Read Infancia (escenas de una visa en provincia) Online
Authors: John Maxwell Coetzee
Tags: #Autobiografía, Drama
—¿Este era tu perro? —le pregunta.
—Ese es Kim. Era el mejor, el perro más fiel que he tenido en mi vida.
—¿Qué le ocurrió?
—Comió carne envenenada que los granjeros habían puesto a los chacales. Murió en mis brazos.
Tiene los ojos llenos de lágrimas.
Después de que su padre haga aparición en el álbum dejan de salir perros. En su lugar, los ve a los dos de picnic con sus amigos de aquella época, o a su padre, con su elegante bigotito y su mirada presumida, reclinado en el capó de un coche negro antiguo. Luego empiezan las fotos de él, docenas de fotos, la primera el retrato de un bebé de cara inexpresiva y rechoncho en brazos de una mujer morena y de mirada intensa que lo muestra a la cámara.
En todas estas fotografías, incluso en las fotografías en las que está con el bebé, le choca lo niña que era su madre. Su edad es un misterio que no deja de intrigarle. Ella no se lo dirá, su padre hace como si no lo supiera, incluso los hermanos y las hermanas de ella parecen haber jurado guardar el secreto. Cuando ella sale de casa, él revuelve sin éxito los papeles del último cajón de la cómoda, buscando su certificado de nacimiento. Por algún comentario que a ella se le ha escapado sabe que es mayor que su padre, que nació en 1912; pero ¿cuánto más? Él decide que nació en 1910. Eso significa que tenía treinta años cuando nació él y que ahora tiene cuarenta. «¡Tienes cuarenta!», le dice triunfante un día, mientras la observa de cerca buscando algún gesto que le demuestre que está en lo cierto. Ella le sonríe con misterio. «Tengo veintiocho», le dice.
Cumplen años el mismo día. Él nació en el día del cumpleaños de su madre. Eso significa, como ella le ha dicho, como le dice a todo el mundo, que él es un regalo de Dios.
Él no la llama madre, o mamá, sino Dinny. También su padre y su hermano la llaman así. ¿De dónde viene el apodo? Parece que nadie lo sabe; pero sus hermanos y hermanas la llaman Vera, así que no puede venir de la infancia. Ha de tener cuidado de no llamarla Dinny delante de extraños, como tiene que evitar llamar a sus tíos sólo Norman y Ellen en lugar de tío Norman y tía Ellen. Pero decir tío y tía como un niño bueno, obediente y normal no es nada al lado de los circunloquios de los
afrikaners
. Los
afrikaners
no osan tutear a cualquiera que sea mayor que ellos. El se burla de la forma de hablar de su padre:
Mammie moet 'n kombers oor Mammie se Knieé trek anders word Mammie koud
. (Mami debe colocar una alfombra bajo las rodillas de mami, o mami cogerá frío.) Le alivia no ser
afrikaner
y no tener que hablar así, como un esclavo fustigado.
Su madre decide que quiere un perro. Los alsacianos son los mejores —los más inteligentes, los más fieles—, pero no encuentran uno en venta. Así que optan por un cachorro mitad dóberman, mitad algo más. El insiste en que quiere ponerle el nombre. Le gustaría llamarlo Borzoi porque quiere que sea un perro ruso, pero ya que no es un borzoi de verdad le pone Cosaco. Nadie lo entiende. La gente cree que el nombre es
Kos-sak
,
bolsa de comida
en afrikaner, y les parece gracioso.
Cosaco resulta ser un perro desconcertante e indisciplinado, que merodea por la vecindad pisoteando jardines y persiguiendo a las gallinas. Un día el perro le sigue durante todo el trayecto hacia el colegio. Nada de lo que él haga lo aparta: cuando le grita y le tira piedras, el perro agacha las orejas, mete el rabo entre las patas y huye cabizbajo; pero tan pronto como él se monta en la bicicleta, el perro corre a grandes saltos tras él. Al final tiene que arrastrarlo por el collar hasta la casa, empujando la bicicleta con la otra mano. Llega a casa enrabiado y se niega en redondo a ir al colegio, porque se le ha hecho tarde.
Cosaco no es todavía un perro adulto cuando se come el polvo de vidrio que alguien ha puesto fuera para él. Su madre le administra enemas, para que el agua haga salir los pedazos de cristal, pero es en vano. Al tercer día, como el perro continúa tumbado, jadeando, y ni siquiera tiene fuerzas para lamerle la mano, la madre lo manda a la farmacia a comprar una medicina que le han recomendado. Él va corriendo y vuelve corriendo, pero llega demasiado tarde. Su madre tiene aspecto cansado y distante, ni siquiera toma el bote de sus manos.
El ayuda a enterrar a Cosaco, envuelto en una manta, en la arcilla del fondo del jardín. Sobre la tumba erige una cruz en la que pintan el nombre
Cosaco
. No desea tener otro perro. No si es así como han de morir.
Su padre juega al críquet en el equipo de Worcester. Eso debería significar otro triunfo para él, otro motivo de orgullo. Su padre es abogado, lo que es casi tan bueno como ser médico; fue soldado en la guerra; solía jugar al rugby en la liga de Ciudad del Cabo; juega al críquet. Pero en todos los casos hay algún detalle del que avergonzarse. Es abogado, pero ya no ejerce. Fue soldado, pero sólo cabo interino. Jugaba al rugby, pero sólo en segunda división con los Gardens, y los Gardens son un chiste, siempre son los últimos en el campeonato. Y ahora juega al críquet, pero en el equipo de segunda división del Worcester, que nadie se molesta en seguir.
Su padre es lanzador, no bateador. Hay algún error en su modo de batear que fastidia sus golpes; además, aparta la mirada cuando lanza rápido. Su idea de batear se reduce a mover el bate hacia delante y, si la pelota se le resbala, dar una carrerita sosegada.
Está claro que el motivo de que su padre no sepa batear es que se crió en el
Karoo
, donde no se jugaba correctamente al críquet y no había manera de aprender. Lanzar es un asunto distinto. Se trata de un don: los lanzadores nacen, no se hacen.
Su padre lanza muy lento, sin lograr que la bola gire sobre sí misma. Algunas veces le marcan un seis; otras, viendo cómo la bola avanza lentamente hacia él, el bateador pierde la cabeza, se menea como un salvaje, y es boleado. Ese parece ser el método de su padre: paciencia, astucia.
El entrenador del equipo de Worcester es Johnny Wardle, que en los veranos del hemisferio norte juega al críquet para Inglaterra. Es una gran suerte que Johnny Wardle haya elegido venir aquí. Se dice que Wolf Heller ha mediado en el asunto, Wolf Heller y su dinero.
Él se sitúa junto a su padre detrás de la red de práctica y observa cómo le lanza Johnny Wardle al bateador del primer equipo. Se supone que Wardle, un hombre increíblemente menudo, de pelo pajizo (aunque no tenga mucho), es un lanzador lento, pero cuando corre y descarga la bola él se sorprende de lo rápido que va. El bateador situado en la raya juega la pelota con relativa facilidad, dándole un golpe suave para enviarla a la red. Lanza otro, y vuelve a llegarle el turno a Wardle. El bateador golpea con suavidad la pelota y la manda fuera otra vez. El bateador no va ganando, pero tampoco el lanzador.
Al final de la tarde se va a casa, decepcionado. Esperaba más de un choque entre el lanzador de Inglaterra y el bateador de Worcester. Esperaba presenciar un juego más misterioso, ver la pelota haciendo cosas raras en el aire y fuera del campo, suspendida y sumergiéndose y girando sobre sí misma, como se supone que consiguen los grandes lanzamientos lentos, según los libros de criquet que él lee. No se esperaba a un hombre bajito y parlanchín cuya única señal de distinción es que hace girar la bola tan rápido como él mismo cuando lanza lo más rápido que puede.
Del criquet espera más de lo que Johnny Wardle ofrece. El criquet tiene que ser como Horacio y los etruscos, o como Héctor y Aquiles. Si Héctor y Aquiles hubieran sido simplemente dos hombres que se enfrentaron con la espada, no tendrían ningún interés. Pero no son tan solo dos hombres: son héroes poderosos y sus nombres están rodeados de leyenda. Se alegra cuando, al final de la temporada, expulsan a Wardle del equipo inglés.
Naturalmente, Wardle lanza con una pelota de cuero. El no está familiarizado con la pelota forrada de cuero: juega con sus amigos con lo que ellos llaman una pelota de corcho, fabricada de un material duro y gris a prueba de esas piedras que rasgan las puntadas de una de cuero hasta hacerlas trizas. De pie tras la red, observando a Wardle, escucha por primera vez el extraño silbido de la pelota de cuero que vuela hacia el bateador.
Le llega la primera oportunidad de jugar en un campo de críquet auténtico. Han organizado un partido entre dos equipos del colegio para el miércoles por la tarde. Criquet auténtico significa también jugar con estacas auténticas, en un campo de verdad, sin necesidad de pelear para conseguir un turno para batear.
Le toca batear. Con una espinillera en la pierna izquierda y cargado con el bate de su padre, que es demasiado pesado para él, camina hasta el centro. Se sorprende de lo grande que es el campo. Es un sitio magnífico y solitario: los espectadores están tan lejos que también podrían no existir.
Ocupa su puesto en la franja de tierra batida, sobre la esterilla verde, y espera que venga la pelota. Esto es el críquet. Se le llama juego, pero el chico lo siente como algo más real que su casa, más real incluso que el colegio. En este juego no hay simulacro, no hay piedad, no hay una segunda oportunidad. Esos otros chicos, cuyos nombres desconoce, están todos en su contra. Sólo tienen un pensamiento en la cabeza: abreviar su placer. No sentirán ni una pizca de remordimiento cuando lo eliminen. En mitad de este enorme ruedo él está a prueba, uno contra once, sin nadie que le proteja.
Los jugadores de campo ocupan sus posiciones. Debe concentrarse, pero hay algo irritante que no deja de rondarle la cabeza: la paradoja de Zenón. Antes de que la flecha alcance el blanco debe haber recorrido la mitad del trayecto; antes de que alcance la mitad del trayecto debe haber recorrido un cuarto del trayecto; antes de que alcance un cuarto del trayecto… Desesperado, intenta dejar de pensar en ello; pero el hecho de saber que está intentando no pensar en ello acrecienta aún más si cabe su nerviosismo.
El lanzador corre hacia él. Él escucha con precisión el ruido sordo de los dos últimos pasos. Entonces hay un lapso en el que el único sonido que rompe el silencio es el inquietante susurro de la bola que desciende hacia él. ¿Es esto lo que está eligiendo cuando elige jugar al críquet: ser puesto a prueba una vez y otra hasta que falle, por una bola que va hacia él de modo impersonal, indiferente, sin piedad, buscando ansiosamente el resquicio de su defensa, y más rápido de lo que él se espera, demasiado rápido para que consiga aclarar la confusión de su espíritu, ordenar sus pensamientos, decidir qué es conveniente hacer? Y en medio de este pensamiento, en medio de este lío, le llega la bola.
Consigue dos puntos, bateando en un estado de desorden primero y de pesimismo después. Sale del juego comprendiendo menos que nunca el estilo despreocupado con el que juega Johnny Wardle, charlando y bromeando todo el rato. ¿Son todos los legendarios jugadores ingleses así: Len Hutton, Alec Bedser, Denis Connpton, Cyril Washbrook? No puede creérselo. Para él, sólo se puede jugar al criquet de verdad en silencio, en silencio y con temor, con el corazón latiéndote en el pecho y la boca seca.
El críquet no es un juego. Es la verdad de la vida. Si es, como dicen los libros, una prueba de carácter, es una prueba que no ve forma de pasar ni de esquivar. El secreto que consigue ocultar en todas partes queda al descubierto de forma despiadada en el terreno de juego. «Déjanos ver de lo que estás hecho», dice la bola mientras silba y desciende en el aire hacia él. Ciegamente, de forma confusa, empuja el bate hacia delante, demasiado tarde o demasiado pronto. La bola pasa junto al bate, junto a la espinillera, y sigue su camino. Lo han eliminado, no ha pasado la prueba, lo han descubierto, no puede hacer otra cosa que tragarse las lágrimas, cubrirse la cara y caminar trabajosamente hacia la conmiseración, hacia los aplausos aprendidos en la escuela del resto de los chicos.
En su bicicleta está el escudo del
British Small Arms
con los dos fusiles cruzados y la etiqueta
Smiths-BSA
. Se compró la bicicleta de segunda mano por cinco libras, con el dinero de su octavo cumpleaños. Es la cosa más sólida de su vida. Cuando otros chicos alardean de que tienen Raleighs, él les replica que tiene una Smiths. «¿Smiths? Nunca he oído hablar de esa marca», dicen.
No hay nada comparable a la viva alegría de montar en bicicleta, de doblarse sobre el manillar y apurar las curvas. Va todas las mañanas al colegio en su Smiths: primero recorre los ochocientos metros que hay desde Reunion Park hasta el cruce del tren, después el kilómetro y medio de la tranquila carretera que bordea la línea de ferrocarril. Las mañanas de verano son las mejores. El agua murmura en los surcos del borde del camino, las palomas se arrullan en los eucaliptos; de vez en cuando hay un remolino de aire caliente que alerta del viento que soplará más tarde, y que ahora levanta polvaredas de arcilla rojiza ante él.
En invierno tiene que partir hacia el colegio cuando todavía está oscuro. Con el faro proyectando un halo de luz ante él, conduce entre la niebla, desafiando su suavidad aterciopelada, inspirándola, espirándola, sin oír otra cosa que el suave susurro de las ruedas. Algunas mañanas el metal del manillar está tan frío que sus manos desnudas se le quedan pegadas.
Intenta llegar al colegio temprano. Le encanta tener la clase para él, pulular entre los asientos vacíos, subirse, subrepticiamente, a la tarima del profesor. Pero nunca llega el primero al colegio: hay dos hermanos que vienen de
De Doorns
, cuyo padre trabaja en los ferrocarriles, y que llegan a las seis de la mañana en tren. Son pobres, tan pobres que no tienen jerseys ni chaquetas ni zapatos. Hay algunos chicos igual de pobres, especialmente en las clases de los
afrikaners
. Incluso en las heladas mañanas de invierno van al colegio con finas camisetas de algodón y pantalones cortos de sarga; les vienen tan estrechos que sus delgados muslos apenas si caben en las perneras. En sus piernas bronceadas el frío deja parches tan blancos como la tiza; se soplan en las manos y dan saltos; siempre tienen mocos.
En una ocasión se produce un brote de tiña, y afeitan la cabeza de los hermanos procedentes de
De Doorns
. Él ve claramente en sus cráneos las espirales de la tiña; su madre le advierte que no se trate con ellos.
Prefiere los pantalones cortos estrechos a los anchos. La ropa que le compra su madre siempre le queda demasiado grande. Le gusta ver las piernas delgadas, lisas y morenas dentro de pantalones cortos ajustados. Lo que más le gusta son las piernas bronceadas del color de la miel de los chicos rubios. Se sorprende al comprobar que los chicos más guapos están en la clase de los
afrikaners
, al igual que los más feos, los que tienen las piernas velludas y la nuez de la garganta pronunciada y pústulas en la cara. Encuentra a los niños
afrikaners
muy parecidos a los niños de color: crecen medio salvajes, descuidados y nada mimados, y de repente, a cierta edad, se malean, y la belleza se muere en su interior.