Inés y la alegría (55 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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—Ahora no. No puedo dejarla pasar.

Me acerqué a él para descubrir que, pese a su corpulencia, era demasiado joven para llevar en la guerra mucho tiempo. Tenía una cabeza enorme, las cejas, los pómulos, las mandíbulas muy marcadas, y sobre un acento del norte, un casi imperceptible soniquete francés, semejante al que había detectado ya en otros soldados de veinte años, como el Bocas, o Romesco, que no eran conscientes de la híbrida naturaleza de sus «úes», la cantarina finura que adelgazaba el final de cada palabra que pronunciaban. Aún no sabía que le llamaban el Tarugo pero, descontando la ambigüedad de su acento, con aquella cabeza y aquel cuerpo, dentro de poco daría miedo. Sin embargo, aún debía de estar acostumbrado a obedecer a su madre.

—Sí, tengo que verle —y me puse seria para insistir en un tono solemne, ligeramente maternal—, es muy urgente. El ejército ha llegado ya. Está armando al Somatén en los pueblos de los alrededores. El coronel ya lo sabe. El capitán tiene que saberlo también.

Cuando pregunté por el camino de Vilamós, esperaba encontrar un paisaje completamente distinto, el pueblo tomado, controlado, los vecinos reunidos en la escuela, Galán leyendo el manifiesto o comiendo con sus hombres, tomando quizás un vino en la taberna. Al verme aparecer, se quedaría atónito, tan desorientado que no sabría por dónde empezar a hacer preguntas, pero yo se las ahorraría todas al contarle de un tirón lo que había hecho aquella mañana, lo que había descubierto yo sola, lo que ahora sabían gracias a mí, y daría un taconazo en el suelo antes de darle la espalda, recoger a
Lauro
y volver a Bosost dando un paseo, a tiempo para aceptar las excusas del coronel antes de encerrarme con Montse en la cocina, hasta que fuera él quien viniera de rodillas a pedir perdón. Eso era lo que esperaba encontrar en Vilamós, para eso había ido hasta allí, y la distancia que separaba mis cálculos de la realidad debería haber bastado para animarme a cambiar de idea, pero ni siquiera me paré a considerar aquella posibilidad.

—El capitán está arriba, en la plaza —me explicó aquel muchacho—. Al llegar, el cuartelillo estaba vacío, el ayuntamiento también. Creemos que están en el campanario y que van a oponer resistencia. El tiroteo puede empezar en cualquier momento.

—Me da igual —procuré que mis palabras sonaran como una orden—. Tengo que ver al capitán. Cumplo un encargo del coronel.

—A su propio riesgo —asentí con la cabeza—. Si le pasa algo… —Pero él mismo me acompañó hasta la plaza, avanzando delante de mí mientras nos cubríamos con las paredes de las casas. Yo andaba otra vez con la pistola en la mano pero ya no tenía ni pizca de miedo, porque me bastaba recordar de dónde venía, para sucumbir a un razonamiento defectuoso, perverso, todo un espejismo de sensatez. Si no me había pasado nada en Can Fanés, pensaba, si Garrido ni siquiera se había enterado de que estaba allí, menos me iba a pasar ahora. Era un disparate, una barbaridad, pero todavía iba a correr riesgos mayores.

La plaza, una explanada de forma irregular, estrecha y alargada, estaba bordeada por edificios que se habían ido levantando por su cuenta, sin integrarse en ninguna disciplina preconcebida, y rodeada de soldados que ni siquiera pestañeaban. Mientras les miraba, los pies como clavados en el suelo, los brazos tensos, sosteniendo un fusil que parecía una prolongación natural de sus propias manos, las piernas flexionadas, listas para saltar, y la cabeza tan rígida que ni siquiera la movieron para mirarme, me parecieron los habitantes de un pueblo encantado, un ejército paralizado por el hechizo de una bruja poderosa. Pero el aire se ensució, se hizo espeso, turbio de repente, y cada segundo empezó a pesar también en mis piernas. Hasta aquel día, para mí la guerra había sido una sirena sonando en medio de la noche, boquetes abiertos en el asfalto de las calles, disparos en la Casa de Campo, cristales rotos en los escaparates y la primera página de todos los periódicos, pero nunca había respirado esa atmósfera metálica que va cuajando lentamente en el tiempo denso, plomizo, que antecede a las batallas. Y sin embargo, no tuve miedo, ni siquiera cuando empecé a sentir que el aire me picaba dentro de la nariz.

—El capitán está detrás de la fuente —el Tarugo señaló hacia un rincón donde sólo se veía un murete blanco con varios caños de los que manaba el agua que iba a parar a una balsa de piedra, como un abrevadero—. Puede llegar por detrás, bordeando esas casas. Si quiere, la acompaño.

Le di las gracias, rechacé su oferta y emboqué una callejuela que transcurría en paralelo a la plaza, más soldados, a los que ahora sólo veía de espaldas, apostados en las esquinas opuestas de los edificios que fui dejando atrás hasta que topé con una pared que me cortó el paso. Giré a la izquierda, avancé unos metros por otra calle estrecha, paralela a la anterior, y al llegar a la primera bocacalle, miré a la derecha y vi, antes que a nadie, al Bocas, apoyado en la pared de una casa muy bonita, las contraventanas de madera clara, barnizada, contrastando con los muros de piedra oscura. En un balcón lateral, tras una balaustrada de madera festoneada de geranios rojos, Galán miraba hacia el campanario con unos prismáticos. La fuente estaba delante, casi alineada con el lado derecho de la iglesia, y tras ella, Comprendes miraba también hacia la torre. No me lo pensé, y crucé la calle corriendo.

—El ejército de Franco ya está aquí —le solté a bocajarro, para no darle opción a preguntar—. Lo he visto.

Él me miró con la boca abierta, miró a Galán, que no me había descubierto aún, volvió a mirarme, y empujó las gafas sobre su nariz hasta que tropezaron con su entrecejo, como si en aquel momento dudara de todo, de sus ojos, de sus lentes, y hasta de su miopía.

—¿Pero tú de dónde sales? —preguntó de todos modos.

—Yo… —resoplé—, no tengo tiempo para darte explicaciones, pero les he visto. He visto a un comandante del ejército en una furgoneta llena de armas, a unos dos kilómetros al norte de Bosost. No sé cómo ha podido llegar hasta allí, pero allí estaba. Tropas no había, pero igual vienen por detrás. Por eso he venido, para avisaros. No esperaba encontrarme esto así, y…

No llegué a terminar la frase porque en aquel momento, en una plaza donde la vida parecía haberse extinguido, un pueblo que parecía un decorado, una fotografía de sí mismo o el recuerdo del último de sus habitantes al abandonarlo para siempre, un ruido vulgar, difícil de confundir, estalló en el silencio como un trueno en el manso cielo azul de una tarde de verano.

—Eso ha sido un portazo, ¿comprendes?

—Sí —había sido un portazo, y los dos nos asomamos con cuidado para contemplar el mismo paisaje de puertas atrancadas, ventanas cerradas, que unificaba todas las casas del pueblo.

Pero enseguida, al otro lado de la plaza, volvió a abrirse una puerta situada bajo un letrero con una cruz roja y grandes letras negras, médico, y se mantuvo abierta gracias a la determinación de un hombre vestido con traje y corbata, de unos treinta años, que sujetó el picaporte mientras forcejeaba con una mujer de su edad, embarazada de muchos meses. La puerta siguió abierta mientras el hombre la abrazaba para apartarse con ella al interior. Un par de minutos más tarde, cuando volvimos a verlos, la mujer se había tapado la cara con las manos, y él, sin llegar a alinearse con el umbral, para no servir de blanco a los tiradores de la iglesia, nos miró y señaló a la torre con un dedo.

—En el campanario… —susurré—. Nos quiere decir qué hay dentro… —entonces levantó cuatro dedos en el aire, y a continuación, dibujó algo parecido a la silueta de un tricornio sobre su cabeza—. Cuatro guardias civiles…

—Y tres soldados, ¿comprendes? —completó él, después de que marcara el número tres y se llevara la mano a la sien, para hacer el saludo militar—. ¿Y esto? —me preguntó mientras el médico se tocaba las solapas de la americana, simulaba sostener una escopeta en el aire, levantaba cuatro dedos, después cinco, y movía la mano derecha de un lado a otro, con los dedos abiertos.

—Civiles armados —respondí—, cuatro o cinco, no está seguro.

Mientras le veía encoger los hombros, dejar caer los brazos y abrir las manos como si quisiera pedirnos perdón por no saber nada más, Comprendes se volvió hacia la izquierda y le hizo una seña a Galán para que se reuniera con nosotros. Al verle, comprendí que no sólo me había visto, sino que había tenido tiempo de sobra para formarse un criterio sobre mi aparición, porque me estaba mirando con la lengua doblada dentro de la boca y se la mordía como pocas veces. Permaneció un instante inmóvil, enseñándome los dientes como si quisiera asegurarse de que los estaba viendo bien, antes de descolgarse por el balcón con una agilidad asombrosa.

—Tú no te muevas de aquí —le dijo al Bocas antes de correr hasta la fuente, y al llegar, como todo saludo, me dio un codazo—. ¡Quita de ahí!

—¿Lo has visto? —le preguntó Comprendes.

—Bien no. Me ha parecido que había alguien haciendo señas…

Antes de que tuviera tiempo para valorar lo que el médico nos había contado, un chico que aún no tendría veinte años salió de detrás de una de las casas que estaban al otro lado de la iglesia, y nos miró desde la única esquina de la plaza que los hombres de Galán no habían cubierto, porque los tiradores de la torre podían batirla con todas las ventajas. Llevaba una escopeta de caza, de madera, tan vieja que parecía un trabuco, colgada del hombro, una camisa blanca y alpargatas en los pies. Llevaba también una luz transparente prendida en los ojos, los labios tirantes, el cuerpo en tensión. Nos miró, miró al campanario, volvió a mirarnos, y me di cuenta de que sabía lo que iba a hacer y no lo sabía, de que lo había pensado bien y no lo había pensado, de que era un chico con una escopeta y no lo era, porque en aquel instante era sólo su propósito, una idea acariciada noche tras noche en la imprecisa frontera del sueño y la vigilia, un formidable vehículo de su propio rencor, de su rabia, el odio que le inspiraba un ansia feroz, tan absoluta que no le dejaba medir los metros, los minutos, la hostilidad objetiva, implacable, de un tiempo y un espacio que le codiciaban. Yo nunca había respirado aquel aire caliente, picante, que seca la nariz e irrita las encías para arder en la garganta como un zumo de guindillas. Nunca me había bañado en las aguas estancadas de unos segundos tan largos como vidas enteras de un tiempo elástico, perezoso, capaz de dilatarse hasta el infinito del presente, del pasado, y contraerse después en el instante en que un solo dedo aprieta un gatillo. Aquel charco de inquietud, cálido y turbio, era nuevo para mí, y sin embargo, al mirar a aquel chico sólo pude pensar en una cosa, «no lo hagas, no lo hagas, por favor, no lo hagas», mientras Galán y Comprendes negaban a la vez con la cabeza como si fueran dos péndulos de un mismo reloj que sólo supiera decir no, no, no, en cada segundo.

Entonces, una voz de mujer gritó dos veces el mismo nombre, Joanet, y luego algo más, un par de frases que deberían haberme resultado incomprensibles y traduje en cambio a la perfección, porque aquella debía de ser la voz de su madre, y la angustia que la atormentaba habría sonado igual en cualquier otro idioma. Yo, que no entendía el aranés, la entendí como si hablara en mi propia lengua mientras le pedía a su hijo a gritos que se estuviera quieto, que se diera la vuelta, que no hiciera tonterías. Ni el miedo ni el sufrimiento necesitan traducción, pero los hijos desobedecen a las madres en todos los idiomas, y aquel chaval no fue una excepción. Miró hacia atrás una vez, dos, y cuando la figura pequeña y regordeta de una mujer de luto apareció al fondo de la calle, volvió a mirarla y salió corriendo.

—¡No! —Galán se irguió completamente, sacó la cabeza por encima de la fuente, movió en el aire el brazo derecho—. ¡No! ¡Vuelve atrás! ¡Vuelve…!

Corría tan deprisa que por un momento pensé que lo iba a conseguir. Alguien disparó desde el campanario y no le derribó, alguien gritó desde allí, «¿quién ha sido?», con una voz temblorosa de cólera, alguien, esta vez de los nuestros, les llamó hijos de puta mientras Galán y Comprendes abrían fuego para intentar cubrir el último tramo de su carrera, y el mundo estalló de pronto, pero su explosión no impidió que una bala se incrustara en la espalda del corredor, que cayó de bruces en el suelo, a unos pocos pasos de la fuente.

—¡Me voy a cagar en Dios! —Galán no sabía que aquel disparo no lo había matado, tampoco que no llegaría vivo al día siguiente—. ¡Comprendes, cúbreme! Voy a rodear la iglesia con unos cuantos, para atacar desde dentro… ¡Bocas! —pero antes de que se fuera, le cogí del brazo y le obligué a mirarme.

—Dame un fusil.

—¿Un fusil? —y si no se desgarró la lengua en aquel momento, ya no se la desgarraría jamás—. ¡Dos hostias es lo que tendría que darte, que no sé qué estás haciendo aquí, aparte de estorbar!

Eso me dijo, y se marchó, le vi reunirse con el Bocas, rodear la casa bonita, llamar a otros hombres, marchar ante ellos mientras Comprendes se unía a un grupo que había atravesado un carro en medio de la plaza para meterse debajo y disparar sin cesar sobre el campanario, aquella torre tan elegante, tan airosa, sus siete ventanas, tres pares de vanos de tamaño decreciente y una pequeñita como la aspillera de un castillo sobre la puerta, vomitando fuego sin parar. Yo me quedé detrás de la fuente, sola y desarmada, intentando comprender lo que ocurría, lográndolo sólo a medias, hombres que corrían para cambiar de posición o reptaban sobre el suelo de piedra, una explosión, otra más, y siempre disparos y más disparos, gritos de voces desconocidas, «¡a cubierto!, ¡por aquí!, ¡no!, ¡mira!», hasta que la puerta de la iglesia se abrió desde el atrio para que alguien chillara desde allí, «¡vamos!», y otro respondiera desde fuera, «¡estamos dentro!».

Todavía escucharía muchos más disparos antes de ver una bandera blanca en una de las ventanas del campanario, y poco después, a Galán en la que estaba justo debajo, ordenando que cesara el fuego. Al rato, empezaron a salir soldados de la iglesia, muchos más de los que yo había creído ver entrar, y entre ellos, el Bocas, con una herida muy aparatosa en un brazo.

—¡Joder, Mediahostia! —Galán se le quedó mirando al pasar por su lado, mientras los últimos sacaban a cuatro prisioneros indemnes, un soldado y tres civiles con los brazos en alto y otros tantos heridos.

—Esto no es nada, mi capitán, de verdad que no, sólo un rasguño, mucha sangre, pero nada grave, me lo he mirado bien y lo sé, porque además, acuérdese de aquella vez que me hirieron en Chambord y me apañé yo sólo para curarme, porque es lo que yo tengo, que sangro mucho pero luego se me cierran las heridas muy deprisa, yo creo que debe ser porque mi abuelo…

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