografía, Drama

BOOK: Infancia (escenas de una visa en provincia)
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En Worcester hay una iglesia de la Iglesia anglicana y un clérigo de pelo gris que siempre lleva una pipa y también hace de jefe de los scouts, al que algunos de los chicos ingleses de su clase —los ingleses de verdad, con apellidos ingleses y casas en la parte antigua y frondosa de Worcester— se refieren familiarmente como
padre
. Cuando los ingleses hablan así el chico se sume en el silencio. Está el idioma inglés, que él domina con soltura. Está Inglaterra y todo lo que Inglaterra representa, a lo que él cree que es leal. Pero está claro que se exige más que eso antes de ser aceptado como un inglés de verdad: pruebas cara a cara, algunas de las cuales sabe que no pasará.

16

Se ha concertado algo por teléfono, no sabe qué, pero le inquieta. No le gusta la sonrisa reservada, satisfecha del rostro de su madre, esa sonrisa que significa que ha estado entrometiéndose en sus asuntos.

Son los últimos días antes de que dejen Worcester. Son también los mejores días del año escolar, los exámenes han terminado y no hay nada que hacer salvo ayudar al profesor a rellenar su libro de notas.

El señor Gouws lee en voz alta una lista de notas; los chicos las suman, asignatura por asignatura, y luego calculan los porcentajes, dándose prisa por ser los primeros en levantar la mano. El juego consiste en averiguar qué notas pertenecen a quién. Normalmente él reconoce sus notas porque conforman una secuencia que se eleva hasta noventa y cien en aritmética y disminuye a setenta en historia y geografía.

No se le dan bien la historia y la geografía porque odia memorizar. Tanto lo odia que pospone el estudio de la historia y la geografía hasta el último minuto, hasta la noche anterior al examen o incluso hasta la mañana misma del examen. Odia incluso el aspecto del libro de texto de historia, con sus rígidas cubiertas color chocolate y sus largas y aburridas listas de las causas de las cosas (las causas de las guerras napoleónicas, las causas del
Gran Trek
). Sus autores son Taljaard y Schoeman. Se imagina a Taljaard delgado y enjuto, a Schoeman regordete, calvo y con gafas; Taljaard y Schoeman se sientan a una mesa uno enfrente del otro en una habitación de Paarl, escriben sus páginas malhumoradas y se las van pasando. No puede imaginarse qué motivo les habrá llevado a escribir su libro en inglés, excepto para darles a los niños Engelse una lección.

La geografía no es mejor: listas de ciudades, listas de ríos, listas de productos. Cuando le piden que nombre los productos de un país siempre concluye su lista con cueros y pieles, esperando estar en lo cierto. No sabe en qué se diferencian el cuero y la piel, tampoco los demás.

En cuanto al resto de los exámenes, no desea que empiecen; sin embargo, cuando llegan se sumerge en ellos de buena gana. Se le dan bien los exámenes; si no fuera porque existen los exámenes y a él se le dan bien, tendría poco de especial. Los exámenes le producen un estado embriagador y tembloroso de agitación durante el cual escribe rápida y confiadamente. No le gusta el estado en sí mismo, pero reconforta saber que está ahí para sacarle provecho.

A veces, si entrechoca dos piedras y aspira, puede recuperar ese estado de nuevo, su olor, su sabor: pólvora, hierro, calor, un latido sordo y continuado en las venas.

El secreto que ocultan la llamada telefónica y la sonrisa de su madre sale a la luz durante el recreo de media mañana, cuando el señor Gouws le hace quedarse atrás. El señor Gouws tiene un aire de falsedad, una simpatía que le hace desconfiar.

El señor Gouws quiere que vaya a tomar el té a su casa. Asiente con torpeza y memoriza la dirección.

No es algo que desee. No es que le disguste el señor Gouws. Si no le inspira tanta confianza como la señora Sanderson, la profesora de cuarto curso, es sólo porque el señor Gouws es un hombre, el primer hombre que le ha dado clases, y él es cauteloso con algo que alienta en todos los hombres: un desasosiego, una rudeza apenas refrenada, una sombra de placer ante la crueldad. No sabe cómo comportarse con el señor Gouws ni con el resto de los hombres: si ofrecerles resistencia y cortejar su aprobación, o si mantener una barrera de tiesura. Con las mujeres es más fácil porque son más bondadosas. Pero el señor Gouws —él no puede negarlo— es tan equitativo como puede serlo cualquier persona. Su dominio del inglés es bueno, y no parece dar muestras de rencor con los ingleses o con los chicos de familias
afrikaners
que prefieren ser ingleses. Durante una de sus muchas ausencias del colegio, el señor Gouws enseñó el análisis de los complementos del predicado. El tiene problemas para ponerse al día con lo de los complementos del predicado. Si los complementos del predicado carecieran de sentido, como los modismos, los otros chicos también encontrarían dificultades. Pero los otros chicos, o la mayoría de ellos, parecen dominar a la perfección y sin esfuerzos los complementos del predicado. La conclusión no puede obviarse: el señor Gouws sabe algo acerca de la gramática inglesa que él no sabe.

El señor Gouws utiliza la vara de castigo con tanta frecuencia como cualquier otro profesor. Pero su castigo favorito, cuando la clase ha estado armando alboroto demasiado tiempo, es pedirles que dejen los bolígrafos, cierren los libros, se pongan las manos detrás de la cabeza, cierren los ojos y no se muevan.

Excepto por los pasos del señor Gouws que vigila recorriendo los pasillos arriba y abajo, reina un silencio absoluto en la habitación. De los eucaliptos repartidos por el patio llega el tranquilo arrullo de las palomas. Es un castigo que él podría soportar para siempre, con serenidad: las palomas, la suave respiración de los chicos que lo rodean.

Disa Road, el lugar donde vive el señor Gouws, también está en Reunion Park, en la nueva extensión al norte del municipio, que él nunca ha explorado. El señor Gouws no sólo vive en Reunion Park y va al colegio en una bicicleta de anchos neumáticos: además tiene una esposa, una mujer humilde, oscura, y, lo que todavía es más sorprendente, dos niños pequeños. Eso lo descubre en el salón del número once de Disa Road, donde hay bollos y una tetera esperando en la mesa, y donde, como se temía, lo dejan a solas con el señor Gouws, con la obligación de mantener una conversación violenta, falsa.

Resulta aún peor. El señor Gouws, que ha cambiado la corbata y la chaqueta por unos pantalones cortos y unos calcetines de color caqui, trata de simular que, ahora que el año escolar ha terminado, ahora que está a punto de marcharse de Worcester, los dos pueden ser amigos. De hecho, trata de sugerir que han sido amigos todo el curso: el profesor y el chico más listo, el líder de la clase.

Él está cada vez más tieso y aturullado. El señor Gouws le ofrece un segundo bollo, que él rechaza. «¡Venga!», dice el señor Gouws y, sonriendo, lo coloca en su plato igualmente. Está deseando marcharse.

Le habría gustado irse de Worcester dejándolo todo en orden. Estaba dispuesto a concederle al señor Gouws un lugar en su memoria junto a la señora Sanderson: no exactamente con ella, pero cerca de ella. Ahora el señor Gouws lo está estropeando todo. Desearía que no fuera así.

El segundo bollo se queda en el plato sin comer. No fingirá más: guarda un silencio obstinado. «¿Tienes que irte?», pregunta el señor Gouws. Asiente. El señor Gouws se levanta y lo acompaña a la puerta de entrada, que es una copia de la puerta número doce de Poplar Avenue: de las bisagras surge la misma nota aguda, como un gemido.

Al menos el señor Gouws tiene la prudencia de no darle la mano o hacer cualquier otra sandez de esas.

La decisión de abandonar Worcester está relacionada con la Standard Canners. Su padre ha tomado la decisión de que su futuro no está con la Standard Canners, que, según él, ha iniciado su declive. Va a retomar el ejercicio de la abogacía. Dan una fiesta de despedida en la oficina, de la que su padre regresa con un reloj nuevo. Poco después de eso parte para Ciudad del Cabo, solo, dejando a su madre para supervisar la mudanza. Ella contrata a un transportista llamado Retief, que, por cincuenta libras, transportará en su vehículo no sólo los muebles, sino también a ellos tres. Una ganga.

Los hombres de Retief cargan la furgoneta; su madre y su hermano suben. Él da una última pasada por la casa vacía, despidiéndose. Detrás de la puerta principal está el paragüero donde solía haber dos palos de golf y un bastón; ahora no hay nada.

—¡Se han dejado el paragüero! —grita.

—¡Ven! —lo llama su madre—. ¡Olvídate de ese viejo paragüero!

—¡No! —le contesta a gritos, y no se mueve hasta que vienen los hombres a buscar el paragüero.


Dis net 'n ou stuk pyp
—refunfuña Retief. Sólo es un trozo de cañería.

Así se entera de que lo que él creía que era un paragüero no es más que un tubo de desagüe que su madre se ha llevado a casa y ha pintado de verde. Eso es lo que se están llevando a Ciudad del Cabo, junto al cojín lleno de pelos de perro sobre el que dormía Cosaco, y el rollo de tela de alambre del gallinero, y la máquina que echa bolas de criquet, y el palo de madera con el código morse. Subiendo por el paso de montaña de Bain's Kloof, la furgoneta de Retief recuerda al Arca de Noé, salvando los palos y las piedras de su antigua vida.

En Reunion Park pagaban doce libras al mes por la casa. La casa que ha alquilado su padre en Plumstead cuesta veinticinco libras. Está en el límite de Plumstead, da a una explanada de arena y matas enzarzadas donde tan solo una semana después de su llegada la policía encuentra a un bebé muerto en un paquete de papel de embalar. A media hora andando en la otra dirección, está la estación de trenes de Plumstead. La casa es de construcción reciente, como todas las casas de Evremonde Road, con marcos en las ventanas y suelos de parquet. Las puertas están combadas, los cierres no funcionan, hay un montón de cascotes en el patio trasero.

En la puerta contigua vive una pareja de recién llegados de Inglaterra. El hombre lava su coche a todas horas; la mujer, con un pantalón corto y gafas de sol, se pasa el día tumbada en la hamaca, bronceando sus largas piernas blancas.

El objetivo prioritario es encontrar colegio para él y su hermano. Ciudad del Cabo no es como Worcester, donde todos los chicos iban al colegio de chicos y todas las chicas al colegio de chicas. En Ciudad del Cabo hay colegios para elegir. Pero para entrar en un buen colegio se necesitan contactos, y ellos tienen pocos contactos.

Por mediación de Lance, el hermano de su madre, consiguen una entrevista en el instituto para chicos Rondebosch. Impoluto, con sus pantalones cortos, su camisa, su corbata y una chaqueta de franela azul marino con el emblema de la escuela primaria para chicos de Worcester en el bolsillo del pecho, se sienta junto a su madre en un banco a la puerta del despacho del director.

Cuando les llega el turno les hacen pasar a una habitación forrada de madera y llena de fotografías de equipos de rugby y críquet. Las preguntas del director van todas dirigidas a su madre: dónde viven, a qué se dedica su padre. Luego llega el momento que él ha estado esperando. Su madre saca del bolso el informe que prueba que era el primero de su clase y que, por tanto, debería abrirle todas las puertas.

El director se pone las gafas de leer. «Así que fuiste el primero de tu clase —dice—. ¡Bien, bien! Pero no lo tendrás tan fácil aquí.»

Habría deseado que lo pusiera a prueba: que le preguntara la fecha de la batalla de Blood River, o, mejor aún, que le pidiera algún cálculo mental. Pero eso es todo, la entrevista ha terminado. «No puedo prometer nada —dice el director—. Su nombre se pondrá al final de la lista de espera, habrá que esperar a que se produzca alguna baja.»

Su nombre se queda al final de las listas de espera de tres colegios, sin éxito. Ser el primero en Worcester, evidentemente, no es lo bastante bueno para Ciudad del Cabo.

El último recurso es la escuela católica, Saint Joseph's. En Saint Joseph's no hay lista de espera: admiten a cualquiera que pague la matrícula, que en el caso de los alumnos no católicos sube a doce libras y cuarto.

Lo que les están dejando a las claras, a él y a su madre, es que en Ciudad del Cabo hay clases distintas de personas que van a escuelas distintas. Saint Joseph's provee, si no a la clase más baja, a la segunda más baja. El fracaso en el intento de conseguirle un colegio mejor deja a su madre apenada, pero a él no lo altera. No está seguro de a qué clase pertenecen, dónde encajan. Por el momento, está satisfecho porque, al menos, se las va arreglando. La amenaza de que lo envíen a un colegio
afrikaner
y de que lo sometan a una vida
afrikaner
se ha alejado; eso es lo que cuenta. Puede estar tranquilo. Ni siquiera tiene que continuar fingiendo que es católico.

Los ingleses de verdad no van a colegios como Saint Joseph's. Pero en las calles de Rondesbosch, yendo y viniendo de sus propios colegios, los ve todos los días, contempla sus cabellos lacios y rubios y sus pieles doradas, sus ropas, que nunca les quedan grandes ni pequeñas, su serena confianza. Se mofan unos de otros (palabra que conoce de los cuentos del colegio público que ha leído) de forma natural, sin la voracidad y la grosería a la que se había acostumbrado. No aspira a unirse a ellos, pero observa y trata de aprender.

Los chicos del Diocesan College, que son los más ingleses de todos los ingleses y ni siquiera condescienden a jugar al rugby o al críquet contra el Saint Joseph's, viven en zonas selectas de las que, al estar apartadas de la vía férrea, oye hablar pero nunca ha visto: Bishopscourt, Fernwood, Constantia. Tienen hermanas que van a colegios como Herschel y Saint Cyprian's, a las que vigilan y protegen complacientemente. En Worcester rara vez se ha fijado en alguna chica: sus amigos parecían tener siempre hermanos, no hermanas. Ahora vislumbra por primera vez a las hermanas de los ingleses, tan rubias platino, tan bonitas, que no puede creer que sean de este mundo.

Para llegar puntual al colegio a las ocho y media tiene que salir de casa sobre las siete y media: media hora andando hasta la estación, quince minutos en el tren, cinco minutos andando de la estación al colegio, y diez minutos de más por si hay retrasos. Sin embargo, como tiene miedo de llegar tarde, sale de casa a las siete en punto y llega al colegio sobre las ocho. Allí, en la clase recién abierta por el conserje, puede sentarse en su pupitre con la cabeza apoyada en los brazos y esperar.

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