—Lo siento, pero no se puede entrar. Es de acceso reservado.
—¡Venga ya! —exclamó Jackie sonriendo. —¡Si yo ya he estado dos veces, de excursión con el colegio!
—Bueno, eso es otra cosa. Grupos escolares vienen muchos, pero normalmente no puede entrar nadie. La puerta está cerrada con llave a todas horas.
—Pero tú puedes abrirla, ¿no? —preguntó el padre de Abbey, levantándose.
—Pues claro. ¿Por qué lo preguntas?
Se sacó el revólver del bolsillo y lo dejó con cuidado sobre la mesa, con la mano encima.
—Entonces hazlo, por favor.
El presidente ya estaba al fondo de la Sala de Crisis, de pie, impaciente. En los monitores de las paredes, que tenían el sonido apagado, la CNN, la MSNBC, la FOX y Bloomberg.com bombardeaban a la audiencia con imágenes de la Luna, varios astrónomos mediáticos y el creciente caos provocado por una serie de cortes de electricidad y fallos informáticos de gran alcance.
Ford entró con los demás. Se quedaron todos de pie, en espera de que el presidente se sentase. Pero no lo hizo. Los monitores de pantalla plana pasaron al modo de videoconferencia, recogiendo imágenes de generales, altos cargos del gabinete y otros personajes.
—Bueno —dijo el presidente—, a ver qué me dicen.
Lockwood le hizo una señal a un ayudante con la cabeza. Al fondo de la sala, en la mayor de las pantallas, apareció una imagen de la Máquina de Deimos.
—Lo que está viendo, señor presidente, es una foto hecha el 23 de marzo de este año por el Mars Mapping Orbiter. Se trata de un objeto escondido en un cráter profundo de Deimos, una de las lunas de Marte. El cráter Voltaire. Empecemos por el contexto: Marte tiene dos lunas muy pequeñas, Fobos y Deimos, nombres de los dioses griegos del miedo y el horror. Al parecer, en ambos casos se trata de asteroides de reciente captura; y cuando digo reciente me refiero a unos quinientos millones de años. Sus órbitas circulares casi perfectas en la eclíptica desconciertan desde hace mucho tiempo a los astrónomos, que nunca han podido entender que Marte pudiera capturar estos dos asteroides en órbitas casualmente perfectas, a menos que hubiese un tercer cuerpo que absorbiese parte del momento angular de los otros dos, y desapareciese para siempre al ser arrojado de la órbita; cosa que a los astrónomos siempre les ha parecido muy improbable.
—¿Qué tiene que ver todo eso?
—Señor presidente, se ha postulado la idea de que Fobos y Deimos pudieran ser puestas en órbita de modo artificial.
—De acuerdo, sigue.
Lockwood carraspeó.
—Es evidente que el objeto que ve usted en la foto, al que llamamos Máquina de Deimos, no es natural. Nosotros creemos que lo construyó una inteligencia extraterrestre desconocida. Creemos que es la fuente de los rayos gamma que ha detectado el MMO, y también creemos que el 14 de abril lanzó un pedazo de materia extraña a la Tierra y uno más grande a la Luna esta noche, destruyendo la Base Tranquilidad, como ya sabe. En este sentido, parece tratarse de un arma.
«Un análisis somero de la erosión superficial por micrometeoroides y de la acumulación de regolita alrededor del objeto indica una antigüedad de entre cien mil y doscientos mil millones de años. Todos los satélites que tenemos en órbita alrededor de Marte y pueden ser redirigidos hacia Deimos lo están siendo ya.
«Deimos es como una patata deforme. No tiene una rotación como la de un planeta normal, sino que da tumbos, por decirlo de alguna manera. Obviamente, la Máquina de Deimos solo puede disparar si el cráter Voltaire está orientado hacia la Tierra; y al tratarse de un cráter profundo, la orientación tiene que ser bastante exacta, lo cual no se produce demasiado a menudo, ni a intervalos regulares.
—¿Y…?
—Estuvo alineada en abril, la noche en que cayó la partícula extraña. La siguiente alineación ha sido esta noche, y ya ha visto usted qué le ha pasado a la Luna.
—¿Cuándo es la siguiente alineación?
—Dentro de tres días.
—¿Cuándo estarán en posición alrededor de Deimos los satélites? —preguntó el presidente.
—Durante las próximas semanas —dijo Lockwood.
—¿Por qué tardarán tanto?
—La mayoría necesita ayuda gravitacional y orbital. No tienen combustible para propulsarse a ningún sitio de un momento a otro.
—¿No sería posible —preguntó el presidente— que redistribuir nuestros satélites alrededor de Deimos se viera como una maniobra agresiva?
—Son satélites pequeños, frágiles y claramente desarmados —explicó Lockwood—, pero sí, existe el peligro de que cualquier cosa que hagamos, digo bien, cualquiera, se malinterprete. De lo que aquí se trata es de pensamiento extraterrestre, aunque sea artificial. También podría ser defectuoso, y funcionar mal.
Un representante de la Agencia de Inteligencia de la Defensa (DIA) hizo una pregunta:
—La «materia extraña» que dice usted que fue disparada hacia la Tierra… No entiendo porqué es tan peligrosa. ¿Qué hace, exactamente?
Contestó Lockwood.
—Es una forma de materia que convierte la materia normal en materia extraña por contacto, como Midas, que convertía en oro todo lo que tocaba.
—¿Y dónde está el peligro?
—Para empezar, la Tierra se encogería hasta quedarse del tamaño de una pelota de béisbol. Luego, como la materia extraña es inestable, explotaría con tal fuerza que destruiría el sistema solar, lanzando materia extraña contra el Sol, que explotaría y afectaría a nuestro rincón de galaxia.
—O sea, que lo único que tiene que hacer este artefacto extraterrestre para que desaparezcamos todos es lanzar otro
strangelet
a la Tierra.
—Exacto. La clave es la velocidad. Si nos lo tira lo bastante despacio como para que se quede dentro de la Tierra, será nuestro final.
Un largo silencio se apoderó de la sala.
—¿Alguna pregunta más?
Nadie dijo nada. Al final, el presidente preguntó:
—¿Por qué? ¿Por qué nos ataca?
—No lo sabemos. Ni siquiera sabemos si es un ataque. Podría ser un error, un fallo de programación. Se ha sugerido… —Hizo una pausa—. Que la Máquina de Deimos podría llevar cierto tiempo vigilando nuestro planeta, captando transmisiones de radio y televisión y analizándolas. Quizá haya concluido que somos una especie peligrosa, que hay que eliminar; también podría haber sido colocada por una especie extraterrestre hiperagresiva que quisiera eliminar cualquier vida inteligente que pudiera desarrollarse en nuestro sistema solar, cortando de raíz cualquier desafío, como si dijéramos. También es posible que la hayan despertado. El primer disparo, el del 14 de abril, se produjo solo tres semanas después de que Deimos fuera iluminada por el radar del Mars Mapping Orbiter.
El presidente daba vueltas frente a la pantalla donde aparecía la Máquina de Deimos.
—¿Alguien tiene idea de lo que son estos globos y este tubo?
—No podemos ni empezar a analizarlo.
Otra vuelta.
—Bueno, ¿cuál es la recomendación de la OSTP? ¿Qué narices hacemos?
—Señor presidente, no tenemos ninguna recomendación.
Un silencio corto, atónito.
—No era lo que les había pedido —dijo el presidente, con tono de exasperación. —Yo les había pedido un consejo que nos permitiera actuar.
Lockwood carraspeó.
—Hay problemas que rebasan tanto nuestra experiencia, que son tan irresolubles, que sería una irresponsabilidad «recomendar» algo. Este es uno de ellos.
—Pero seguro que se les puede ocurrir algún plan para atacarlo… La bomba atómica, o lo que sea… ¿General Mickelson?
—Señor presidente, yo soy militar. Siento el impulso de luchar. He empezado defendiendo una solución militar, pero el doctor Lockwood me ha convencido de que cualquier movimiento agresivo sería peligroso. Hasta el mero hecho de hablar de agresión podría provocar un nuevo ataque. La Máquina de Deimos podría ser capaz de controlar de alguna manera nuestras comunicaciones.
—Eso no lo acepto.
—Esta máquina podría destruirnos en un santiamén. Somos un blanco fácil, impotente. Cualquier respuesta militar tardaría varios años en ser planificada y puesta en práctica, y sería evidente, aunque se llevara en el más estricto secreto. Tarde o temprano tendríamos que lanzar algo al espacio, y tardaría nueve meses en llegar a Marte. No podemos imaginarnos que la máquina se quede donde está, esperando el golpe.
El presidente miró al director de la NASA.
—¿Nueve meses? ¿Es verdad?
—Como mínimo. Y la próxima oportunidad para lanzar algo importante a Marte no se presentará hasta dentro de casi dos años.
—Madre de Dios bendito.
—Lo único que podemos hacer —dijo Mickelson— es reunir más información sobre el artefacto de manera prudente y no agresiva.
—No tenemos tiempo —repuso el presidente—. Me han dicho que podría volver a disparar dentro de tres días. ¡Es como la espada de Damocles colgando sobre nuestras cabezas!
Mickelson mostró las palmas de las manos.
El presidente dijo una palabrota en voz alta. Su flema había desaparecido.
—¿Alguien más tiene una idea brillante?
Ford se levantó.
—¿Usted quién es?
—Wyman Ford, ex agente de la CIA. Me enviaron en misión secreta a Camboya para investigar el cráter de impacto, o mejor dicho, el agujero de salida.
—Ah, ya. Es usted el que voló la mina.
—Señor presidente, el problema no es solo de Estados Unidos. Tiene que afrontarlo todo el mundo. Debemos dejar de lado nuestras diferencias. Necesitamos una movilización a gran escala de los recursos tecnológicos mundiales, y de los cerebros más brillantes; una presión en todos los frentes. Y para eso el mundo entero tiene que saber a qué nos enfrentamos. El mundo se tiene que enterar.
Se alzó inmediatamente un tumulto de protesta. El presidente impuso silencio con las manos.
—O sea, en su opinión la gente aún no tiene bastante pánico, ¿no? ¿No ha visto la televisión?
—Sí.
—Una pulsación electromagnética de gran potencia, resultado del impacto, está haciendo que fallen gran parte de las redes eléctricas e informáticas de todo el planeta. Estamos recibiendo noticias sobre atentados suicidas en Oriente Próximo, y de una masacre de cristianos en Indonesia. Aquí, en este mismo país, se reúne gente en las iglesias para esperar el Arrebatamiento. ¿Y usted quiere aumentar aún más el pánico?
—Sin pánico no se hará nada.
—Podríamos enfrentarnos a una guerra nuclear.
—Es un riesgo que debemos asumir.
—Pues yo no estoy dispuesto a correr este riesgo —dijo el presidente con voz tensa—. Hacerlo público ni se contempla.
—No solo se contempla —replicó Ford—, sino que pronto será una realidad. Y es necesario que todos los de esta sala estén preparados.
Y empezó a explicar qué había hecho con el disco duro original.
Fuller se levantó despacio de su asiento, mirando fijamente la pistola con la confusión y la sorpresa pintadas en la cara.
—¿Qué demonios…?
—Tranquilo —dijo Straw.
—No le va a pasar nada a nadie. Por favor, levántese con las manos en alto. Sin heroísmos.
El vigilante obedeció.
—Abbey, cógele el arma.
Esta intentó controlar las palpitaciones de su corazón. Aquello daba aún más miedo que estar en el barco durante la tormenta. Pasó una mano por detrás del guarda y sacó una pistola de una funda, por detrás de la cintura. Después le quitó una porra del cinturón, y algo que parecía un spray de autodefensa.
—¿Se puede saber qué estáis haciendo? —preguntó Fuller en voz baja.
—Lo siento mucho, pero pronto se aclarará todo. —Straw se quedó sentado, con la mano apoyada en la pistola.
—De momento, pórtate bien y haz lo que te pidamos. Es por el bien de todos. Somos buena gente, aunque no te lo creas.
El vigilante frunció el entrecejo y los miró uno por uno.
—¿Buena gente? Unos chalados, es lo que sois.
—Ahora haz el favor de abrir la puerta y presentarnos a la doctora Simic. A partir de este momento no repetiré mis palabras, Fuller, así que escucha atentamente y no pierdas el tiempo.
Abbey se había quedado de piedra. Nunca había visto a su padre de aquella manera, tan sereno, decidido… y amedrentador.
—Vale.
El vigilante se dio la vuelta, marcó un código en los botones de un panel y abrió la puerta. Entraron en un pasillo de bloques de hormigón que acababa debajo de la cúpula, en una especie de gran hangar. En medio había una antena parabólica gigante, sobre un andamio oxidado de vigas de hierro. El golpeteo de la lluvia y las ráfagas de viento llenaban el espacio con una especie de quejido sordo que sobrecogía, como si estuvieran en la barriga de algún gran animal.
Había una mujer en una silla con ruedas, frente a una serie de consolas, cuadrantes, botones y osciloscopios de aspecto anticuado. No se había fijado en ellos. Lo que hacía era practicar algún juego de ordenador en el iMac que tenía a un lado.
—¡Jordan! —exclamó, levantándose estupefacta. —¿Qué pasa? ¿Visitas?
Simic era una mujer delgada y de una sorprendente juventud, con una gran melena castaña, nada de maquillaje y ojos de un gris profundo. Llevaba vaqueros ceñidos, de color negro, y una camisa de algodón a cuadros que por alguna razón la hacía parecer una universitaria.
—Esto… Sarah, lleva una pistola —dijo Fuller.
—¿Una qué?
El padre de Abbey movió el revólver.
—Una pistola.
—Pero ¿qué narices es esto?
Simic se echó hacia atrás.
—No se ponga nerviosa —la tranquilizó Straw.
—¿Es la doctora Simic, la encargada de la estación?
—Sí, sí, soy yo —balbuceó ella.
—¿Sabe usar esta antena?
—Sí.
—Perdone por la intromisión, pero no hay más remedio. —Straw se volvió hacia Abbey.
—Explícale a la doctora Simic qué quieres que haga.
Simic observó a Abbey con una mirada penetrante en sus ojos grises.
—¿Se trata de algún tipo de broma?
—Lo decimos muy en serio —dijo Abbey.
—Necesitamos que reoriente la parabólica.
Simic respondió inmediatamente.
—De acuerdo.
—La apuntará hacia Deimos. La conoce, ¿no? Una de las lunas de Marte. Lo puede hacer, ¿verdad?
Simic cruzó los brazos, y la mirada de sorpresa fue dejando paso a la hostilidad.