Jackie siguió su mirada.
—No, no —dijo—. Ni se te ocurra.
—Tenemos que hacerlo —repuso Abbey—. Tenemos que intentarlo. La máquina extraterrestre está intentando llamar nuestra atención; quiere oír qué le decimos, y a saber qué hará si no oye nada.
Su padre se levantó.
—Pues vamos, nos llevamos el yate.
Una vez de pie, cruzaron el prado hasta la cala. El viento zarandeaba las copas de los árboles. Sobre la casa, erguida, adusta, caían ráfagas de lluvia. Fueron al final del embarcadero. Sobre el muelle flotante había un bote. Lo devolvieron al agua y subieron. El padre de Abbey empezó a remar con todo su peso. El bote se deslizó por las aguas picadas de la cala, y poco después llegaron a la plataforma de nado del yate. Straw saltó y sostuvo el bote mientras las ayudaba a subir. La cabina de mando no estaba cerrada con llave.
En el contacto no había llaves. Se pusieron a buscarlas. Jackie cogió una bolsa de lona y la dejó sobre la mesa de cartas. La bolsa escupió dinero, herramientas, una petaca de whisky y unas llaves.
—Mirad —dijo Jackie, sonriendo de oreja a oreja.
El padre de Abbey se puso al timón. Primero deslizó una mano por el panel del motor, accionando los interruptores. Después miró los niveles de combustible y de aceite, introdujo las llaves en los contactos y fue encendiendo los motores uno por uno.
Respondieron con un ruido sordo.
Abbey vio parpadear luces en el embarcadero. A cien metros había gente que corría por él, gritando y gesticulando. Al encenderse, las luces de cubierta iluminaron el puerto como si fuera de día. Se oyó un disparo.
—¡Levad anclas! —gritó Straw.
El yate era más largo y pesado que el
Marea II,
lo cual le daba una estabilidad considerablemente mayor. Rodearon el embarcadero con el padre de Abbey al timón, y el barco se internó en un mar encrespado. Llovía mucho, con relámpagos y truenos mezclados con el fragor del viento y el retumbar de las olas. La radio VHF se encendió con un chisporroteo. Una voz ininteligible, pero claramente furiosa, hizo crujir el altavoz. El padre de Abbey la apagó.
El barco cortó una ola y se zambulló en la siguiente depresión. Abbey tenía el corazón en un puño.
—Jackie, pon en marcha los instrumentos electrónicos —ordenó Straw, señalando la pared de pantallas negras.
—Voy a buscar armas por el barco —dijo Abbey.
—¿Armas? —preguntó Jackie.
—Pretendemos asaltar la estación terrestre —contestó Abbey. —Necesitaremos algún arma.
—¿Y si se lo explicamos, que es más fácil?
—Lo dudo.
Intentó abrir la puerta de la cabina, pero estaba cerrada con llave. Levantó un pie y le dio dos patadas. La puerta, muy fina, saltó. Abbey bajó a tientas por la escalera, aferrada a la baranda, y encendió las luces.
Tenía delante metros y más metros cuadrados de caoba y teca, una cocina de diseño llena de aparatitos y, tras ella, un comedor dominado en la pared del fondo por una tele enorme de pantalla plana, y la puerta de un camarote. Fue a la cocina y empezó a abrir cajones para sacar los cuchillos más largos. Después fue al camarote de proa. Estaba revestido de caoba, con moqueta mullida, luces empotradas, otro televisor de pantalla grande y un espejo en el techo. Tras registrar los cajones de la cómoda, que más que nada parecían llenos de juguetes y aparatos eróticos, pasó a la mesilla de noche.
Un revólver.
Vaciló, pero lo cogió.
El barco tembló por el impacto de una ola, que movió de su sitio varios objetos decorativos, tirando algunos al suelo. Con la siguiente explosión sorda se desprendió un aplique, que se quedó colgando de su cable. Abbey se aferró al poste de la cama, mientras el barco parecía subir eternamente. Daba muchísimo más miedo estar abajo, donde no se veía venir nada. Sin embargo, como el barco seguía subiendo, comprendió que era una ola grande, la mayor de todas.
Oyendo el rugido en sordina del agua a punto de romper, se preparó para lo peor. Fue como el estallido de una bomba: el barco recibió en su flanco un estremecedor embate que resonó aún más fuerte dentro de la habitación, llena de cristales rotos y de objetos volando. El suelo no dejaba de inclinarse, hasta que se abrieron los cajones de la cómoda, se cayeron los cuadros de las paredes, empezaron a resbalar objetos, y por un instante Abbey tuvo la impresión de que el barco estaba a punto de volcar. No obstante, al final la inclinación cesó, y el barco empezó a enderezarse con un crujido de tensión, mientras se deslizaba a una rapidez vertiginosa por la espalda de la ola. Tras un momento de silencio aterrador, volvió a subir, y subir, y subir… Otra explosión en sordina, seguida por el mismo y enervante movimiento giratorio. Se oyó una especie de reventón que reverberó por la sala. Era la pantalla del televisor, que al partirse llenó el suelo de trozos de cristal que rebotaban como piedras.
Abbey esperó la pausa del siguiente socavón para subir corriendo por la escalera y llegar a la cabina de mando. Su padre, con una mano en el timón, cogió la pistola e hizo saltar el tambor.
—Está cargada.
Lo cerró y se puso el arma al cinto.
—No irá… a usarla, ¿verdad? —preguntó Jackie.
—Espero que no.
Media hora más tarde, con un alivio enorme, Abbey empezó a divisar las luces de la estación terrestre, que parpadeaban a través de las ráfagas de lluvia. El yate, cuya superestructura seguía en estado de navegar a pesar de los desperfectos, surcó las aguas más tranquilas del fondeadero bien resguardado que prestaba servicio a Crow Island. Ante ellos ya se erguía la gran burbuja blanca, iluminada con focos que descollaba sobre un grupo de edificaciones construidas en la cima desolada y ventosa de la isla.
Abbey recordaba vagamente, de una antigua visita escolar, que dos técnicos con aspecto de cerebritos les habían dado una conferencia sobre la utilidad de la estación terrestre, y la vida que llevaban ellos en la isla mientras la mantenían en funcionamiento. Dentro de la enorme burbuja blanca había una inmensa antena parabólica motorizada que, según recordaba, se podía girar para orientarla hacia cualquier satélite de comunicaciones, e incluso se podía usar para comunicarse con naves espaciales. Sin embargo, su función primordial era encauzar llamadas telefónicas intercontinentales; al menos, eso era lo que ella recordaba.
Esperó que se pudiera orientar hacia Deimos, y que esta, en su órbita alrededor de Marte, no estuviese por detrás del planeta, aislada de cualquier contacto radiofónico con la Tierra.
El yate redujo su velocidad al entrar en el puerto, bien protegido por dos altos espigones de tierra rocosa que lo rodeaban como si lo abrazasen. Debajo de la estación terrestre había dos embarcaderos de hormigón viejos y agrietados que se adentraban en el agua. En el puerto había algunos barcos atracados, pero el muelle del ferry estaba vacío.
El padre de Abbey redujo la potencia del motor, llevó el yate hacia el atracadero del ferry y lo arrimó suavemente a la plataforma.
Abbey miró su reloj: las cuatro. Contempló la enorme cúpula.
—¿Qué, cuál es el mensaje? —preguntó Jackie.
—Lo estoy preparando.
¿Cómo podía entender, o vislumbrar, la función del arma extraterrestre —suponiendo que fuera un arma— y sus objetivos?
—Si es un arma, ¿por qué aún no ha destruido la Tierra? —quiso saber Jackie.
—Puede que sea difícil encontrar planetas habitables como la Tierra. O que en vez de destruir la especie humana, lo que pretenda sea usarnos para alguna otra cosa; advertirnos, dar un poco de caña, intimidarnos con su poder y esclavizarnos.
—¿Esclavizarnos?
—¿Quién sabe? Tal vez su psicología sea tan inalcanzable que nunca podremos tener la esperanza de entenderla.
El yate sufrió una sacudida al chocar con la plataforma, con los motores en marcha atrás.
—Amarrad —ordenó lacónicamente el padre de Abbey.
Ella y Jackie bajaron de un salto y aseguraron el barco. Se quedaron los tres en el embarcadero, en plena tormenta, bajo el chaparrón. Abbey estaba tan mojada, y tenía tanto frío, que apenas lo notaba. Al mirar a su padre y a Jackie se dio cuenta de que ambos estaban hechos unos zorros, con la cara manchada de aceite de motor y la ropa impregnada de olor a diésel.
Mirando la cúpula, empezó a sentir pánico. ¿Qué diría? ¿Qué podía decir para salvar la Tierra? De pronto su plan le parecía mal pensado, por no decir idiota. ¿Qué se creía, que podía convencer a la máquina extraterrestre de que no destruyese la Tierra? Para colmo, era posible que la máquina ni siquiera supiese descifrar el inglés, aunque Abbey tenía la convicción de que un artefacto tan avanzado debía ser capaz de escuchar las comunicaciones y de traducir e interpretar lo que captaba.
En fin, valía la pena intentarlo, siempre que se le ocurriese qué decir…
Su padre se metió la pistola en el cinto.
—Seguidme, no perdáis la calma… y sed amables.
Fueron hacia el principio del embarcadero, encogidos a causa de la tormenta, y por la carretera de asfalto que llevaba al complejo de edificios de la cumbre de la isla. El viento aullaba, el cielo relampagueaba, y los truenos se mezclaban con el choque de las olas en la playa, creando un rugido sonoro sin principio ni final.
A medida que la carretera ascendía por la isla, la estación terrestre se dibujó en su integridad, sobre la zona de mayor altura: una gran cúpula geodésica sobre un grupo de edificaciones gris de bloques de hormigón, con un repetidor de radio y un cúmulo de antenas de microondas. Lejos de ser un prodigio de alta tecnología, la estación terrestre tenía un aire triste y descuidado, y producía una sensación de desuso y abandono. La cúpula tenía manchas de humedad, las casas eran cutres, y la carretera estaba llena de baches y hierbajos. Los edificios, originalmente encalados, habían sufrido tantas tormentas que en buena parte se veía el hormigón. Había un barracón prefabricado de grandes dimensiones, abierto por un lado, con material oxidado, vigas apiladas y montañas de arena y madera grisácea. Debajo de la estación, al resguardo de una hondonada, se agrupaban varias casas y algo que parecía un pabellón de recreo. Rodeaban las casas píceas dispersas —los únicos árboles de la isla—, que, descarnadas y retorcidas, aún adornaban menos de lo que protegían. El resto de la isla era un erial cubierto de hierba, matojos y protuberancias de granito pulido por los glaciares.
Al llegar a una bifurcación tomaron la carretera que llevaba a la estación terrestre. En una puerta de metal oxidado, con marco de hormigón, ponía TRADA —la primera parte la había borrado la intemperie—, bajo la cruda luz de un fluorescente cuyo turbio resplandor bañaba el paisaje tristón de la isla. Abbey levantó la mano y empujó el tirador. Cerrado. Llamó al timbre, un botón en una placa oxidada. Nada.
Lo apretó con más fuerza, pero no oyó ningún sonido al otro lado. Finalmente se decidió a llamar con la mano. Entonces salió un crujido de estática de una rejilla oxidada, junto a la puerta, y se oyó una voz metálica.
—¿Qué pasa, Mike, has vuelto a olvidar la llave?
Abbey habló por la rejilla.
—No soy Mike. Hemos hecho un desembarco de emergencia en su puerto, y necesitamos ayuda.
—¿Qué? ¿Quién es?
—¡HEMOS NAUFRAGADO! —berreó Jackie por la rejilla, marcando bien las sílabas.
—¡Joder!
La puerta se abrió enseguida. Detrás había un hombre medio calvo y cadavérico, de unos cincuenta años, con una coleta larga y fina que recogía la triste franja de pelo de alrededor de la calva.
—¡Madre mía! ¿Naufragado? ¡Pasad, pasad!
Entraron uno tras otro en un anexo mal ventilado, cuyo calor les supo a gloria. En un rincón había una tele antigua, con la pantalla llena de nieve muda. La mesa conservaba los restos de un tentempié nocturno: envoltorios de chocolatinas, varias latas de Coca-Cola y una taza grande de café, además de varios libros muy gastados:
La tierra baldía,
de Eliot,
En el camino,
de Kerouac, y
Finnegans Wake,
de Joyce.
—¿Os encontráis bien? —preguntó (o más bien farfulló) el guarda, mientras los miraba fijamente. —¿Se os ha hundido el barco? ¡Sentaos, sentaos! ¿Os traigo café?
—Ahora ya estamos bien —contestó el padre de Abbey, tendiéndole la mano. —Me llamo Straw. Tenemos el barco en el puerto.
—Un café no nos iría mal —dijo en voz alta Jackie.
—De acuerdo, ahora lo traigo.
Se sentaron en torno a la mesa metálica. El hombre se afanó en coger la cafetera de la placa donde se estaba calentando; sirvió el café y llevó a la mesa las tazas humeantes, con jarritas de nata y azúcar. Abbey, agradecida, se echó cantidades ingentes de ambas cosas, removió el café y se lo bebió.
—¿Qué porras hacíais afuera con esta tormenta? —preguntó el hombre.
—Sería largo de contar —respondió el padre de Abbey, removiendo el café.
—¿Queréis que llame a la guardia costera?
—No, ahora ya estamos a salvo. No llames, por favor. De todos modos, no vendrían hasta que hubiera pasado la tormenta.
—De todas las tormentas del noroeste que he visto por aquí —dijo el individuo—, esta es una de las más gordas, sobre todo para ser verano. Menuda suerte tenéis de estar vivos.
—¿Quién más hay en la isla? —preguntó el padre de Abbey, como quien no quiere la cosa.
—Yo y tres más: dos técnicos y un especialista en comunicaciones. Vivimos en las casas de abajo.
—¿Con vuestras familias?
—No, aquí no hay familias. Venimos por turnos: tres meses aquí y tres meses fuera. Yo voy por el cuarto año. Pagan muy bien, y puedes aprovechar para desconectar del mundo. Leer, pensar… Por cierto, me llamo Fuller, Jordan Fuller.
Tendió una mano larguirucha. Ellos tres se fueron presentando.
El padre de Abbey bebía despacio su café. Llovía con fuerza contra las ventanas. Aunque estuvieran en la cima de la isla, Abbey oía retumbar sordamente el oleaje en las rocas de abajo.
—¿O sea, que esta noche estás tú solo en la estación? —preguntó su padre, removiendo el café.
—No, dentro hay un técnico. Yo solo estoy de vigilancia, como si dijéramos. Ahora en la estación está la doctora Simic.
—¿Y cuándo la relevan?
—Tarde, a las siete.
—Nos gustaría conocer a la doctora Simic —dijo Abbey. Fuller sacudió la cabeza.