Infancia (escenas de una visa en provincia) (11 page)

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Authors: John Maxwell Coetzee

Tags: #Autobiografía, Drama

BOOK: Infancia (escenas de una visa en provincia)
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Se embebe del ambiente con avidez, se embebe de la mezcla feliz y descuidada de inglés y
afrikaans
que es su idioma común cuando se reúnen. Le gusta ese idioma extraño y bailarín, con partículas que se deslizan aquí y allá en las frases. Es más claro, más fresco que el
afrikaans
que estudian en el colegio, cargado de modismos que supuestamente proceden del
volksmond
, del habla del pueblo, pero que se diría que proceden del
Gran Trek
; modismos torpes y carentes de sentido sobre carretas y ganado y los arreos del ganado.

En su primera visita a la granja, cuando su abuelo aún vivía, todos los animales de corral de los libros de cuentos estaban todavía allí: los caballos, los burros, las vacas y sus terneros, los cerdos, los patos, una colonia de gallinas y el gallo que cacareaba para recibir el sol, las cabras y los chivos. Después, tras la muerte de su abuelo, el corral empezó a menguar, hasta que sólo quedaron ovejas. Primero se vendieron los caballos, luego los cerdos fueron convertidos en carne (él vio a su tío disparar un tiro al último cerdo; la bala le dio detrás de la oreja: el animal gruñó, se tiró un pedo estruendoso y se derrumbó, primero sobre las rodillas, después sobre un costado, temblando). Luego desaparecieron las vacas, y los patos.

El motivo fue el precio de la lana. Los japoneses estaban pagando lo que les pidieran por la lana: era más sencillo comprar un tractor que mantener a los caballos, más sencillo conducir la Studebaker nueva por Fraserburg Road para comprar mantequilla congelada y leche en polvo que ordeñar una vaca y batir la manteca. Sólo interesaban las ovejas, las ovejas con sus vellocinos de oro.

Podían aliviarse de la carga de la agricultura también. Lo único que aún se cultiva en la granja es alfalfa, por si los pastos de la granja se agotan y hay que alimentar a las ovejas. De los huertos sólo queda un naranjal, que da año tras año unas naranjas dulcísimas.

Cuando, después de una siesta reparadora, sus tíos y tías se reúnen en el porche para tomar el té y contar historias, la charla desemboca a veces en los viejos tiempos de la granja. Recuerdan a su padre,
el granjero que fue todo un señor
, que mantuvo un carruaje de dos caballos y cultivó trigales en las tierras debajo de la balsa que él mismo trilló y sembró. «Sí, aquellos sí que eran buenos tiempos», suspiran.

Les gusta sentir nostalgia por el pasado, pero ninguno de ellos regresaría a él. Él sí. Él quiere que todo sea como era en el pasado.

En una esquina del porche, a la sombra de la buganvilla, cuelga una cantimplora de lona. Cuanto más caluroso es el día, más fría está el agua; es un milagro, como el milagro de la carne que cuelga en la oscuridad de la despensa sin pudrirse, como el milagro de las calabazas colocadas en el tejado bajo el sol resplandeciente y que permanecen frescas. En la granja, al parecer, nada se marchita.

El agua de la cantimplora está mágicamente fresca, pero él no necesita más de un sorbo cada vez que bebe. Está orgulloso de lo poco que bebe. Eso le será útil, espera, si alguna vez se pierde en el
veld
. Quiere ser una criatura del desierto, de este desierto, como un lagarto.

Justo por encima de la granja hay una balsa con muros de piedra, de casi cuatro metros cuadrados, llenada por una bomba de aire, que provee de agua a la casa y al jardín. Un día de calor, él y su hermano llevan una bañera de hierro galvanizado a la balsa, la meten en el agua, se suben como pueden en ella y empiezan a remar.

Le da miedo el agua; piensa que su aventura será una manera de superarlo. Su embarcación se mece en mitad de la balsa. Motas de luz destellan en el agua; únicamente se oye el canto de las cigarras. Sólo un pedazo de metal le separa de la muerte. Sin embargo, se siente bastante seguro, tan seguro que casi podría quedarse dormido. Así es la granja: nada malo puede sucederte aquí.

Sólo se había subido a un bote una vez, cuando tenía cuatro años. Un hombre (¿quién sería?, trata de recordar, pero no lo logra) se los llevó a remar por la laguna de Plettenberg Bay. Se suponía que era un viaje de placer, pero todo el rato que estuvieron remando se quedó paralizado en su sitio, con la vista clavada en la lejana orilla. Una sola vez se atrevió a mirar por la borda. Debajo de ellos, en el fondo, un bosque de algas se mecía lánguidamente. Era como lo había temido, incluso peor; le rodaba la cabeza. Únicamente esos frágiles maderos del bote, que crujían a cada golpe de remo como si fueran a quebrarse, lo separaban de la muerte. Se agarró más fuerte y cerró los ojos para aplacar el pánico en su interior.

Hay dos familias de color en Velfontein, cada una con una casa de su propiedad. También está, junto a la balsa, la casa, ahora sin tejado, en la que solía vivir Outa Jaap. Outa Jaap estaba en la granja antes que su abuelo; lo único que él recuerda de Outa Jaap es que era un hombre muy viejo, de ojos lechosos y ciego, con las encías desdentadas y las manos nudosas, y que estaba sentado en un banco al sol cuando lo llevaron hasta él, quizá para que el viejo le diera su bendición antes de que se muriese, no está seguro. Aunque Outa Jaap ya ha muerto, su nombre todavía se menciona con respeto. Sin embargo, cuando pregunta qué tenía de especial Outa Jaap, las respuestas que obtiene son bastante vulgares. Outa Jaap pertenecía a los tiempos en los que aún no existían las rejas a prueba de chacales, le cuentan; a un tiempo en que el pastor que llevaba a sus ovejas a pastar a un campo lejano tenía que quedarse con ellas y guardarlas durante semanas. Outa Jaap pertenecía a una generación desaparecida. Eso es todo.

Sin embargo, le parece que sabe lo que se esconde tras esas palabras. Outa Jaap era parte de la granja; aunque su abuelo la hubiera comprado y fuera su propietario legal, Outa Jaap vino con ella, sabía de ella, de las ovejas, del
veld
, del tiempo, más de lo que nunca llegaría a saber el recién llegado. Ese era el motivo por el que Outa Jaap tenía que ser tratado con respeto; ese es el motivo por el que ni siquiera se plantea la cuestión de deshacerse del hijo de Outa Jaap, Ros, ya de edad madura, pese a que no se trata de un trabajador especialmente bueno, y es poco fiable y propenso a hacer mal las cosas.

Se da por hecho que Ros vivirá y morirá en la granja, y que lo sucederá uno de sus hijos. Freek, el otro jornalero, es más joven y enérgico que Ros, muy listo y más formal. Sin embargo, él no pertenece a la granja: se da por hecho que no tiene por qué quedarse.

Cuando viene a la granja desde Worcester, donde la gente de color tiene que suplicar por todo «
¡Asseblief my nooi! ¡Asseblief my basie!
», le alivia ver las relaciones tan correctas y formales que hay entre su tío y los volk. Todas las mañanas su tío habla con sus dos hombres de las tareas del día. En lugar de dar órdenes, propone las labores necesarias, una a una, como si repartiera las cartas sobre una mesa; sus hombres también reparten sus propias cartas. En medio se producen pausas, silencios largos y reflexivos en los que no ocurre nada. De pronto, misteriosamente, todo el asunto parece zanjado: quién irá a cada sitio, quién hará cada cosa. «
¡Nouja, dan sal ons maar loop, baas Sonnie!
» Vamos. Y Ros y Freek se ponen los sombreros y se marchan animosamente.

Pasa lo mismo en la cocina. Dos mujeres trabajan en la cocina: la mujer de Ros, Tryn, y Lientjie, su hija de otro matrimonio. Llegan a la hora del desayuno y se van después de la comida del mediodía, la principal del día, la comida que aquí llaman cena. Lientjie es tan tímida con los desconocidos que esconde la cara y le entra la risa floja cuando le hablan. Pero si él se queda junto a la puerta de la cocina puede enterarse de la corriente de conversaciones en voz baja que fluye entre su tía y las dos mujeres; le encanta fisgonear lo que dicen: el suave y agradable chismorreo de las mujeres, chismes que pasan de oído a oído, chismes que no sólo atañen a la granja, sino a todo el pueblo de Fraserburg Road y a la reserva de la gente de color a las afueras del pueblo, y al resto de las granjas del distrito también: una ligera telaraña blanca de rumores que gira sobre el pasado y el presente, una telaraña a la que se hace girar en ese mismo momento en otras cocinas también, la cocina de los Van Rensburg, la cocina de los Albert, la cocina de los Nigrini, las cocinas de los numerosos Bote: quién se casa con quién, de qué va a operarse la suegra de no sé quién, qué hijo va bien en el colegio, qué hija tiene problemas, quién visitó a quién, qué llevaba puesto no sé qué en tal o cual ocasión.

Pero él se siente más cercano a Ros y a Freek. Le devora la curiosidad por saber las vidas que viven. ¿Llevan camisetas y calzoncillos como los blancos? ¿Tiene cada uno una cama? ¿Duermen desnudos o con las ropas de trabajo, o tienen pijamas? ¿Comen comidas decentes sentados a la mesa con cuchillo y tenedor?

No hay manera de encontrar las respuestas porque se le disuade para que no visite sus casas. Sería de mala educación, le dicen. Sería de mala educación porque Ros y Freek se sentirían avergonzados.

Si no es vergonzoso tener a la mujer y a la hija de Ros trabajando en la casa, quisiera preguntar, preparando comidas, lavando la ropa, haciendo las camas, ¿por qué sí lo es que les haga una visita a sus casas?

Parece un buen argumento, pero tiene un defecto, y él lo sabe. Porque la verdad es que sí es vergonzoso tener a Tryn y a Lientjie en la casa. No le gusta cuando se cruza con Lientjie en el pasillo y ella tiene que hacer como si fuera invisible y él tiene que hacer como si ella no estuviera allí. No le gusta ver a Tryn de rodillas en el lebrillo lavándole la ropa. No sabe cómo contestarle cuando ella se dirige a él hablándole de usted, llamándole
die kleinbaas
, el señorito, como si él no estuviera presente. Todo es profundamente vergonzoso.

Resulta más fácil con Ros y Freek. Pero incluso con ellos ha de hablar utilizando frases de construcción tortuosa para evitar tutearlos cuando ellos le llaman
kleinbaas
, señor. No está seguro de si Freek cuenta como un hombre o como un chico, de si está haciendo el tonto cuando trata a Freek como a un hombre. Con la gente de color en general, y con la del
Karoo
en particular, simplemente no sabe cuándo dejan de ser niños y se convierten en adultos. Ocurre tan pronto, tan de repente: un día están jugando con juguetes y al siguiente están fuera con los hombres, trabajando, o en la cocina de alguien, fregando platos.

Freek es educado y de hablar pausado. Tiene una bicicleta de neumáticos anchos y una guitarra; por las noches se sienta fuera de su habitación y toca la guitarra para sí mismo, sonriendo con su sonrisa lejana.

Los sábados por la tarde se va con la bicicleta a la reserva de los de color a las afueras de Fraserburg Road. Se queda allí hasta el domingo por la tarde, y no vuelve hasta mucho después de que haya anochecido: a kilómetros de distancia ven la manchita de luz diminuta y ondulante del faro de su bicicleta. A él le parece una hazaña cubrir en bicicleta esa inmensa distancia. Si pudiera, le rendiría culto a Freek como a un héroe.

Freek es un jornalero, se le paga un salario, se le puede despachar sin muchas explicaciones. Sin embargo, cuando ve a Freek en cuclillas, con la pipa en la boca y la mirada perdida en el
veld
, piensa que este hombre pertenece a ese sitio mucho más que los Coetzee; si no a Vóelfontein, al menos al
Karoo
. El
Karoo
es el país de Freek, su hogar; los Coetzee, bebiendo té y murmurando en el porche de la granja, son como las golondrinas, pasajeras, hoy aquí y mañana allá, o incluso como los gorriones, piando alegremente, de pies ligeros, de vida corta.

Lo mejor de todo en la granja, mejor que cualquier otra cosa, es la caza. Su tío sólo tiene un arma, una pesada Lee-Enfield .303 que dispara unas balas demasiado grandes para cualquier tipo de caza (una vez su padre disparó con ella a una liebre y no quedaron más que despojos ensangrentados). Así que cuando él visita la granja toman prestada de uno de los vecinos una vieja .22. Lleva un único cartucho, que se carga directamente en la recámara; algunas veces se dispara y le deja un zumbido en los oídos durante horas. Nunca acierta con esa pistola a algo que no sean las ranas de la balsa y los
muisvóels
del huerto. Y a pesar de ello, nunca se siente vivir tan intensamente como cuando, a primera hora de la mañana, él y su padre salen con sus pistolas y siguen el cauce seco del
Boesmansrivier
en busca de caza: antílopes, cormoranes, liebres, y, en las laderas desnudas de las colinas, korhaan.

Un diciembre tras otro, él y su padre acuden a la granja para salir de caza. Toman el tren: no el
Trans-Karoo Express
o el
Orange Express
, por no mencionar el
Blue Train
, todos demasiado caros y que de todos modos no paran en Fraserburg Road, sino el tren ordinario de pasajeros, el que para en todas las estaciones, incluso en las más recónditas, y que algunas veces tienen que detenerse en las vías muertas y esperar a que los expresos más famosos hayan pasado como un rayo. A él le encanta este tren lento, le encanta dormirse abrigadito bajo las sábanas blancas y crujientes y las mantas azul marino que trae el mozo, le encanta despertarse por la noche en alguna estación silenciosa en mitad de ninguna parte, escuchando el silbido de la máquina cuando el tren está parado, el sonido metálico del martillo del capataz comprobando las ruedas. Y después, al alba, cuando llegan a Fraserburg Road, les está esperando el tío Son con su amplia sonrisa y su viejo sombrero manchado de aceite. «
¡Jis-laaik, maar jy word darem groot, John!
(¡Te estás haciendo mayor!)», le dice, y silba entre dientes. Y ya pueden cargar las bolsas en la Studebaker y partir.

Él admite sin cuestionárselo que la caza que se practica en Vóelfontein es variada. Admite que habrán tenido un buen día de caza si hacen saltar a una liebre o escuchan gorjear a un par de korhaan a lo lejos. Ya se podrá contar algo después al resto de la familia, que, para cuando ellos regresen con el sol ya alto en el cielo, estará sentada en el porche bebiendo café. La mayoría de las mañanas no tienen nada que contar, absolutamente nada.

No tiene sentido salir de caza cuando el sol pega más fuerte, porque los animales que quieren matar dormitan a la sombra. Pero a veces dan una vuelta por los caminos de la granja en la Studebaker cuando empieza a caer el sol, con el tío Son al volante y su padre en el asiento delantero sosteniendo la .303 y él y Ros en los asientos traseros.

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