Infancia (escenas de una visa en provincia) (18 page)

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Authors: John Maxwell Coetzee

Tags: #Autobiografía, Drama

BOOK: Infancia (escenas de una visa en provincia)
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Tiene pesadillas: se confunde de hora cuando consulta la esfera del reloj, pierde trenes, toma direcciones equivocadas. En sus pesadillas llora sumido en la más desamparada de las desesperaciones.

Los únicos chicos que llegan al colegio antes que él son los hermanos De Freitas, cuyo padre, que es verdulero, los baja al romper el alba de su ajado camión azul, con el que se dirige al mercado de productos de Salt River.

Los profesores de Saint Joseph's pertenecen a la orden de los maristas. Para él estos hermanos, con sus severas sotanas negras y sus alzacuellos blancos de almidón, son gente especial. Su aire de misterio le impresiona: el misterio de su origen, el misterio de los nombres de los que se han desprendido. No le gusta cuando el hermano Augustine, el entrenador de críquet, va al entrenamiento con camisa blanca, pantalones negros y botas de críquet como una persona normal. Le disgusta especialmente que el hermano Augustine, cuando le toca batear, se meta un protector, una
caja
, bajo los pantalones.

No sabe lo que hacen los hermanos cuando no están dando clase. El ala del edificio del colegio donde duermen, comen y tienen sus vidas privadas está fuera de los límites; él no desea franquearlos. Le gustaría pensar que allí viven vidas austeras, que se levantan a las cuatro de la mañana, pasan horas rezando, comen frugalmente, se zurcen los calcetines. Cuando se portan mal, él hace lo que puede por disculparlos. Cuando el hermano Alexis, por ejemplo, que es gordo y va sin afeitar, comete la grosería de tirarse una ventosidad y se queda dormido en la clase de
afrikaans
, se dice a sí mismo que el hermano Alexis es un hombre inteligente que considera que lo que se enseña está por debajo de su nivel. Cuando el hermano Jean-Pierre es cesado repentinamente de sus obligaciones en el dormitorio de los niños pequeños, entre rumores de que ha estado haciéndoles
cosas
, él simplemente aparta esas historias de su mente. Le parece inconcebible que los hermanos tengan deseos sexuales y sean incapaces de resistirlos.

Como pocos de los hermanos tienen el inglés como primer idioma, han contratado a un seglar católico para impartir las clases de inglés. El señor Whelan es irlandés; odia a los ingleses y apenas disimula su aversión por los protestantes. Tampoco se esfuerza en pronunciar los nombres
afrikaner
correctamente: aprieta los labios con repugnancia como si fueran incoherencias propias de paganos.

La mayor parte del tiempo de la clase de inglés está dedicada al Julio César de Shakespeare, según el método del señor Whelan de asignar a los alumnos personajes y de hacerles leer sus papeles en voz alta. También hacen ejercicios sacados del libro de texto de gramática, y, una vez a la semana, escriben un ensayo. Tienen treinta minutos para escribir el ensayo antes de entregarlo; en los últimos diez minutos el señor Whelan lee y puntúa todos los ensayos, ya que no es partidario de llevarse trabajo a casa. Sus sesiones de puntuación en diez minutos se han convertido en una de sus
piéces de résistance
, que los chicos observan con sonrisas de admiración. Balanceando su lápiz azul, el señor Whelan ojea los montones de ensayos. Cuando al final de su hazaña junta todos los montones y se los pasa al delegado de la clase para que los distribuya, se oye un murmullo irónico, reprimido, de aclamación.

El nombre del señor Whelan es Terence. Siempre lleva una chaqueta de motorista de piel marrón y un sombrero. Cuando hace frío se deja el sombrero puesto, incluso dentro de clase. Se frota las manos pálidas para calentárselas; tiene la cara exangüe de un cadáver. No está claro qué está haciendo en Sudáfrica, por qué no está en Irlanda. Parece rechazar el país y todo lo que en él ocurre.

Para el señor Whelan él escribe ensayos sobre
El personaje de Marco Antonio
,
El personaje de Bruto
, sobre
La seguridad vial
, sobre
El deporte
, sobre
La naturaleza
. La mayoría de estos ensayos son estúpidos, composiciones mecánicas; pero de vez en cuando siente un brote de emoción mientras escribe, y el bolígrafo empieza a deslizarse sobre la hoja. En uno de sus ensayos un salteador de caminos espera emboscado a la vera de un camino. Su caballo relincha suavemente, su respiración se transforma en vapor en el aire frío de la noche. Un rayo de luz de luna cae como un cuchillo cruzándole la cara; él sostiene la pistola bajo la falda de su abrigo para mantener la pólvora seca.

El bandido no impresiona al señor Whelan. Los ojos apagados del señor Whelan revolotean por la página, su lápiz baja: seis con cinco. Seis con cinco es la nota que consigue casi todas las veces por sus ensayos; nunca más de siete. Los chicos con nombres ingleses consiguen siete con cinco u ocho. A pesar de su nombre raro, un chico que se llama Theo Stavropoulos consigue ochos, porque viste bien y recibe clases de declamación. A Theo también le asignan siempre el papel de Marco Antonio, lo que significa que llega a declamar «Amigos, romanos, compatriotas, prestadme oídos», el famoso discurso de la obra.

En Worcester iba al colegio temeroso pero también emocionado. La verdad es que en cualquier momento podía quedar al descubierto que era un mentiroso, y eso acarrearía terribles consecuencias. Aun así, el colegio era fascinante: cada día parecía traer consigo nuevas revelaciones de la crueldad y el dolor y la rabia del odio latente bajo la superficie cotidiana de las cosas. Lo que pasaba estaba mal, él lo sabía, no debería permitirse que ocurriera; y él era demasiado joven, demasiado infantil y vulnerable para lo que se le estaba haciendo descubrir. Sin embargo, la pasión y la furia de aquellos días se adueñaron de él; estaba horrorizado pero también ansioso de ver más, de ver todo lo que quedaba por ver.

En Ciudad del Cabo, sin embargo, pronto siente que está perdiendo el tiempo. El colegio ya no es el sitio donde salen a la luz las grandes pasiones. Es un pequeño mundo angosto, una cárcel más o menos benigna en la que bien podría estar trenzando cestos en lugar de aguantar la rutina de la clase. Ciudad del Cabo no lo está haciendo más listo, lo está haciendo más estúpido. Darse cuenta de esto le causa un pánico profundo. Quienquiera que sea él de verdad, quienquiera que sea el verdadero
Yo
que debería estar emergiendo de las cenizas de su infancia, no lo dejan nacer, lo mantienen raquítico y enfermizo.

Es en las clases del señor Whelan donde siente esto más desesperadamente. Podría escribir mucho más de lo que jamás le permitiría el señor Whelan. Para el señor Whelan escribir no es como extender las alas; por el contrario, es como confundirte con una pelota muy pequeña, haciéndote tan inofensivo como puedas.

No tiene el menor deseo de escribir sobre deporte (
mens sana in corpore sano
) o sobre seguridad vial, temas tan tediosos que a la hora de redactar el ensayo no le salen las palabras. Ni siquiera desea escribir sobre salteadores de caminos: tiene la sensación de que las tajadas de luz de luna que caen cruzando sus caras y las manos de nudillos blancos que empuñan las culatas de las pistolas, independientemente de la impresión momentánea que puedan dar, no le pertenecen, vienen de algún otro sitio y ya están ajadas. Lo que escribiría si pudiera, si no fuera el señor Whelan quien va a leerlo, sería más oscuro, algo que, una vez que comenzara a fluir de su pluma, se extendería por las páginas sin control, como tinta derramada. Como tinta derramada, como sombras corriendo por la superficie de un remanso, como un relámpago resquebrajando el cielo.

El señor Whelan también tiene asignada la tarea de mantener ocupados a los chicos no católicos de sexto curso mientras los chicos católicos están en catequesis. El debería estar leyéndoles el evangelio según San Lucas. En lugar de eso oyen una vez tras otra cosas sobre Parnell y Roger Casement y sobre la perfidia de los ingleses. Pero algunos días el señor Whelan llega a clase con el
Cape Times
en la mano, hirviendo de rabia por los últimos atropellos de los rusos a sus países satélite. «Han creado en sus escuelas clases de ateísmo donde se les obliga a los niños a escupir en el crucifijo —truena—. A quienes permanecen fieles a su credo los envían a los campos de concentración. Esa es la realidad del comunismo, que tiene la desfachatez de llamarse la religión del hombre.»

Del hermano Otto oyen hablar de la persecución de los cristianos en China. El hermano Otto no es como el señor Whelan: es tranquilo, se ruboriza fácilmente, hay que engatusarle para que cuente historias. Pero sus historias tienen más crédito porque realmente él ha estado en China. «Sí, lo he visto con mis propios ojos —dice en su inglés titubeante—: gente en celdas muy pequeñas, encerrada, tantas que ya no podían respirar, y morían. Lo he visto.»

Ching-Chong-Chino, llaman los chicos al hermano Otto a sus espaldas. Para ellos, lo que el hermano Otto cuenta de China o el señor Whelan de Rusia no es más real que Jan Van Riebeeck o el
Gran Trek
. De hecho, como Jan Van Riebeeck y el
Gran Trek
entran en el programa de sexto curso mientras que el comunismo no, pueden saltarse lo que pasa en China y en Rusia. China y Rusia sólo son excusas para hacer hablar al hermano Otto y al señor Whelan.

En cuanto a él, está confundido. Sabe que las historias que cuentan sus profesores deben de ser mentiras, pero no tiene forma de probarlo. Le disgusta tener que aguantar sus charlas como un cautivo, demasiado prudente para protestar o incluso dudar. Ha leído el Cape Times, sabe lo que les pasa a los simpatizantes de los comunistas. No quiere que lo denuncien y lo condenen al ostracismo.

Aunque el señor Whelan no se muestre nada entusiasta enseñando las Sagradas Escrituras a los alumnos no católicos, no puede hacer oídos sordos a lo que se dice en los evangelios. «Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra», lee en Lucas. «¿Qué quiere decir Jesús? ¿Quiere decir que deberíamos renunciar a defendernos? ¿Quiere decir que deberíamos ser unos cobardes? Por supuesto que no; pero si un matón llega buscando pelea, Jesús dice: no te dejes provocar. Hay mejores maneras de limar diferencias que mediante puñetazos.»

«"A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames": ¿qué quiere decir Jesús? ¿Quiere decir que el único modo de conseguir la salvación es deshacerse de todo lo que se posee? No. Si Jesús hubiera querido que vagáramos por las calles cubiertos de harapos, habría dicho eso. Jesús habla en parábolas. Nos dice que aquellos de nosotros que crean de verdad, serán recompensados con el cielo, mientras que aquellos que no han creído sufrirán el castigo eterno en el infierno.»

El se pregunta si el señor Whelan consulta a los hermanos —especialmente al hermano Otto, que es el tesorero y cobra las tasas escolares— antes de predicar estas doctrinas a los no católicos. Está claro que el señor Whelan, el profesor seglar, cree que los no católicos son unos paganos, que están malditos. Los hermanos, por el contrario, son bastante tolerantes.

Su resistencia a las lecciones de las Sagradas Escrituras del señor Whelan va en aumento, Está seguro de que el señor Whelan no tiene ni idea de lo que las parábolas de Jesús significan realmente. Aunque él es ateo y siempre lo ha sido, siente que comprende a Jesús mejor que el señor Whelan.

No le gusta Jesús —Jesús se deja llevar por la cólera con mucha facilidad—, pero está dispuesto a aguantarlo. Al menos Jesús no fingió ser Dios, y murió antes de que pudiera llegar a ser padre. Esa es la fuerza de Cristo; así mantiene Jesús su poder.

Pero hay una parte del evangelio de San Lucas que no le gusta escuchar leer. Cuando llegan a ella se pone tenso, cierra los oídos. Las mujeres llegan al sepulcro para ungir el cuerpo de Jesús. Jesús no está allí. En su lugar, encuentran a dos ángeles. «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? —preguntan los Ángeles—: No está aquí, ha resucitado.» Él sabe que si destapara los oídos y dejara pasar las palabras por ellos, tendría que levantarse del asiento y gritar de alegría. Tendría que volverse loco para siempre.

No cree que el señor Whelan le desee mal alguno. Sin embargo, la nota más alta que ha conseguido nunca en los exámenes de inglés es setenta sobre cien. Con setenta no puede ser el primero de la clase: los chicos más favorecidos le ganan sin dificultad. Tampoco se le dan bien la historia y la geografía, que le aburren más que nunca. Sólo las notas altas que logra en matemáticas y en latín le acercan sutilmente a la cabeza de la lista, por delante de Oliver Matter, el chico suizo que era el más listo de la clase hasta que llegó él.

Ahora que ha encontrado en Oliver un oponente preocupante, su antigua promesa de llevar siempre a casa unas notas que demuestren que es el primero de la clase se convierte en una feroz cuestión de honor personal. Aunque no le cuenta nada de eso a su madre, se está preparando para el día inaceptable, el día que tenga que decirle que es el segundo.

Oliver Matter es un chico de semblante distraído, amable y risueño al que no parece importarle tanto como a él ser el primero o el segundo. Él y Oliver compiten todos los días en el concurso de respuestas rápidas que organiza el hermano Gabriel, que pone a los chicos en una fila que recorre arriba y abajo haciendo preguntas que hay que responder en cinco segundos, y enviando al que falle una respuesta al extremo de la fila. Al final de la partida siempre son él u Oliver quienes están a la cabeza.

Luego Oliver deja de ir al colegio. Al cabo de un mes, sin que medie una explicación, el hermano Gabriel hace un anuncio. Oliver está en el hospital, tiene leucemia, todos deben rezar por él. Con la cabeza inclinada, los chicos rezan. Como él no cree en Dios, no reza, sólo mueve los labios. Piensa: todo el mundo piensa que yo quiero que Oliver se muera para poder seguir siendo el primero.

Oliver nunca regresa. Muere en el hospital. Los chicos católicos asisten a una concentración especial para rogar por el reposo de su alma.

La amenaza se aleja. El chico respira más fácilmente; pero el antiguo placer de ser el primero se ha apagado.

17

La vida en Ciudad del Cabo es menos variada de lo que solía serlo en Worcester. Durante los fines de semana, en especial, no hay nada que hacer salvo leer el Reader's Digest o escuchar la radio o golpear una bola de críquet por ahí. Ya no monta en bicicleta: no hay a donde ir en Plumstead, sólo hay kilómetros de casas en todas las direcciones, y de todas formas se le ha quedado pequeña la Smiths, que está empezando a parecer una bicicleta de niño.

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