Read Inés y la alegría Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Inés y la alegría (66 page)

BOOK: Inés y la alegría
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—¡Inés! —por eso, Amparo casi siempre tenía que insistir.

—Que sí, que ya voy… —por eso y porque, hasta aquel día de febrero de 1945, solía ser Galán quien me estaba esperando al otro lado de la puerta.

Aquella cocina tan rara y tan pequeña fue el broche que cerró el círculo de mi vida nueva, no tan esplendorosa como aquella a la que creí dirigirme al escapar de la casa de Ricardo, pero mucho mejor que cualquiera de las que me habrían esperado si no hubiera robado un caballo a tiempo. Quizás por eso me gustó desde la primera vez que la vi, con lo fea que era.

—Y esta cocina… —y me volví a mirar a dos mujeres a las que aquella tarde también veía por primera vez—. ¿Por qué no la usáis?

El 30 de octubre de 1944 Galán decidió volver a la vida, una existencia que había permanecido suspendida, como los puntos que aplazan el final de una historia o un grano atascado en el cuello de un reloj de arena, desde que llegamos juntos a Toulouse, a su habitación del hotel Les Arcades. Entonces, al anochecer del día 27, yo creía que ya había pasado lo peor.

Nunca habría podido cruzar sola. Cuando el camión en el que nos marchamos de Bosost desembocó en la carretera donde algunos viejos amigos franceses, viejos expertos también en la internacional, incondicional solidaridad con la República Española, habían venido a esperarnos, intenté consolarme pensando en eso, que en los viejos tiempos de Pont de Suert, por mucho ejercicio que me hubiera obligado a hacer, jamás habría llegado a prepararme para cruzar la cordillera. De pie, en la caja del camión, miraba a mi alrededor, y sólo podía distinguir a lo lejos una monótona muralla de rocas escarpadas, piedras y más piedras, cuestas y más cuestas, y todavía más piedras, y todavía más cuestas, y más piedras y más cuestas siempre iguales, en las que habría sido incapaz de orientarme.

—Ya estamos en Francia —un paisaje siempre idéntico, antes de que Galán me apretara contra él, para besarme en los labios, y después de que le devolviera el beso—. ¿Cómo estás?

—Bien —le sonreí para que se lo creyera, pero no lo conseguí.

Él se dio cuenta de que estaba mal, aunque, concentrado en sus propias sensaciones, seguramente no tuvo ganas ni tiempo que dedicar a las raíces de mi malestar. Me había salido con la mía, pero me dolía más pensar que estaba huyendo, que me marchaba de España por la puerta trasera de un nuevo fracaso. Aquella partida, que durante cinco años había anhelado más que ninguna otra cosa, se había convertido en un juguete roto, un bombón envenenado, un deseo muerto por asfixia antes de nacer. Eso fue lo que sentí, y no júbilo, al entrar en Francia, y sin embargo, aunque ni siquiera yo lograra creerlo después, la verdad es que llegué a estar muy bien aquella noche.


Salut, copain!
—un hombre con uniforme militar, una insignia con la estrella de tres puntas de las Brigadas Internacionales prendida en el pecho, abrazó a Galán al borde de la carretera—.
Bienvenu encore, malheureusement…

Tenía el pelo canoso, casi blanco, la nariz muy larga y un atractivo intenso, indefinible, que fue la primera cosa que me llamó la atención después de cruzar la frontera. Nunca le confesé a Galán que a la luz tenue, amarillenta, de aquel día de otoño, Ben Laffon me había parecido muy guapo. Nunca más volví a encontrarle tan atractivo, pero en aquel momento ese detalle fue importante porque me reveló que, por encima de todo, el desconsuelo, el agotamiento, y ese hábito de la derrota al que nunca lograríamos acomodarnos como a una costumbre, yo estaba viva, y lo seguiría estando durante muchos años en un país que no era el mío, pero sí el de aquel hombre que, después de esperar hasta que se organizaron los turnos de transporte con la lenta, caótica confusión de los fracasos, nos llevó a Toulouse en su propio coche, un viejo modelo americano que tenía también tres plazas en el asiento delantero. El Zurdo, Montse y el Lobo se sentaron detrás, Galán al lado del conductor, y yo junto a la ventana aunque, después de comer un
cassoulet
con los demás oficiales de Bosost, en un pueblo todavía pegado a la frontera, me acurruqué contra él porque estaba tiritando, aunque fuera no hiciera demasiado frío. Ben puso la calefacción hasta que el ambiente del coche se caldeó, y cuando salimos a la carretera, empezó a caer una lluvia menuda, igual de monótona a un lado y al otro de los cristales, fuera, sólo gotas de agua, dentro, un rosario de imprecaciones feroces que no remontaban el nivel de un murmullo. «Han sido los maricones de París, esos cobardes de mierda, —escuché a mi izquierda en una lengua expresiva, fronteriza, algunas palabras en francés, otras en español, mientras sentía que los párpados me pesaban como una gruesa cortina de terciopelo—, esos son los que han tenido la culpa…».

—Inés —la voz de Galán me espabiló después de un rato que había durado casi dos horas—. Despiértate, Inés, hemos llegado a Toulouse.

Al abrir los ojos, lo primero que contemplé fue su rostro, y no me sorprendió recordar que no existía nada que me gustara tanto mirar, pero después vi por la ventanilla un paisaje que me emocionó mucho más de lo que esperaba. Habíamos llegado a Toulouse, y eso significaba que, en primer lugar, estábamos en un atasco, un contratiempo propio de una ciudad, una aglomeración de edificios y de calles, de ruidos y de humos, de teatros y de tiendas, restaurantes, farolas, casas de muchos pisos y personas que andaban deprisa por las aceras, una ciudad más pequeña que Madrid, pero una ciudad, semejante a aquella en la que yo había nacido, en la que había crecido, en la que había sido feliz y desgraciada durante veintitrés años, hasta que el infortunio se la tragó de un bocado y me engulló a mí con ella.

Desde el 28 de abril de 1939 hasta el 27 de octubre de 1944, descontando los minutos del mediodía de junio de 1941 que invertí en recorrer el tramo de acera que mediaba entre la puerta de la cárcel de Ventas y un coche, había vivido lejos de las ciudades. Había pasado cinco años y medio recluida en recintos cerrados al contacto con el exterior, y Pont de Suert, aquel pueblo bonito y montañoso, grande sólo en comparación con Bosost, con Vilamós, y cuya calle principal recorrí tantas veces desde la mercería hasta el estanco, desde el tinte hasta la panadería, era lo más cerca que había estado de una ciudad en todo ese tiempo. Tuve que llegar a Toulouse para darme cuenta de cómo las echaba de menos, cuánto necesitaba sus calles pavimentadas, las luces que las alumbraban, el ruido, el ajetreo, el humo de los coches, y los escaparates. Nunca, hasta que volví a verlos, se me había ocurrido pensar que los escaparates tuvieran el poder de conmoverme tanto, pero mientras veía los focos y los maniquíes, las sofisticadas pirámides de cruasanes sobre los tapetes de encaje que recubrían los anaqueles de cristal de las pastelerías, los expositores repletos de libros nuevos y los destellos fugaces que escapaban de las vitrinas de las joyerías, me dejé arrebatar por una emoción que ni siquiera yo supe explicarme. En aquel momento comprendí que allí podría ser feliz, que iba a ser feliz viviendo en Toulouse, aquella ciudad que me adoptó durante un breve viaje en coche, antes de que yo tuviera tiempo de pensar en adoptarla a ella. Y nunca dejé de echar de menos Madrid, nunca dejé de echar de menos España, pero cuando Ben aparcó delante del hotel Les Arcades, si alguien me hubiera advertido que llegaría un día en el que comenzaría a echar de menos aquella ciudad en la que no había elegido vivir, le habría creído.

—¿Has visto? —Montse, que sólo había pasado una temporada en la periferia de Barcelona, estaba más impresionada que yo—. ¿Y aquí vamos a vivir? Pero si esto debe ser un hotel carísimo…

Sobre la fachada de un edificio imponente, una gran pancarta de tela roja, enmarcada por los colores de la bandera francesa, en el extremo superior, y los de la tricolor republicana en el inferior, advertía en ambos idiomas que aquel edificio y sus instalaciones habían sido incautados por la Unión Nacional Española. Antes de la guerra, Les Arcades había sido un hotel de lujo en un emplazamiento privilegiado, en el centro de Toulouse. Siguió siéndolo, pese a los soldados que montaban guardia en la puerta, mientras el estado mayor del Ejército francés corrió con los gastos de alojamiento de los oficiales de la UNE que habían pertenecido a las Fuerzas Francesas del Interior, hasta la capitulación de Berlín. Cuando se consumó la derrota de Alemania, tres cuartas partes de las habitaciones estaban ya vacías, sus ocupantes resignados a instalarse en Toulouse para afrontar un largo exilio. Y sin embargo, a pesar de que lo primero que hice, después de encontrar un trabajo, fue buscar una casa, aquella tarde aprecié la bienvenida de las gruesas alfombras y las arañas de cristal.

Después, para completar mi inconfesable, por burguesa, felicidad, me encontré con que el comandante Galán, que al pasar la frontera había recuperado su grado en el escalafón militar francés, disponía de una suite en un extremo de la segunda planta, cerca de las dos habitaciones comunicadas entre sí donde instalamos a los niños después de una merienda-cena que culminaron repitiendo dos veces tarta de chocolate. Estaban tan cansados que Montse y yo decidimos acostarlos pronto, y subimos con ellos, les abrimos las camas, llenamos la bañera y establecimos un turno para que se bañaran, antes de bajar al bar, donde unos pocos hombres, los nuestros entre ellos, bebían en un silencio capaz de absorberse a sí mismo, disolviendo de paso el grosor de las alfombras y el brillo de las lámparas, el mármol de las chimeneas y el cuero envejecido de las butacas.

Entonces volví a tener frío, y el coñac no me devolvió el calor. En una penumbra de luces amarillas, indirectas, encontré a Galán más viejo de repente, y más cansado, más solo de lo que nunca me había parecido en la modesta casa de pueblo donde nos conocimos. Mientras le veía beber, fumar, beber, encender otro cigarrillo y seguir bebiendo con los ojos perdidos en ninguna parte, empecé a acusar la verdadera naturaleza de aquel lujo ajeno y agresivo, casi hostil, una endeble cascara dorada que enmascaraba nuestra miseria como una capa de purpurina mal aplicada, grietas que se resquebrajaban antes de tiempo para revelar los agujeros que una manada de termitas había abierto en una madera vieja e inservible, hueca, capaz de convertirse en polvo a la menor presión. Él siguió bebiendo, fumando sin mirarme, y estaba tranquilo, entero. Nadie que le viera por primera vez adivinaría lo que se le estaba moviendo por dentro, y quizás por eso, lo que aprendí en su gesto me inspiró a la vez mucha ternura y mucho respeto, una combinación de sentimientos contradictorios cuya intensidad se anuló mutuamente. Cada segundo de su silencio me dolería mientras su cuerpo estuviera separado del mío, pero no me atrevía a tocarle, y le dije en un susurro que iba a ver cómo estaban los niños para que se limitara a asentir con la cabeza. La realidad, una materia tan terca que no se dejaba comprar con dinero, que no se ablandaba con colchones mullidos ni se relajaba con baños de espuma, me esperaba, impasible, en una habitación de la segunda planta.

Poco más de veinticuatro horas antes, apenas diez minutos después de salvarme la vida, Galán se desembarazó con suavidad de mis brazos, me besó en los labios y se levantó de la que aún era nuestra cama, sin haber dejado nunca de ser la cama del alcalde de Bosost.

—Tengo que volver abajo, habrá que decidir muchas cosas…

Se metió la camisa dentro del pantalón, se estiró la guerrera tirando del borde con las dos manos y empezó a andar hacia la puerta, pero se volvió a mirarme antes de alcanzarla.

—Te voy a dar un consejo, Inés —y sus labios se curvaron en algo que no llegó a ser del todo una sonrisa—. No te quedes quieta, cánsate. Procura cansarte todo lo que puedas. Es lo mejor, y además… Tendremos que cenar, ¿no?, y cenar bien, porque mañana será un día muy largo. Piensa en eso, porque cuanto más te canses, más dormirás, y todo lo que duermas, te vendrá bien. Hazme caso, que sé de lo que hablo.

Las agujas de los relojes no podían haber recorrido más de un cuarto de circunferencia desde que subí corriendo unas escaleras que no contaba con volver a bajar con mis propias piernas, pero el panorama que me encontré en la planta baja era tan distinto del que había contemplado antes como si todos estuviéramos viviendo de repente en otro día. Mientras les veía, el Lobo sentado a la cabecera de la mesa, Zafarraya de pie, a su lado, los demás apiñados a su alrededor, atendiendo a los dibujos que su jefe trazaba con el dedo sobre un mapa, me miré por dentro y tampoco pude reconocerme en la mujer que había querido morir aquella misma noche. Me alegré mucho de estar viva, porque todavía tenía algunas batallas que ganar.

Aquella noche deberíamos cenar bien y así cenamos, tarde, pero muy bien, ensalada, pan con tomate, la mitad del embutido que quedaba en la despensa, croquetas de huevo duro, y un estofado pantagruélico de carne con patatas y verduras que serví con rebanadas de pan frito a un lado, dos huevos escalfados encima, y un éxito que nunca he conseguido repetir. «Este está muy bueno, pero como aquel…». Eso me dijeron una y otra vez quienes lo habían probado, y siempre tuve que darles la razón. Durante años, hice memoria muchas veces, intenté reconstruir, balda por balda, las últimas provisiones de aquella despensa, apunté en muchos papeles los ingredientes, las proporciones y los condimentos de aquel guiso en el que puse todo lo que tenía a mano, pero también, seguramente, lo que había dentro de mí. Ese debió ser el secreto, porque volví a hacer muchos estofados con carne de cerdo, y tomates, y pimientos, y cebollas, y zanahorias, y alcachofas, y guisantes, y patatas, y aceite, y vino, y sal, y pimienta, y laurel, perejil, romero, pan frito a un lado y huevos escalfados por encima, pero ninguno me salió como aquel, porque nunca los hice con tanto amor, con tanta desesperación al mismo tiempo. Tampoco volví a cocinar jamás con tanta rabia.

Cuando la cacerola empezó a hervir, Montse entró sin decir nada. Tenía la cara muy pálida, los ojos inflamados, sombras rosáceas en los párpados, en las mejillas, pero al mirarme, sonrió.

—El Zurdo me ha pedido que me vaya a Francia con él —su voz se contagió, misteriosamente, de la misma suavidad que la había seducido—. Y me voy a ir. ¿Tú?

—Yo también me voy.

Su brazo me estrechó un momento, y luego, tan deprisa que ni siquiera pude devolverle el abrazo, se separó de mí, fue a buscar su delantal, se lo puso y me preguntó si picaba los huevos duros. Le dije que sí y durante un rato, su compañía, la canción que canturreaba mientras estrellaba el cuchillo sobre la tabla, el borboteo de una salsa hirviendo a fuego lento y el rítmico, sordo eco de una cuchara de madera que se movía en círculos dentro de una sartén, raspando el fondo sin detenerse, crearon de nuevo un espejismo de normalidad, como si aquel día no hubiera pasado nada. Pero sí había pasado. Cuando la ebullición del estofado se estabilizó, la bechamel ya estaba enfriándose y los tomates recién rallados, empecé a contar con el dedo huevos y patatas, para apartarlos en el fondo de la mesa. Después, reuní con ellos una cinta de lomo entera y la mitad de una pieza de tocino.

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