Infancia (escenas de una visa en provincia) (19 page)

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Authors: John Maxwell Coetzee

Tags: #Autobiografía, Drama

BOOK: Infancia (escenas de una visa en provincia)
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Montar en bicicleta por las calles, de hecho, va resultando tonto. Otras cosas que antes lo absorbían también han perdido su encanto: construir maquetas de Meccano, coleccionar sellos. Ya no entiende por qué malgastó su tiempo con ellos. Pasa horas en el cuarto de baño, analizándose ante el espejo, sin gustarle lo que ve. Deja de sonreír, frunce el entrecejo.

La única pasión que no ha menguado es su pasión por el críquet. Sabe que nadie está tan loco por el críquet como él. Juega al criquet en el colegio, pero eso nunca es suficiente.

La casa de Plumstead tiene un porche frontal con el pavimento de pizarra. Ahí juega solo, sosteniendo el bate con la mano izquierda, lanzando la pelota contra el muro con la derecha, golpeándola en el rebote, imaginándose que está en un campo. Hora tras hora lanza la bola contra la pared. Los vecinos se quejan a su madre del ruido, pero él no hace caso.

Ha estudiado libros de entrenamiento, se sabe los distintos golpes de memoria, es capaz de ejecutarlos con la posición correcta de las piernas. Pero la verdad es que prefiere el juego solitario en el porche al criquet de verdad. La idea de batear en un campo de verdad lo emociona pero también lo intimida. Teme especialmente a los lanzadores rápidos: teme que lo golpeen, teme el dolor. Cuando juega al criquet de verdad tiene que concentrarse en no retroceder, en no traicionarse.

Apenas puntúa
runs
. Si no lo eliminan a la primera, algunas veces puede batear durante media hora sin puntuar, sacando de quicio a todo el mundo, incluidos sus compañeros de equipo. Parece entrar en un estado hipnótico de pasividad en el que le basta, le sobra, con solo esquivar la pelota. Recordando estos fracasos, se consuela a sí mismo con anécdotas de entrenamientos en los que una figura solitaria, habitualmente un hombre de Yorkshire, tenaz, estoico, con los labios apretados, batea durante varios turnos, sin desfallecer, mientras se van desplomando las estacas a su alrededor.

Al abrir el turno de batear contra el Pinelands infantil, los menores de trece años, un viernes por la tarde, se encuentra frente a un chico alto, enteradillo, que, incitado por sus compañeros, lanza tan rápido y con tanta rabia como puede. La pelota sobrevuela todo el lugar, superándolo, superando incluso al receptor: apenas le concede oportunidad de usar el bate.

En el tercer turno una pelota rebota en la tierra batida que hay alrededor de la esterilla, se eleva y lo golpea en la sien. «¡Esto sí que es demasiado! —piensa para sí, enfadado—. ¡Se ha pasado!» Se da cuenta de que los jugadores del campo lo están mirando extrañados. Todavía puede oír el impacto de la pelota contra el hueso: un chasquido sordo, sin eco. Luego se le pone la mente en blanco y cae.

Está tumbado a un lado del campo. Tiene la cara y el pelo húmedos. Busca con la mirada el bate, pero no lo ve.

—Quédate tumbado y descansa un rato —dice el hermano Augustine. Su voz es bastante alegre—. Te han dejado fuera de combate.

—Quiero batear —murmura, y se incorpora. Es lo que hay que decir, lo sabe: prueba que no es un cobarde. Pero no puede batear: ha perdido su turno, ya hay alguien bateando en su lugar.

Esperaba que le dieran más importancia. Esperaba un clamor contra el peligroso lanzador. Pero el juego continúa, y su equipo lo está haciendo bastante bien. «¿Estás bien? ¿Te duele?», le pregunta un compañero, y luego apenas escucha su respuesta. Se sienta en la banda mirando el resto de los turnos. Más tarde toma posición como jugador de campo. Le gustaría que le doliera la cabeza; le gustaría perder la visión, o desmayarse, o hacer cualquier cosa dramática. Pero se encuentra bien. Se toca la sien. Tiene un pequeño bulto blando. Espera que se hinche y se ponga morado antes de mañana, para probar que de verdad le dieron un golpe.

Como todos en el colegio, también tiene que jugar al rugby. Incluso un chico llamado Shepherd que tiene el brazo izquierdo debilitado por la polio tiene que jugar. Les asignan las posiciones dentro del equipo con bastante arbitrariedad. Le asignan como jugador de tres-cuartos en el equipo infantil B. Juegan los sábados por la mañana. Siempre está lloviendo los sábados: con frío, mojado y triste, se arrastra por el césped empapado de línea a línea, mientras lo empujan los chicos más grandes. Como juega de tres-cuartos, nadie le pasa el balón, algo que agradece, porque tiene miedo de que le hagan un placaje. De todos modos, el balón, que tiene una capa de grasa de caballo para proteger el cuero, es demasiado resbaladizo como para poder sujetarlo.

Se haría el enfermo los sábados si no fuera porque el equipo se quedaría entonces con catorce hombres. No aparecer en un partido de rugby es mucho peor que faltar al colegio.

El equipo infantil B pierde todos los partidos. El equipo infantil A es muy flojo también. De hecho, la mayoría de los equipos de Saint Joseph's pierden siempre. No entiende en absoluto por qué el colegio juega al rugby. Desde luego los hermanos, que son austriacos o irlandeses, no están detrás de esto. Las pocas ocasiones que han ido a verlo, parecen confundidos, y no entienden de qué va.

En el cajón de la mesita de noche su madre guarda un libro de tapas negras titulado El matrimonio ideal. Trata de sexo; sabe de su existencia desde hace años. Un día lo saca del cajón sin que nadie se dé cuenta y se lo lleva al colegio. Causa conmoción entre sus amigos; parece ser el único cuyos padres tienen un libro así.

Aunque leerlo es una decepción —los dibujos de los órganos se parecen a los esquemas de los libros de ciencias, y ni siquiera en el capítulo de posturas hay algo excitante —(introducir el órgano masculino en la vagina suena como un enema)—, los otros chicos lo estudian con avidez, le suplican que se lo preste.

Durante la clase de química deja el libro en el pupitre. Cuando regresan al aula, el hermano Gabriel, que por lo general es bastante alegre, tiene una mirada helada, reprobadora. Está convencido de que el hermano Gabriel ha levantado la tapa del pupitre y ha visto el libro; le palpita el corazón mientras espera a que llegue el anuncio y la posterior vergüenza. El anuncio no llega, pero en cada comentario del hermano Gabriel descubre una alusión velada a la perversidad que él, un no católico, ha introducido en la clase. Todo se ha fastidiado entre el hermano Gabriel y él. Se lamenta amargamente de haber traído el libro; se lo lleva a casa, lo devuelve al cajón y nunca más lo mira.

El y sus amigos siguen reuniéndose en el campo de deportes en los recreos para hablar de sexo un rato. A estas conversaciones él aporta trozos y fragmentos que ha sacado del libro. Pero está claro que no son lo bastante interesantes: pronto los chicos mayores empiezan a darles de lado para conversar entre sí con repentinos cambios de tono, susurros, carcajadas. El centro de estas conversaciones es Billy Owen, que tiene catorce años y una hermana de dieciséis y conoce a chicas y tiene una chaqueta de cuero que lleva a los bailes y seguramente incluso ha tenido experiencias sexuales.

Él se hace amigo de Theo Stavropoulos. Dicen que Theo es un mofe, un mariposón, un marica, pero él no está dispuesto a creerlo. Le gusta el estilo de Theo, le gustan su cutis fino, sus cortes de pelo impecables y llamativos, y la manera zalamera con que luce su ropa. Incluso la chaqueta del colegio, con sus inútiles rayas verticales, a él le sienta bien.

El padre de Theo es propietario de una fábrica. Nadie sabe muy bien lo que produce exactamente esa fábrica, pero está relacionado con el pescado. La familia vive en una gran casa en la parte más rica de Rondebosch. Tienen tanto dinero que, si no fuera porque son griegos, seguro que los chicos habrían ido al Diocesan College. Como son griegos y tienen nombres extranjeros, se ven obligados a ir a Saint Joseph's, que, ahora se da cuenta, es una especie de canasta donde se recoge a los chicos que no encajan en ningún otro sitio.

Sólo logra vislumbrar al padre de Theo una vez: un hombre alto y elegantemente vestido, con gafas oscuras. A su madre la ve más a menudo. Es bajita, delgada y morena; fuma cigarrillos y conduce un Buick azul que tiene fama de ser el único coche de Ciudad del Cabo —y quizá de Sudáfrica— con cambio de marcha automático. Hay también una hermana mayor tan bonita, tan exquisitamente educada, con tantos pretendientes, que no le permiten exponerse a la mirada de los amigos de Theo.

A los chicos Stavropoulos los llevan al colegio por la mañana en el Buick azul, conducido a veces por su madre pero más a menudo por un chofer de uniforme negro y gorra con visera. El Buick entra majestuosamente en el patio, Theo y su hermano bajan, el Buick se va majestuosamente. No puede entender cómo Theo permite eso. Si él estuviera en su lugar pediría que lo bajaran a una manzana de distancia. Pero Theo se toma las bromas y los chistes con ecuanimidad.

Un día después del colegio Theo lo invita a su casa. Cuando llegan allí se da cuenta de que se espera que coman. Así que a las tres de la tarde se sientan a la mesa del comedor con cubiertos de plata y servilletas limpias, y un mayordomo de uniforme blanco, que se queda en pie detrás de Theo esperando instrucciones, les sirve filete con patatas.

Hace lo que puede por disimular su asombro. Sabe que hay gente a la que sirven criados; no se había dado cuenta de que los niños también podían tener criados.

Después, los padres de Theo y su hermana se van al extranjero —la hermana, según se rumorea, para ser desposada por un baronet inglés—, y Theo y su hermano se convierten en internos. Cree que a Theo le abrumará la experiencia: la envidia y la malicia de los otros internos, la comida pobre, las indignidades de una vida sin intimidad. También cree que Theo se verá obligado a resignarse a llevar el mismo corte de pelo que todos los demás. Sin embargo, de algún modo Theo se las arregla para mantener su elegante peinado; de algún modo, a pesar de su nombre, a pesar de ser torpe para los deportes, a pesar de los comentarios que lo tachan de mofe, conserva su sonrisa afable, nunca se queja, nunca se permite a sí mismo que lo humillen.

Theo se ha sentado muy pegado a él, en su mismo pupitre, bajo el cuadro de Jesús abriendo su pecho para mostrar un corazón color rubí incandescente. Deberían estar revisando la lección de historia; en realidad, tienen un pequeño libro de gramática con el que Theo le está enseñando griego antiguo. Griego antiguo con pronunciación de griego moderno: le encanta esta excentricidad.
Aftós
, susurra Theo;
evdhemonía
.
Evdhemonía
, le responde él en un susurro.

El hermano Gabriel aguza los oídos.

—¿Qué está haciendo, Stavropoulos? —le pregunta.

—Le estoy enseñando griego, hermano —dice Theo con su tono suave, lleno de confianza.

—Vaya y siéntese en su pupitre.

Theo sonríe y camina hasta su pupitre.

A los hermanos no les gusta Theo. Su arrogancia les enoja; comparten los prejuicios del resto de los alumnos contra su dinero. Toda esta injusticia lo llena de cólera. Le gustaría luchar de verdad por Theo.

18

Con la intención de sacarlos de apuros hasta que la práctica legal empiece a darles dinero, su madre vuelve a la enseñanza. Para hacer las tareas domésticas contrata a una criada, una mujer flaca sin apenas dientes llamada Celia. Algunas veces Celia trae consigo a su hermana menor para que le haga compañía. Al llegar a casa una tarde, se las encuentra sentadas en la cocina bebiendo té. La hermana menor, que es más atractiva que Celia, le regala una sonrisa. Hay algo en su sonrisa que lo perturba; no sabe a donde mirar y se retira a su habitación. Las oye reírse y sabe que se están riendo de él.

Algo está cambiando. Parece estar avergonzado todo el tiempo. No sabe dónde poner la vista, qué hacer con las manos, cómo sostener el cuerpo, qué semblante poner. Todo el mundo lo mira, juzgándolo, encontrándole defectos. Se siente como un cangrejo despojado de su caparazón, rosado, herido y obsceno.

Hace mucho tiempo estaba lleno de ideas, ideas de lugares adonde ir, de cosas de las que hablar, de cosas que hacer. Estaba siempre un paso por delante de los demás: era el líder, los otros lo seguían. Ahora, la energía que siempre sintió fluir de él ha desaparecido. A la edad de trece años se está volviendo hosco, ceñudo, taciturno. No le gusta su nuevo y feo yo, quiere que lo saquen de él, pero eso es algo que no puede hacer solo. Sin embargo, ¿hay alguien ahí que pueda hacerlo por él?

Visitan el nuevo bufete de su padre para ver cómo es. El bufete está en Goodwood, que forma parte del nervio de suburbios
afrikaners
Goodwood-Parow-Bellville. Las ventanas están pintadas de verde oscuro; sobre el verde, en letras doradas, están las palabras:

Z. COETZEE. ABOGADO PROCURADOR.

El interior es lóbrego, con un pesado mobiliario tapizado de crin y cuero rojo. Los libros de derecho que han viajado con ellos por Sudáfrica desde que su padre ejerció la abogacía por última vez en 1937, han salido de sus cajas y ocupan ahora las estanterías. Ociosamente busca
Violación
: «
Los nativos introducen a veces el órgano masculino entre los muslos de la mujer sin penetración
», dice una nota a pie de página. La práctica compete al derecho consuetudinario. No constituye una violación.

¿Son estas cosas de las que se encargan en los tribunales de justicia: discutir dónde se meten los penes?, se pregunta.

Parece que el bufete de su padre prospera. No sólo contrata a un mecanógrafo sino también a un pasante llamado Eksteen. A Eksteen le deja las tareas rutinarias con las escrituras de traspaso y los testamentos; sus esfuerzos los dedica al emocionante trabajo de actuar en los tribunales como abogado defensor
para librar a la gente
. Todos los días vuelve a casa con nuevas historias de gente a la que ha defendido y de lo agradecida que le está.

Su madre está menos interesada en la gente a la que defiende que en la lista creciente de facturas por pagar. Un nombre en particular no para de salir: Le Roux, el vendedor de coches. Acosa a su padre: él es abogado, seguramente puede hacer pagar a Le Roux. Seguro que Le Roux liquidará su deuda a final de mes, lo ha prometido, contesta su padre. Pero a final de mes, una vez más, Le Roux no paga.

Le Roux no paga, pero tampoco se escabulle. Por el contrario, invita a su padre a ir de copas, le promete más trabajo, le pinta un futuro prometedor auspiciado por el dinero que harán recuperando coches.

Las discusiones en casa se agrían, pero al mismo tiempo se van haciendo más reservadas. Él le pregunta a su madre qué está pasando. Con amargura ella le dice que Jack le ha estado prestando dinero a Le Roux.

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