Un meteorito caído en la costa de Maine, una mina en Camboya y una extraña radiación en el planeta Marte mantienen un inquietante vínculo entre sí.
En tres puntos distantes del planeta están sucediendo cosas extraordinarias. Todo parece indicar que las piedras preciosas halladas en una mina de Camboya son de origen extraterrestre. Al mismo tiempo, un meteorito ha impactado en las costas de Maine, y dos valientes mujeres reman en un bote dispuestas a examinar el cráter. Entretanto, el científico de la NASA que detectó una inexplicable emisión de rayos gamma en Marte ha aparecido decapitado, y alguien ha robado todos sus papeles. Sin duda, había algo oculto en el planeta rojo, y ahora se halla en el interior de un cráter y parece haber despertado. Comienza la cuenta atrás…
Douglas Preston
Impacto
ePUB v1.1
NitoStrad22.04.12
Autor: Douglas Preston
Título original:
Impact
Traductor: Jofre Homedes Beutnagel
Primera edición: marzo, 2011
Para Tony y Petra O 'Brien, Kiera, Liam y Brenna
Abril
El truco era entrar por la puerta lateral y subir la caja por la escalera trasera sin hacer ruido. La casa tenía doscientos años, y era muy difícil dar un solo paso sin que empezara a crujir y a quejarse. Abbey Straw cerró sigilosamente la puerta de atrás y fue hacia el rellano, cruzando de puntillas la moqueta del distribuidor. Oyó que su padre se movía en la cocina, en cuya radio escuchaba el partido de los Red Sox a bajo volumen.
Con la caja en los brazos, apoyó el pie con cuidado en el primer escalón, y después en los dos siguientes. El cuarto escalón se lo saltó, porque crujía como un alma en pena. Apoyó su peso en el quinto, el sexto, el séptimo… y, justo cuando se creía libre, el escalón detonó como un arma de fuego, como un disparo al que siguió un largo y agónico gemido.
Maldición.
—¿Qué llevas en la caja, Abbey?
Era su padre, que estaba de pie en la puerta de la cocina. Aún tenía puestas las botas de goma naranja y la camisa a cuadros con manchas de diésel y cebo de langostas; y en su ceño curtido se adivinaba una arruga de desconfianza.
—Un telescopio.
—¿Un telescopio? ¿Cuánto te ha costado?
—Me lo he comprado con mi propio dinero.
—Fantástico —dijo él, con su voz áspera en tensión—; si no quieres volver nunca a la universidad y seguir siendo camarera toda la vida, púlete la paga en telescopios.
—Quizá quiera ser astrónoma.
—¿Sabes cuánto me he gastado en tus estudios universitarios?
Abbey se volvió y siguió subiendo por la escalera.
—Solo sacas el tema cinco veces al día.
—¿Cuándo piensas sentar la cabeza?
Abbey dio un portazo y permaneció en pie en su pequeño dormitorio, respirando con dificultad. Después apartó con una mano los peluches de la colcha y puso la caja encima de la cama. Se dejó caer al lado. ¿Por qué la habrían adoptado unos blancos de Maine, el estado más blanco de toda la Unión, y en un pueblo donde todos eran blancos? ¿No había un gestor negro de fondos especulativos en alguna parte, con ganas de tener hijos? «¿Y tú de dónde eres?», le preguntaban, como si hubiera llegado hacía poco de Harlem… o de Kenia.
Se dio la vuelta en la cama y contempló la caja. Luego sacó el móvil y marcó un número.
—¿Jackie? —susurró.
—Quedamos a las nueve en el muelle. Tengo una sorpresa para ti.
Un cuarto de hora más tarde entreabrió la puerta de su habitación y se quedó a la escucha, con el telescopio en los brazos. Su padre estaba en la cocina, fregando los platos que en principio debería haber fregado ella por la mañana. Seguía escuchando el partido, a mayor volumen, con la odiosa voz de Dave Goucher berreando a través de la radio barata. A juzgar por las palabrotas que soltaba de vez en cuando el padre de Abbey, debían de jugar los Sox contra los Yankees. Mejor, así estaría distraído. Abbey bajó en silencio la escalera, pisando con cautela para no hacer crujir las planchas de pino viejo, cruzó la puerta abierta de la cocina y en cuestión de segundos ya estaba en la calle.
Con el trípode en equilibrio sobre un hombro se encaminó rápidamente al muelle, pasando al lado del restaurante Anchor Inn. El puerto era una balsa de aceite, una gran lámina de agua negra que llegaba hasta la silueta borrosa de Louds Island, con barcos que, alineados por la marea, parecían fantasmas blancos.
En la boca del estrecho puerto, donde empezaba el canal, la boya parpadeaba: plop, plop, plop… En lo alto, el cielo era un torbellino de fosforescencias.
Cruzó el aparcamiento en diagonal, hacia el muelle, pasando junto a la cooperativa langostera. En la humedad nocturna flotaba un fuerte olor a cebo de langostas y algas procedente de la punta del embarcadero, donde se apilaban viejas trampas. El bar de langostas aún no estaba abierto para la temporada de verano y, en el exterior, las mesas seguían plegadas y encadenadas a la barandilla. Vio las luces del pueblo en la ladera, y el campanario de la iglesia metodista, erguido y negro contra la Vía Láctea.
—¡Eh! —Jackie salió de la oscuridad, en la que destacaba la luz roja de un porro que subía y bajaba.
—¿Qué es eso?
—Un telescopio.
Abbey cogió el porro y lo chupó con fuerza, haciendo crepitar las semillas. Exhaló y se lo devolvió a Jackie.
—¿Un telescopio? —preguntó esta.
—¿Para qué?
—¿Qué se puede hacer aquí, aparte de mirar las estrellas?
La chica gruñó.
—¿Cuánto te ha costado?
—Setecientos pavos. Me lo he comprado en eBay. Es un Celestron Cassegrain de ciento cincuenta milímetros, con buscador automático, cámara y todo.
Un suave silbido.
—Deben de darte buenas propinas en el Landing.
—Están encantados conmigo. Ni haciendo mamadas me darían más propinas.
A Jackie se le escapó la risa, acompañada de humo y tos. Le pasó el porro a Abbey, que le dio otra larga calada.
—Randy está a punto de salir de la cárcel —dijo Jackie en voz baja.
—¡No me digas! Por mí como si se sienta en una boya de langostas y da cinco vueltas.
Jackie se aguantó la risa.
—Qué noche —dijo Abbey, contemplando el inmenso cuenco de estrellas.
—Vamos a hacer unas fotos.
—¿A oscuras?
Miró a Jackie, por si lo decía en broma, pero no vio el menor indicio de ironía en su sonrisa. Sintió una oleada de cariño hacia su simple y entrañable amiga.
—Aunque no te lo creas —dijo Abbey—, los telescopios funcionan mejor a oscuras.
—Claro, claro; qué tontería he dicho. —Jackie se dio un golpe en la cabeza. —¿Hola?
Fueron al final del embarcadero. Abbey montó el trípode y se aseguró de haberlo afianzado bien sobre las planchas de madera. Cerca del horizonte vio a Orión. Dirigió el objetivo hacia aquel punto, y tecleó una ubicación preseleccionada en el buscador informático del telescopio. Con un zumbido de engranajes de corona, el aparato giró hacia una mancha en la base de la espada de Orión.
—¿Qué vamos a mirar?
—La galaxia de Andrómeda.
Abbey echó un vistazo por el ocular, donde apareció la galaxia como un remolino luminoso de quinientos mil millones de estrellas. Al pensar en aquella inmensidad, y en su propia pequeñez como persona, sintió que se le formaba un nudo en la garganta.
—Déjame mirar —dijo Jackie, echando hacia atrás su pelo largo y rebelde.
Abbey se apartó para ofrecerle en silencio el ocular. Jackie acercó un ojo.
—¿Está muy lejos?
—A dos millones doscientos cincuenta mil años luz.
Miró un rato sin decir nada. Después se levantó.
—¿Tú crees que allí hay vida?
—Pues claro.
Abbey ajustó el telescopio para disminuir el aumento y ampliar el campo visual hasta que se viera casi toda la espada de Orión. Andrómeda se había reducido a una bola de pelusilla. Al apretar el botón de la punta del cable oyó el suave clic con que se abría el obturador. Serían veinte minutos de exposición.
Una ligera brisa procedente del mar sacudió las jarcias de un barco de pesca. Todas las embarcaciones del puerto cabecearon a la vez. Pese a la calma chicha, parecía el soplo inicial de una tormenta. Del agua surgió el canto de un somormujo invisible, al que respondió otro en la distancia.
—A por el siguiente peta.
Jackie empezó a liar otro porro, le pasó la lengua y se lo metió en la boca. Se oyó un clic, y la llama de un mechero iluminó su cara: piel llena de pecas, ojos verdes de irlandesa y pelo negro.
Abbey vio el estallido luminoso antes que la cosa en sí. Procedía de detrás de la iglesia, y sumió instantáneamente el puerto en una luz diurna. Primero cruzó el cielo en el más absoluto silencio, como un fantasma. Después fue una explosión sonora enorme la que sacudió el embarcadero, seguida por un rugido de lo más estrepitoso que acompañó la trayectoria de aquella cosa sobre el mar, a una velocidad increíble. La cosa desapareció detrás de Louds Island, con un fogonazo final al que siguió un cañonazo de truenos que se alejaron por el mar, y a continuación se hizo el silencio.
En lo alto del pueblo, a sus espaldas, empezaron a ladrar histéricamente varios perros.
—¿Qué coño ha sido eso? —preguntó Jackie.
Abbey vio salir de sus casas a los habitantes de todo el pueblo, que se reunieron en las calles.
—Esconde la maría —susurró.
La carretera de arriba, la de la ladera, se estaba llenando de personas que hablaban deprisa y en voz alta, presas del nerviosismo y la inquietud, y que empezaron a bajar hacia el muelle en medio de un parpadeo de linternas, entre brazos que señalaban al cielo. Era lo más gordo que pasaba en Round Pond, Maine, desde la bala de cañón que había agujereado el tejado de la iglesia congregacionalista durante la guerra de 1812.
De pronto, Abbey se acordó del telescopio. El obturador estaba abierto, y seguía fotografiando. Su mano temblorosa buscó el botón y lo apagó. Al cabo de un momento, la imagen apareció en la pequeña pantalla LCD del telescopio.
—Dios mío…
La cosa había cruzado la imagen por el centro, como un tajo blanco y brillante entre estrellas dispersas.
—Te ha estropeado la foto —dijo Jackie al mirar por encima del hombro de su amiga.
—¿Lo dices en serio? Pero ¡si es la foto!
A la mañana siguiente, Abbey cruzó la puerta del Cupboard Café con un fajo de periódicos bajo el brazo. El acogedor restaurante, una especie de cabaña hecha de troncos, con cortinas a cuadros y mesas de mármol, estaba casi vacío, pero encontró a Jackie en el rincón de siempre, tomándose un café. La húmeda niebla matutina se agolpaba contra los cristales.
Se acercó rápidamente y estampó sobre la mesa el
New York Times,
dejando a la vista el artículo de la mitad inferior de la portada.
UN METEORO ILUMINA LA COSTA DE MAINE
Portland, Maine. A las 21.44 de esta noche ha cruzado el cielo de Maine un meteoro de grandes dimensiones, creando uno de los espectáculos meteóricos más luminosos de las últimas décadas en Nueva Inglaterra. Desde Boston hasta Nueva Escocia se han recibido testimonios directos sobre una bola de fuego espectacular. Los habitantes de la costa central de Maine han oído explosiones sonoras.
Según los datos de Orono, el sistema de seguimiento de meteoros de la Universidad de Maine, el meteoro era varias veces más luminoso que la luna llena, y podía pesar hasta cincuenta toneladas en el momento de alcanzar la atmósfera terrestre. El rastro único del que hablan los testigos parece indicar que era del tipo hierro-níquel, ya que estos son los que menos posibilidades tienen de disgregarse durante su trayectoria, en contraste con los del tipo piedra-hierro o condrítico, más habituales. Según los cálculos de los científicos que se han ocupado de su seguimiento, se desplazaba a una velocidad de cuarenta y ocho kilómetros por segundo, casi doscientos mil por hora, treinta veces superior a la de una bala de escopeta normal.
El doctor Stephen Chickering, profesor de geología planetaria de la Universidad de Boston, ha declarado: «No es una bola de fuego cualquiera. Es el meteoro más luminoso y más grande que se ha visto en la costa Este desde hace varias décadas. Su trayectoria lo ha llevado hacia el mar, en el que se ha hundido».
Chickering explica que su viaje por la atmósfera ha debido de vaporizar la mayor parte de su masa, y que es probable que el objeto final que haya colisionado con el mar pesara menos de cincuenta kilos.