Read Inés y la alegría Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Inés y la alegría (29 page)

BOOK: Inés y la alegría
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—Muy bien, Inés —me advirtió con la misma suavidad con la que se había dirigido siempre a mí, la mano apoyada en la culata de su pistola—. Tú lo has querido. Ya te he dicho demasiadas veces que no te convenía cabrearme, que deberías ser complaciente conmigo, pero…

Yo me había levantado de la butaca donde estaba sentada, pero todavía tenía un libro entre las manos. Cuando empezó a acercarse, lo dejé caer, y cedí al ingenuo impulso de correr, como si tuviera alguna posibilidad de esquivarle, de alcanzar la puerta, pero él me cortó el paso sin esforzarse, y le bastó con estirar un brazo para hacerme caer al suelo.

—Mira que eres tonta, hija mía. Te lo digo en serio, porque siendo tan puta como eres, y estando tan salida como estás, la verdad es que no lo entiendo —me ofreció la misma mano que me había derribado, pero preferí levantarme por mis propios medios y sólo logré hacerle sonreír—. Podríamos habernos divertido tanto, Inés, podríamos haber pasado tan buenos ratos juntos… Yo estaba dispuesto, ya lo sabes, pero tú, con esa estúpida dignidad, has sido tan desagradable, tan antipática conmigo… Y ahora qué, ¿eh? Ya ves lo que has conseguido. Claro, que la violencia también tiene su encanto, sobre todo para el que manda, que aquí, evidentemente, soy yo.

Escuché el ruido de un motor, y giré la cabeza hacia la ventana para ver cómo se alejaba el coche de mi hermano, el pelo rubio platino de Adela reconocible a través de la luna trasera, y Garrido volvió a sonreír. Luego, me hizo retroceder hasta que mi espalda se encontró con la pared, y cuando consiguió acorralarme en una esquina, cogió la butaca en la que yo había estado sentada y la colocó tras él, pero siguió de pie.

—De rodillas —me ordenó, y al escucharlo, sentí una especie de quemadura venenosa en el estómago, una repentina intoxicación de rabia ácida, solidísima, semejante a la locura, porque fue como si acabara de quedarme ciega, como si acabara de quedarme sorda, como si hubiera perdido la facultad de comprender la escena que estaba viviendo, las imágenes que veía, los sonidos que escuchaba.

—No me da la gana.

Eso dije, y estuve a punto de añadir algo más, «y ahora, mátame si tienes cojones», pero sólo un segundo más tarde le vi sacar la pistola de la funda, colocarla a la altura de mi cabeza.

—¿Qué? —y escuché, aún mejor que su voz, un chasquido revelador de que acababa de quitarle el seguro.

«No se atreverá, —quise tranquilizarme todavía—, no se atreverá, yo soy la hermana pequeña de Ricardo Ruiz Maldonado, estoy en su casa, en mi casa, no puede matarme, no sabría cómo explicarlo, como justificar mi cadáver tirado en la alfombra…». Eso pensé durante un segundo, quizás menos tiempo aún, hasta que le miré a los ojos y él sonrió, me acarició el cráneo con el cañón de la pistola, y se dio cuenta antes que yo de que me estaba haciendo pis encima.

—Nada —porque soy una mierda—. No he dicho nada —eso pensé, mientras me arrodillaba a toda prisa—. Perdón, perdón… Ya estoy de rodillas.

—¿Qué pasa, que disfrutas con el peligro? —se echó a reír, pero no volvió a ponerle el seguro a la pistola mientras se sentaba—. Muy bien, como quieras, pero a partir de ahora será mejor que te portes bien, ¿sabes? A ver, demuéstrame lo que sabes hacer tú sólita, pero con cariño, ¿eh?, entregándote, como se lo hacías a los rusos, porque estarás notando algo redondo y duro en la coronilla, ¿verdad? Es mi otra pistola, así que mucho cuidado con los dientes…

«Soy una mierda». Eso pensé antes de enterrar mi cabeza entre sus muslos, y luego nada, porque el sabor del pánico, más intenso aún que el de su sexo, me embotó al mismo tiempo el paladar y el pensamiento, y me porté bien, muy bien, mejor incluso de lo que él esperaba, tanto que creí que nunca podría perdonármelo, mientras permanecía al acecho de la menor de sus distracciones, cualquier relajamiento de la mano que mantenía la pistola firme contra mi cabeza, el más mínimo cambio de posición del dedo que descansaba sobre el gatillo. Pero Garrido era un experto, capaz de insultarme y elogiarme, de darme instrucciones para excitarse hablando, sin perder nunca el control, y sólo cuando notó que se acercaba el final, me quitó la pistola de la cabeza para aferrarla con las dos manos, y tanta fuerza que apenas pude volver a respirar hasta que él me lo consintió.

—¡Muy bien, Inés! Si sigues esmerándote así una temporada, a lo mejor, un día de estos, te la meto por el coño y todo… Y ahora tengo que dejarte, ¿sabes?, porque tu hermano debe de estar a punto de volver. Es una pena que no te haya visto hace un momento. Estoy seguro de que estaría muy orgulloso de ti.

Sólo después aseguró la pistola, la devolvió a su funda, se estiró la guerrera y salió sin decir nada ni volverse a mirarme, mientras yo seguía sentada en el suelo, contra la pared, sin fuerzas ni para explicarme una vez más la mierda de mujer que era. Cuando por fin logré levantarme, y fui al baño, y me lavé la cara, y bebí agua, me miré en el espejo y dije algo distinto.

—No pasa nada —el espejo me devolvió un rostro tan pálido como si toda la sangre se hubiera acumulado alrededor de los ojos, dos cercos blandos, inflamados, rojizos—. Me voy a escapar y eso es lo único que importa. Esto no. No ha pasado nada, porque me voy a escapar, y cuando esté lejos, esto dará lo mismo —hablaba en voz alta con mi propia imagen, me veía mover los labios, escuchaba mi voz, y sentía cómo la mujer que hablaba conseguía serenar poco a poco a la mujer que me miraba, y que también era yo—. No estoy llorando. Mira, ¿ves? Ya no lloro. Porque te juro que me voy a escapar. Nos vamos a escapar y eso es lo único que importa.

Aquel día fue sábado, 19 de agosto de 1944. El jueves 24, a las nueve horas y veintidós minutos de la noche, el primer tanque aliado entró en la plaza del Ayuntamiento de París. Tenía un nombre escrito sobre la carrocería, una palabra de cinco sílabas que muy pocos parisinos entenderían. Se llamaba
Guadalajara
, aunque todos los hombres que viajaban en él eran extremeños. Tras él, llegaron otros,
Madrid, Jarama, Ebro, Teruel, Belchite, Don Quijote
, y así, hasta uno que se llamaba
España cañí
. Y aquel fin de semana, ni siquiera Ricardo vino a casa.

—¿Te has enterado de lo de París? —asentí con la cabeza y Adela meneó la suya, con un gesto sombrío—. Qué horror, tu hermano está preocupadísimo, y sus amigos militares, no digamos… También es mala suerte estar aquí, ya nos podían haber mandado a Andalucía, vamos, digo yo…

Yo no decía nada. Esperaba, montaba, escuchaba la radio, y me juraba a mí misma que me largaría el primer día que viera a Garrido bajarse de un coche. Pero nunca le volví a ver.

—Ya, ni el comandante puede venir a verte —ella me lo confirmó con un gesto de contrariedad destinado a complacerme—. Es que en el sur de Francia la cosa está muy mal, por lo visto. Como los alemanes se han retirado…

—No se han retirado, Adela —me atreví a intervenir—. Los han echado.

—Sí, bueno, pues eso… Total, que parece que los rojos de allí están armando mucho follón, ocupando los consulados de España… Y Garrido, pues, claro, cuando no está reconociendo la frontera, está en Lérida, acuartelado con su regimiento, como si dijéramos, porque le han prohibido dormir fuera de la ciudad. Es lógico, claro, como Francia nos queda tan cerca… Y sin embargo, en Madrid parece que no se dan cuenta, Ricardo se queja todos los días, en vez de mandar refuerzos, les dicen que no se pongan nerviosos, ya ves…

Agazapada en el pasillo, dos días antes de la invasión, me enteré de que el gobierno no había reaccionado todavía. Y a las diez y media de la mañana del 20 de octubre de 1944, cuando llegué hasta los establos sin haberme cruzado con nadie por el camino, el norte del valle de Arán era otra vez republicano. Al verme,
Lauro
me miró como si ya lo supiera. Jaime, en cambio, se sobresaltó al encontrarme en la puerta de la cabaña donde vivía, con el caballo ensillado, listo para partir.

—Pero ¿qué hace usted…? —me miró, miró a su alrededor, se resignó a no entender qué estaba pasando—. ¿Ha venido a despedirse?

—No. He venido a preguntarte una cosa. ¿Tú sabes por dónde se va a Bosost?

—Sí —entonces me miró de otra manera, como si acabara de recordar quién era yo—. Pero ahora no se puede ir por allí, porque aquello está lleno de…

—De rojos, ¿verdad? —sonreí, pero él no me imitó—. Precisamente por eso quiero ir a Bosost. Pero no me sé el camino, así que vas a tener que guiarme.

—¿Yo? —y negó con la cabeza, muy deprisa—. No, señorita, yo no me atrevo…

—Sí, ya verás como sí que te atreves, porque… —le enseñé el contenido de mis bolsillos—. Mira, tengo cinco duros y una pistola. ¿Qué prefieres?

Se quedó callado, y miró primero al suelo, luego al arma, después al billete y por fin a mis ojos, que le convencieron de que no tenía ninguna posibilidad de oponerse a mi voluntad.

—Prefiero los cinco duros.

Volví tras él a los establos y no le perdí de vista mientras ensillaba el caballo de mi hermano, ni después, cuando le pedí que cargara a
Lauro
con mi morral, la sombrerera, y un jamón empezado, otro entero, un par de quesos y las chacinas que rebosaron las alforjas. Luego le pedí que montara, y aunque estaba muy asustado, no le ahorré una última advertencia.

—Te estoy apuntando, que no se te olvide. Si quieres vivir para llegar a cobrar los cinco duros, más te vale escoger bien la ruta y llevarme campo a través, lejos de las carreteras y de los puestos de la Guardia Civil. ¿Está claro?

—Sí… Intentaré acortar el camino todo lo que pueda.

—Como si lo alargas —volví a sonreír—. No me importa, ¿sabes? No pienso volver nunca.

Asintió con la cabeza y puso su potro al trote, para no correr ningún riesgo. Cabalgamos juntos y en silencio durante muchas horas, desmontando de vez en cuando para dar de comer, de beber a los caballos, y no protestó, no se quejó ni hizo ningún movimiento sospechoso mientras avanzábamos por parajes despoblados, sin más compañía que la lejana silueta de algún pastor o un campanario remoto, al otro lado de los montes. A media tarde, pasamos junto a un río donde los caballos volvieron a abrevar, y poco después, detuvo el suyo para señalarme una dirección con el índice.

—Al otro lado de esos cerros está Bosost —me miró, se llevó dos dedos cruzados a la boca y los besó—. Se lo juro por mi madre. No tiene más que seguir en línea recta, no hay ni cinco kilómetros. Yo, si no le importa, prefiero dar la vuelta aquí.

Miré a mi alrededor, luego a Jaime, después a la pistola que tenía en la mano. No tenía ninguna referencia del lugar donde me encontraba, pero parecía demasiado asustado como para atreverse a engañarme en una zona que a la fuerza tenía que estar repleta ya de hombres armados, y esta última idea me ayudó a decidirme.

—Muy bien —le tendí los cinco duros y alargó la mano para cogerlos con tanta precaución como si quemaran—. Adiós para siempre, y gracias.

Puse el caballo al trote y subí por la ladera del cerro sin apresurarme. Al otro lado, una voz me detuvo antes de que terminara de bajar la pendiente.

—¡Alto! —y nunca en mi vida una sola palabra me había hecho tan feliz—. ¿Quién vive?

—¡La República! —grité, y tiré de las riendas suavemente.

—¿Qué?

Cuando escuché esa pregunta, temí haberme equivocado, pero los soldados que salieron de detrás de una peña vestían un uniforme desconocido para mí excepto por los colores del parche, rojo, amarillo y morado, que llevaban cosido encima del pecho.

—Pero ¿esto qué es? —el que parecía estar al mando no había perdido en Francia ni una pizca de su acento andaluz—. ¿Una broma?

Me acerqué a ellos muy despacio, con las manos en alto, las riendas enganchadas en el pulgar, en los labios una sonrisa que terminó de desconcertarles.

—¿Vosotros sois rojos? —les pregunté cuando llegué a su altura.

—¿Qué? —volvió a preguntar el mismo de antes, como si no supiera decir otra cosa.

—Que si sois rojos —insistí con suavidad.

—Sí, somos rojos —me contestó un tercero, con la misma entonación que habría usado yo.

—¿Y habéis venido a invadir España?

—Sí —aunque a lo mejor era toledano—. ¿Qué pasa?

—¡Ay, qué alegría más grande! —y sin dejar de sonreír, sentí que se me caían dos lágrimas de los ojos, tan gordas, tan redondas, tan saladas como si fueran las últimas que me quedaban—. ¡Qué alegría! No os podéis imaginar… Voy a desmontar, para daros un abrazo.

Y abracé, uno por uno, a cinco hombres estupefactos, que no sabían qué hacer con el fusil mientras yo les rodeaba con mis brazos, ni supieron después qué hacer conmigo, mientras me miraban con tanta extrañeza como si nunca hubieran visto una mujer montada en un caballo.

—Llevadme a ver a vuestro jefe —pero yo sí sabía lo que tenía que hacer—. Tengo que hablar con él.

Después de un segundo de indecisión, el andaluz reaccionó, y dejó a tres hombres en el puesto para acompañarme al pueblo con el que enseguida me aclaró que no era toledano, sino de Albacete.

—¿Y tú? —preguntó a cambio—. ¿De dónde sales?

Empecé a contarles mi historia mientras caminaba entre ellos, llevando a
Lauro
de las riendas, hasta que llegamos a Bosost, un pueblo muy pequeño, muy hermoso, de calles empinadas y casas de piedra con tejados de pizarra, a orillas de un Garona joven e impetuoso como un cadete. Pero lo que me hizo enmudecer no fue su belleza. Lo que me dejó sin palabras, casi sin aliento, fue comprender que lo que me estaba pasando era verdad.

Eso fue lo que me estremeció al llegar a Bosost, encontrarme exactamente con lo que esperaba, comprobar que lo que había oído por la radio, lo que aterrorizaba a mi hermano Ricardo, mi libertad, el presente y sobre todo el futuro, eran verdad, una verdad nueva y avasalladora, tan poderosa que los episodios de mi sufrimiento, aquel espantoso sucedáneo de la vida por el que me había arrastrado sólo para poder llegar hasta aquel lugar, hasta aquel momento, se volvían a cada paso más dudosos, más pálidos y marchitos, tan incoloros como la incertidumbre.

Ya había empezado a anochecer, pero el halo de luz que el sol había suspendido en el cielo al esconderse, me bastó para ver la bandera tricolor que alguien había atado alrededor del yugo y las flechas que flanqueaban el nombre de Bosost en la placa que delimitaba el término municipal. Y en la ribera del río vi, antes que las casas, un enorme campamento militar, tiendas y más tiendas, hombres y más hombres entrando y saliendo, moviéndose, descansando, fumando y hablando, solos o en pequeños grupos, y después, más soldados andando por las calles, sentados en los quicios de las puertas, abarrotando las tabernas, apoyados en las fachadas, todo un ejército de ocupación desplegado según el plan previsto. Entonces, mis custodios, que me miraban con curiosidad, incapaces de comprender la tormenta que se había desatado en mi interior, se detuvieron ante una casa de piedra, grande y sólida, que ocupaba una de las esquinas de la plaza principal. Ante la puerta, había un hombre haciendo guardia, y a su lado, una inmensa bandera republicana colgaba de un mástil sujeto al balcón.

BOOK: Inés y la alegría
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