Jackie se le echó encima, aullando como un alma en pena, mientras Abbey cogía a su vez una piedra y se lanzaba contra el asesino. Pero era un hombre fuerte y rápido, y tras quitarse a Jackie de encima se reincorporó, dio media vuelta y apuntó con la pistola hacia ella. Justo cuando levantaba la mano para disparar, Abbey le estrelló la piedra en plena nuca, haciéndolo caer de rodillas. Pero él rugió algo ininteligible y se irguió una vez más sin soltar la pistola, apuntando a Jackie, que buscaba otra piedra.
—¡Jackie!
Abbey se abalanzó hacia ella y le tiró del brazo justo cuando volvía a dispararse la pistola. La bala hizo saltar esquirlas de roca, que alcanzaron a las dos amigas. El asesino, que seguía de rodillas, con el rostro ensangrentado, empezó a apuntar más cuidadosamente con las dos manos.
—¡Os mataré! —rugió, estabilizando sus brazos inseguros.
—¡Deprisa, al bote!
Corrieron hacia la barca por la playa de guijarros, mientras la pistola, que tronaba a sus espaldas, dejaba un surco frente a ellas, en la playa. Abbey cogió el cabo y arrastró el bote por las piedras, mientras Jackie lo empujaba por detrás. Lo llevaron hasta el agua y saltaron a bordo. Abbey cogió los remos y los encajó de un golpe en los escálamos.
En la playa apareció la silueta del asesino, que se tambaleaba como un borracho mientras les apuntaba con la pistola. Un puntito rojo empezó a dar saltos en torno a Jackie y Abbey.
—¡Abajo!
La estampida del arma se alejó por el agua. Saltaron astillas de madera, arrancadas de la borda.
Otra bala agujereó el agua cerca de ellas, salpicándolas. Abbey estiraba los remos con todas sus fuerzas, impulsando el bote por un mar en calma. Al pasar frente a la extraña luna, las nubes provocaron un súbito oscurecimiento. La corriente, que fluía impetuosa en torno a la isla, fue provechosa para Abbey y Jackie, a quienes llevó hasta la cala donde habían anclado el barco. Llegaron más disparos de la playa, redondas explosiones de arma de fuego que retumbaban como truenos sobre la superficie del mar. Tanto a un lado como al otro saltaban gotas de agua, y hubo una bala que se llevó un trozo de popa. Aun así, Abbey seguía remando. Jackie se acurrucó al fondo de la barca, tapándose la cabeza y diciendo palabrotas en voz alta a cada disparo.
El
Marea II
estaba a unos cien metros de la costa. La marea alta empujaba a las dos amigas hacia el barco. Llegaron volando sobre el agua dos disparos más, cada uno de los cuales dio en un lado del bote.
Abbey vio que el asesino corría por la playa, alejándose de ellas lo menos que podía, y se tendía boca abajo en las rocas de enfrente del barco anclado, con la culata apoyada por delante. Parecía recuperado de los golpes en la cabeza. Abbey acostó al
Marea II
por estribor, usándolo como protección para no estar a tiro. Subió a bordo y echó un brazo hacia atrás para coger a Jackie, y en ese instante oyó una serie de disparos bien calibrados, que reventaron una de las ventanas del
Marea II.
—¡Le está disparando al barco! —chilló Jackie, cayéndose otra vez al bote.
Abbey la asió por el cuello de la camisa y la levantó por la borda. La segunda ventana reventada llenó la cubierta de trozos de cristal.
—¡No te levantes! —Abbey se arrastró hasta la cabina del piloto, sacó un cuchillo de la caja de herramientas y lo puso en las manos de Jackie.
—Prepárate para correr hacia delante y para cortar el cabo del ancla; pero ahora no, cuando te dé la orden.
¡Clang! Una bala penetró en el pico de proa.
Abbey encendió el interruptor de la batería y, manteniéndose agachada, levantó una mano y giró la llave del tablero de instrumentos. El motor se despertó con un rugido. ¡Menos mal!
¡Clang! ¡Clang!
Aceleró, haciendo que el barco forzase el cabo del ancla. Por un momento pensó que no funcionaría, pero al empujar la palanca notó que el ancla se soltaba. El barco salió disparado hacia delante, arrastrando el ancla por el fondo. Si conseguía llegar a aguas profundas, ya tendrían tiempo de ocuparse del ancla.
El barco, sin embargo, solo logró avanzar cien metros más antes de que el ancla se enganchase a una roca, y el barco giró por la popa con gran trabajo del motor. Seguían estando a tiro. ¡Clang! ¡Clang!, sonaban los disparos, que agujerearon dos veces la parte superior del casco.
—¡Ahora! ¡Corta el ancla!
Jackie corrió hacia delante, agachada, y la cabina le sirvió de parapeto al gatear hasta la popa y cortar el cabo. El barco dio un salto hacia delante. Abbey clavó la palanca en la consola, con la vista pegada a la carta digital, intentando mantener la embarcación en los estrechos canales que separaban las islas. Poco después ya no estaban a tiro. Tardaron pocos minutos más en superar la punta de Little Green, rodearla y poner rumbo a mar abierto por los sinuosos canales.
Abbey redujo la velocidad y se dejó caer sobre el timón, presa de un mareo repentino.
—Ay, Dios mío —exclamó Jackie, aguantándose la cabeza. —Ay, Dios mío.
La cara le sangraba a causa de los trozos de cristal.
—Ven.
Abbey le limpió la sangre con una toallita de papel.
—Tranquilízate. Estás hiperventilando.
Jackie hizo un gran esfuerzo por controlar la respiración y los latidos del corazón.
—Caramba, Jackie, vaya chillido soltaste hace un rato. Nunca volveré a llamarte cobarde.
Los temblores de la chica empezaron a remitir.
—Estaba como loca —dijo—. No es cosa de broma.
Abbey se limpió la sangre de la cara y, sujetando el timón con las dos manos, recuperó el equilibrio. Luego centró su atención en la carta digital, pensando en la mejor manera de llegar a puerto.
—Vámonos directamente a Owls Head —propuso—. Salgamos pitando y llamemos a la poli.
—A la poli puedes llamarla ahora mismo —dijo Jackie, encendiendo la VHF.
Esperaron a que se calentase. El barco viró hacia el norte por el canal, y tras rodear una isla protegida salió a mar abierto por el extremo sur de la bahía de Penobscot. El barco se vio zarandeado por olas de gran fuerza. A Abbey le sorprendió que llegase tan mala mar por el este, como si fuera un oleaje de los que precedían a las grandes tormentas. Estaba oscuro. Al mirar hacia arriba, se dio cuenta de que la luna llevaba un buen rato tapada. El viento aumentaba por momentos, y en el horizonte del mar parpadeaban relámpagos.
Levantó el micro y, tras sintonizar el canal dieciséis, pulsó el botón de transmisión e hizo una llamada de emergencia a la guardia costera.
Desde su puesto de tiro detrás de una gran roca, Harry Burr vio desaparecer el barco entre las islas. Se metió la pistola en el cinturón y se apoyó en la roca sintiendo mucho dolor de cabeza. Se dio cuenta de que aún le corría sangre por la oreja y el cuero cabelludo. Al palparse un bulto cada vez más pronunciado en un lado de la cabeza, se dejó llevar por una rabia incontrolable, tan intensa que encendía estrellas en su campo visual. Se lo habían jodido todo dos malas putas, y después de golpearle en la cabeza le habían arrebatado el bote. Lo habían visto, y podían identificarlo. Las estrellas se acumularon, y Burr sintió la presión casi física de la ira tras la frente, un zumbido como el de una nube de abejas que intentaran escapar.
O él, o ellas. O les daba alcance y las mataba, o sería su ruina. Así de sencillo. Si llegaban a la costa, el desastre estaba servido.
Hizo saltar el cargador vacío de su arma y, después de recargarlo con balas sueltas que llevaba en el bolsillo, lo encajó con un chasquido. Le quedaba poquísimo tiempo, pero no todo estaba perdido. Aún tenía el otro bote, y un barco de mayor potencia, amén de un as en la manga: el padre.
Ignorando las palpitaciones de su cabeza, corrió por la playa hasta meterse en el bosque. Sacó el bote de entre los arbustos, recuperó los remos escondidos, los arrojó a la barca y la arrastró por la playa. Una vez a bordo, remó hasta donde había anclado el
Halcyon.
No era un barco rápido, pero supuso que lo sería más que el
Marea II,
que a fin de cuentas era un simple pesquero, no un yate.
Al remar a favor de la corriente, advirtió cuánto había oscurecido, y cuánto viento se había levantado. Se estaban formando crestas blancas incluso en las aguas resguardadas de las islas, y se oía gemir el viento entre las píceas. Oyó retumbar el oleaje a un par de kilómetros, en las islas de barlovento.
Tras cruzar el canal, rodeó el extremo de la isla adyacente y vio aparecer el
Halcyon.
Reconoció la oscura silueta del pescador, con las dos manos esposadas a la baranda de popa.
Chocó con la borda, subió y amarró el bote.
—Espabílate, Straw. Tenemos trabajo.
—Como toques a mi hija, te mato —dijo Straw en voz baja—. Te encontraré y…
—Que sí, que sí.
Burr fue derecho a la radio VHF y puso el canal dieciséis. Lo primero era evitar que la chica llamase a la guardia costera.
En cuanto Abbey acabó la llamada de identificación y quitó el dedo del botón de transmisión, se oyó inmediatamente una voz ronca.
—¿Abbey? ¡Ya te tengo!
Era la del asesino. Seguramente había vuelto a su barco, y tenía vigilado el canal de emergencia.
—La has cagado, so cabrón —empezó a decir ella.
—Ay, ay, ay… No uses palabras malsonantes en una frecuencia oficial del gobierno, en la que te puede oír tu padre.
—¿Mi… qué?
—Tu padre. Está aquí, en el barco. Nos lo estamos pasando en grande.
Abbey se quedó un momento sin palabras. El viento sacudía la cabina de control, y una lluvia súbita azotó las ventanas. Un relámpago surcó el cielo, seguido por el restallar de un trueno.
—Repito: tu padre, el señor George Straw, está aquí conmigo, en el barco —dijo tranquilamente el asesino—. Pásate al canal setenta y dos, y así charlamos.
Abbey sabía que el canal setenta y dos era una desconocida frecuencia no comercial, que nadie usaba.
Antes de que pudiera responder, la radio chisporroteó.
—Aquí el cuartel de Rockland de la guardia costera…
Abbey cortó al operador y marcó 72.
—Eso está mucho mejor —dijo la voz.
—¿Quieres saludar a tu papi?
De pronto Abbey se encontró mal físicamente. Aquello no podía ser verdad. Oyó un ruido ahogado, una palabrota y el ruido de un golpe.
—Que hables con ella.
Otro golpe.
—¡Para! —berreó Abbey.
—Abbey —dijo la voz distorsionada de su padre—, no te acerques. Vete volando al puerto y ve directamente a la policía…
Otro golpe fuerte, y un gruñido.
—¡Que pares, pedazo de cabrón!
Se oyó otra vez la voz del asesino.
—Vuelve al dieciséis y dile a la guardia costera que no pasa nada. Si no, tu padre es comida para peces.
Con un sollozo Abbey volvió a marcar el canal dieciséis, y explicó a la guardia costera que se trataba de una falsa alarma. El operador empezó a aconsejarle que pusiera inmediatamente rumbo a puerto, por la tormenta. Abbey acabó la transmisión y volvió a sintonizar el canal setenta y dos. Miró a Jackie, pero lo único que hacía su amiga era mirarla a ella, horrorizada. Una ola grande zarandeó el barco, que guiñó al sufrir el timón un giro brusco.
De pronto Jackie se aferró al timón y accionó un poco la palanca. El barco guiñó nuevamente en sentido contrario, y recibió de refilón la siguiente ola en la aleta de estribor.
—Ya piloto yo. Tú ocúpate de él.
Abbey asintió, aturdida. El viento, que aumentaba por segundos, convertía la superficie ondulada del mar en un panal de espuma.
En el canal setenta y dos, el asesino emitió una risa grave y dijo:
—¿Hola? ¿Hay alguien en casa?
—Por favor, no le haga daño a…
Otro golpe, y un gemido.
—¿Cuál es vuestra posición?
—La bahía de Penobscot.
—Escúchame con atención. El plan es el siguiente: tú me das tus coordenadas GPS, y yo voy hasta allí y te devuelvo a tu padre.
—¿Qué quiere?
—Solo la promesa de que te olvidarás de todo esto, ¿de acuerdo?
—¡Abbey! —Un grito débil.
—No lo escuches…
Otro golpe.
—¡No, por favor! ¡No le haga daño!
—Abbey —dijo la voz tranquila del asesino—, ten en cuenta que estamos en un canal abierto, ¿me explico? Voy para allá. Si sigues mis instrucciones no habrá ningún problema.
—Le he entendido.
—Muy bien; y ahora dame tus coordenadas GPS.
Jackie se acercó, cogió el micro y apagó el botón de transmisión, para que no las oyese nadie.
—Abbey, sabes que es mentira. Nos va a matar.
—Sí, ya lo sé —dijo ella ferozmente.
—Tú déjame pensar.
El oleaje no había dejado de crecer mientras hablaban. Cada nueva ola zarandeaba de un lado al otro el
Marea II,
cuyo motor giraba laboriosamente.
—¿Abbey? ¿Estás ahí?
Abbey volvió a coger el micro.
—¡Me lo estoy pensando! —Se volvió hacia Jackie.
—¿Qué hacemos?
—Pues… no lo sé.
—¿Hola? ¿Hace falta que le pegue otra paliza a tu papi, para que te lo acabes de pensar?
—Estoy justo al suroeste de Devil's Limb —dijo Abbey.
—¿Devil's Limb? ¿Y qué carajo haces tan lejos?
—Íbamos hacia Rockland —contestó, pensando a mil por hora.
—¡Y una mierda! ¡Si estás tan lejos, dame las coordenadas!
Abbey tecleó en la carta digital, fijó un punto cercano a Devil's Limb y leyó al asesino las coordenadas falsas.
—Madre mía —dijo al cabo de un momento el asesino.
—Yo hasta allá no voy. Vuelve tú para aquí.
Abbey sollozó.
—¡No podemos! ¡Casi no nos queda gasolina!
—¡Zorra mentirosa! ¡O te vienes ahora mismo para aquí, o tu papá se va al agua, a pescar!
—No, por favor —gimió Abbey.
—Sus disparos han cortado una de las tuberías del combustible. ¡Casi no nos queda nada!
—¡No me lo creo!
—La hemos sellado justo ahora. ¡Es la verdad!
Paf.
—¿Lo has oído? ¡Por volver a mentir!
Abbey tragó saliva. Tenía que arriesgarse.
—¡Créaselo, por favor! —suplicó, controlando su voz. —¿Por qué piensa que estaba llamando a la guardia costera?
—Me da lo mismo. Con este tiempo no salgo a mar abierto ni loco.
El
Marea II
fue azotado por una ráfaga de viento, con su carga de lluvia que entró por las ventanas rotas. Otra ola empujó lateralmente el barco. Abbey tuvo que cogerse a los soportes del techo para no caerse.