A continuación se oyó la voz de Abbey, aguda y nerviosa.
—¿Hola?
—¿Abbey?
—¿Wyman? Joder, tío, no te lo vas a creer…
Ford se apresuró a interrumpirla.
—Abbey, estoy en la Sala de Crisis de la Casa Blanca, con el presidente. Te escuchamos todos por el altavoz.
—Ah… —Silencio.
—Disculpen la procacidad.
—¿Qué pasa?
—Hemos mandado un mensaje a Deimos usando la estación terrestre.
—¿Por qué?
—¡Ya lo sabes! Lo que intentaba la cosa extraterrestre con estos disparos era enviarnos un mensaje, decirnos algo. Es evidente que quería una respuesta, que intentaba solicitar una respuesta. Si no, ¿por qué no nos destruyó con el primer disparo? Fue el típico cañonazo sobre proa, para hablar en jerga marinera. —Hizo una pausa—. He pensado que más valía contestar, para que el siguiente disparo no acabara con todo.
—¿Cuál era el mensaje?
—Primero deja que me explique. Piénsalo un poco: un cañonazo sobre proa. ¿Por qué lo hacen los barcos? Para que otro barco pare, se rinda y les permita abordarlo, ¿no? Pues he supuesto que era lo que quería la cosa, y le he mandado el mensaje que quería oír.
Una pausa.
—¿Cuál? —preguntó Ford.
—Lo que digo: ¿qué haces con un cañonazo de esos? Rendirte. O sea, que he mandado este mensaje: «NOS RENDIMOS».
Un silencio largo, estupefacto.
—Ay, Dios mío —dijo el asesor de Seguridad Nacional. A Mickelson se le puso la cara lívida.
—¿Y la respuesta?
—La leo tal como está escrita. Era un poco confusa, «RENDIR ACEPTADO. ESPERAR QUE VENIMOS.»
—¿Se ha rendido? —tronó el presidente. —¿Se ha rendido de parte de los Estados Unidos de América?
—¿Quién grita tanto?
—Soy el presidente.
—Ah… Perdón. No, señor, no me entiende. ¡De rendirnos nada! ¡Caray, si es lo que hacían siempre en las batallas navales del pasado! Fingían rendirse, y luego destrozaban a la flota de abordaje cuando menos se lo esperaba. Lo que estamos haciendo es ganar tiempo, nada más. Si Dios no acaba de revocar la velocidad de la luz, la avanzadilla extraterrestre de Deimos tardará muchos años en comunicarse con su planeta de origen; y es la única manera de que vengan. Pasarán veinte o treinta años, o siglos, antes de que lleguen, dependiendo de a cuántos años luz estén, los muy puercos. El mensaje nos ha dejado tiempo para prepararnos, armarnos y prevenir la invasión.
—¿Ha dicho «invasión»? —preguntó Mickelson.
—Sí, eso, «invasión».
Un silencio ensordecedor.
—¡No se habrán creído que nos rendiríamos de verdad! —dijo Abbey.
—Y un cuerno. Vamos a pelear.
Se había puesto el sol; el mar estaba en calma, y el cielo pintado de estrellas, como con aerógrafo. En la punta del embarcadero de Round Pond, Abbey miraba el puerto oscuro, con sus barcos blancos de pesca dispuestos todos en la misma dirección por la marea, como si algún ser invisible los hubiera colocado con cuidado. Una ligera brisa rizaba el agua, y hacía chocar las jarcias de un velero grande con el mástil, un ritmo metálico cuyo eco se alejaba por el mar como un reloj marcando el tiempo. A su lado estaba Wyman Ford.
—Aquí es donde tenía puesta mi cámara —le explicó ella— cuando pasó por encima aquella cosa.
Ford asintió con los brazos cruzados, contemplando el mar.
—Empezó siendo una luz fuerte detrás de la iglesia, completamente silenciosa, y luego cruzó el cielo con una serie de impactos sonoros, hasta que desapareció por allá, detrás de Louds Island.
—Conque así empezó todo —dijo Ford.
—Es increíble lo que ha pasado desde entonces. —Separó los brazos y se volvió.
—He venido a verte porque queremos ofrecerte trabajo. Te necesitamos, con tu perspicacia y tu inteligencia, para lo que se avecina.
Abbey sintió que se ruborizaba.
—Gracias a ti —continuó Ford— tenemos tiempo para prepararnos. Tiempo para que seas aún más útil estudiando. Vuelve, sácate el título y te contrataremos.
—Ya me echaron de Princeton. ¿Ahora quién me va a dar una beca? No tengo un céntimo.
La mano de Ford entró en un bolsillo y reapareció con un sobre blanco.
—Princeton. Una beca completa.
—¿Cómo…?
—Algunas teclas bien tocadas.
Le tendió el sobre. Abbey vaciló.
—Cógelo. Necesitamos a toda la gente lista que podamos conseguir. Hay mucho trabajo que hacer.
Finalmente lo aceptó.
—Gracias.
Sonriendo, Ford le tendió otra cosa: una llave en una cadena. La sacudió.
—¿Qué es?
—Las llaves del
Marea III.
Abbey las cogió, sin habla por la emoción.
—Con todo lo ocurrido —dijo Ford—, parecía de justicia. Regalo del presidente. Esta vez es uno nuevo, un Stanley de once metros y medio amarrado en el puerto de Boothbay. Tendrás que ir y traerlo tú misma. Sorprende a tu padre.
—Gra… gracias.
Abbey sintió un nudo en la garganta.
—Ya has hundido dos barcos de tu padre. ¿Te ves capaz de mantener este a flote?
Asintió con la cabeza.
Ford se quedó callado, mirando el mar. Después volvió a hablar.
—El mundo ha cambiado. Es verdad que hay disturbios, atentados suicidas, renaceres religiosos demenciales… El mundo musulmán es un polvorín, pero parece que el resto del planeta entra en razón. China e India ya están por la labor, y suman sus mejores recursos a los nuestros, los de Rusia y los de Europa. Japoneses, israelíes y coreanos han estado fabulosos. Parece que tengamos a nuestro alcance una época de apertura y de cooperación, al menos en la mayor parte del mundo. Tú podrías formar parte de ella… Formarás parte de ella.
Abbey asintió.
—Bueno, tengo un pequeño dato clasificado. Clasificadísimo. ¿Quieres oírlo?
Abbey miró a Ford. Seguía contemplando el mar, o mejor dicho, las estrellas.
—¿Dónde está la trampa?
—La trampa es que cuesta guardar secretos, y que este hay que guardarlo. Entenderás por qué al oírlo.
—Ya sabes que sé guardar secretos.
—La semana pasada, uno de los satélites que giran alrededor de Deimos interceptó por casualidad una potente ráfaga de ruido de radio procedente del artefacto. Evidentemente era algún tipo de comunicación.
—¿Lo habéis descifrado?
—No, ni lo descifraremos nunca; parece muy encriptado. Lo importante no era el contenido del mensaje, sino adonde estaba dirigido.
—¿Adonde?
—Estaba dirigido a un remanente estelar de la constelación
Corona Australis,
la Corona Austral, que lleva el nombre de RXJ. Hace décadas que los astrónomos lo conocen. Es muy misterioso, una fuente de intensos rayos gamma rodeada por una enorme nube de polvo en expansión, lo único que queda de una supernova gigante que se originó hace unos doce millones de años.
—¿Qué tiene de tan misterioso?
—RXJ era el principal candidato a lo que los astrónomos llaman «estrella de quarks» o «estrella extraña».
—¿Estrella extraña?
—Exacto: una bola de materia extraña, el remanente central de la supernova. La supernova vaporizó cualquier sistema solar que pudiera haber existido en torno al sol original de RXJ. También esterilizó todas las proximidades estelares con un intenso flujo de rayos gamma. Podría tratarse de un fenómeno natural, pero también pudo haber sido… artificial.
A Abbey le dieron vértigo las implicaciones.
—¿Me estás diciendo que es imposible que haya vida en el lugar al que ha sido enviado el mensaje?
—Exacto, al menos en un radio de diez años luz. El artefacto ha enviado un mensaje a uno de los rincones más muertos e irradiados de la galaxia.
—Pero… ¿por qué? ¿Qué significa eso?
A pesar de la oscuridad, Abbey vio un brillo en los ojos de Ford, que a su vez la miraba fijamente. Él se limitó a esperar a que lo comprendiese, sin decir nada. Y de repente ella lo entendió, lo entendió todo.
—O sea, que el artefacto extraterrestre ha mandado un mensaje a su mundo de origen —dijo lentamente—, pero no recibirá nunca una respuesta.
Ford asintió.
—Fueran quienes fuesen, hace tiempo que no pueden contestar.
El autor agradece su valiosa ayuda a Lincoln Child, Eric Simonoff, Bob Gleason, Tom Doherty, Matthew Snyder, Bobby Rotenberg, Claudia Rülke, Jon Couch, Selene Preston e Isaac Preston.
[1]
En inglés, worthless significa «inútil».
[2]
La frase «Yo no sé nada. ¡Nada!» fue popularizada en los años sesenta por uno de los personajes de la serie de televisión
Hogan's Héroes,
el sargento Schultz.