Ford abrió su maletín y extrajo el falso disco duro, que depositó sobre la mesa con la misma suavidad que si fuera de cristal de Baccarat. A continuación sacó la impresión grande de Voltaire33, la más nítida de la serie ampliada en el Kinko's, y la desenrolló.
—Esto, señoras y señores —dijo—, es una imagen tomada por el Mars Mapping Orbiter el 23 de marzo.
Esperó un segundo antes de mostrársela a todos.
—Representa un objeto en la superficie de Marte. Yo creo que este objeto disparó en abril contra la Tierra, y esta noche le ha disparado a la Luna.
Otro momento de suspensión estupefacta. De pronto, la mesa estalló en comentarios, preguntas y objeciones. Ford esperó a que se calmase el tumulto para decir:
—La imagen procede de este disco duro de aquí.
—¿En qué punto de Marte está?
Lo había dicho la tal Leung.
—Sale todo en el disco —dijo Ford.
—Todo. —Y añadió, mintiendo:
—Así, a bote pronto, no sé las coordenadas.
—¡Imposible! —replicó Derkweiler.
—¡Hace tiempo que lo habríamos visto en nuestros exámenes generales!
—Si no lo vieron antes es porque estaba escondido en la sombra de un cráter, y era casi invisible. Para sacar esta imagen de la oscuridad se necesitó un tiempo enorme de procesamiento y mucha pericia.
Chaudry se levantó de la mesa, con una mirada de recelo a Ford, y alargó el brazo para coger el disco. Le dio la vuelta entre sus manos de color caoba, mientras sus ojos negros lo examinaban con intensidad. Su coleta californiana desentonaba entre los hombres trajeados de Washington.
—No es un disco de la NPF. —Dirigió a Ford una mirada penetrante.
—¿De dónde ha sacado este disco?
—Del difunto Mark Corso —contestó Ford.
Chaudry palideció ligeramente.
—Un disco como este no lo puede copiar ni sacar nadie de la NPF. Nuestros protocolos de encriptación y de seguridad son inviolables.
—¿Hay algo imposible para un técnico informático que sepa lo que se hace? Si lo duda, compruebe el número de serie del lateral.
Chaudry examinó un poco más el disco.
—Sí, parece un número de serie de la NPF, pero esta… imagen suya… Me gustaría ver el original. Que sepamos, podría estar hecho con Photoshop.
—La prueba está aquí mismo, dentro del disco, en los datos binarios originales del MRO. —Ford sacó un papel del bolsillo de su traje y se lo enseñó a los asistentes.
—El problema es que la contraseña de la NPF de este disco está cambiada. Yo tengo la nueva contraseña de acceso, sin la cual el disco es inservible. —Sacudió un poco el papel. —Es auténtica, se lo aseguro.
La tal Marjory Leung se había levantado de su asiento.
—Perdone, pero ¿ha dicho el «difunto» Mark Corso?
—Sí. Mark Corso fue asesinado hace dos días.
Leung se tambaleó como si fuera a caerse.
—¿Asesinado?
—Exactamente. Y parece que a su predecesor, el doctor Freeman, también lo asesinaron. Tanto a él como a Corso los mató un profesional, alguien que buscaba precisamente el disco duro que está sobre la mesa.
Un profundo silencio se apoderó de la sala.
—Así que ya ven —dijo Ford:— tenemos mucho trabajo por delante. Por lo visto, no solo está siendo atacado el mundo, sino que nos ha traicionado uno de los nuestros.
Burr acercó el micro de la VHF al pescador y se lo puso en las manos esposadas. En esos momentos daba lo mismo lo que dijera; Burr solo quería recordarle a la chica que su padre estaba vivo y en gravísimos apuros, a fin de mantenerla amedrentada, presa del pánico y más fácil de manipular.
—¿Papá? ¿¿Papá?? ¿Te encuentras bien?
—¡Abbey! ¡Vete de una puñetera vez! ¡Tu barco no lo puede aguantar! ¡Vete!
—Papá… —Un silencio ahogado.
—Nos hemos quedado sin gasolina.
—Abbey, caray, que tiene una pistola. ¡Avisa a la guardia costera! No te dejes engañar…
Burr le arrancó el micro. Era un canal perdido, que no usaba nadie, y tal como estaban transmitiendo, a un cuarto de vatio, la señal no podía llegar a tierra firme, y menos con aquel tiempo. Pero ¿qué sentido tenía arriesgarse?
—¿Lo has oído? —dijo por el micro.
—Todo va a salir bien. Vas a recuperar a tu padre. Os necesito vivos. Es la única manera de conseguir el disco. Piénsalo. Me sirves más viva que muerta. Necesitamos llegar a un acuerdo, pero será mejor hacerlo donde no nos vayamos a ahogar. ¿Me oyes?
—Lo oigo —respondió lacónicamente Abbey.
Burr cortó la comunicación pensando que probablemente no le creyesen, pero ¿qué podían hacer? Todas las cartas las tenía él. ¿Quizá tenían un plan absurdo? Claro, pero seguramente no funcionaría.
Una ola elevó el barco, que dio un bandazo a estribor. ¡Madre de Dios! No había estado atento. Se estaba acercando una pared de agua como de dos pisos, más negra que una Guinness, con espuma en la cresta. Giró el timón hacia ella. El barco subió rápidamente. Sin embargo, no logró girarlo del todo antes de que la cresta chocara estrepitosamente con el casco, empujando el barco y lanzando un agua de ébano encima de la borda. El barco se escoró bajo el peso.
Patinó por la base de la ola, mientras el agua se arremolinaba en los imbornales y la cubierta se apartaba treinta grados de la horizontal. Aferrado al timón, mudo de espanto, Burr trató de girarlo, pero era como si se lo impidiese un peso enorme que presionaba el barco hacia abajo. Empujó al máximo la palanca, pero no oyó ninguna respuesta en el motor; solo el crujido de los miles de litros de agua que barrían la embarcación. De pronto, el timón empezó a soltarse, y el barco se estremeció como si hubiera disminuido el peso del mar. Se fue enderezando, mientras escupía agua por la popa y los flancos.
Burr nunca había pasado tanto miedo. Miró la carta digital: estaban a medio camino de Devil's Limb. Al menos detrás del arrecife estarían al abrigo de aquel mar demencial. Iban a seis nudos. ¿Cuánto tardarían? Diez minutos. Diez minutos más de infierno.
—Déjame coger el timón —le pidió el pescador. —Si no, hundirás el barco.
—Vete a la mierda.
Burr se hizo fuerte, mientras se les echaba encima otra gran ola de cresta blanca y el barco ascendía con gran rapidez por la montaña de agua embravecida, que al estamparse contra él hizo temblar y crujir la cabina como si fuera a hacerse pedazos. Si liquidaba la electrónica… no habría nada que hacer.
Se aferró al timón, mientras el barco caía vertiginosamente por la espalda de otro abismo sin fondo y el agua formaba remolinos en sus pies al deslizarse hacia los imbornales.
—Desátame —dijo Straw—, o nos iremos los dos a pique.
Burr hurgó en un bolsillo y sacó la llave. Le tendió la mano.
—Desátate tú mismo y trae las esposas.
Con el timón en una mano, sacó la pistola y vigiló a su rehén, que tras abrir las esposas se acercó aguantándose en la baranda.
El barco se bamboleó un momento en la hoya, en medio de un silencio inquietante, y empezó a subir. Se estaba poniendo otra vez de costado.
—¡Dame el timón! —exclamó Straw, arrebatándoselo.
Burr se apartó, apuntándolo con la pistola.
—Espósate al timón.
El pescador se empezó a pelear con el timón, sin hacerle ni caso, y aumentó la potencia mientras el barco trepaba por la cara de la ola, cada vez más empinada. De pronto el viento aulló a su alrededor; el aire estaba lleno de agua, y todo era ruido y confusión. La embarcación atravesó la cresta y volvió a caer, enderezándose al bajar por la voraginosa sima.
—¡Te he dicho que te esposes al timón!
Burr pegó un tiro al techo para subrayar la orden.
El pescador esposó su muñeca izquierda al timón. Burr se acercó y comprobó que estuviera bien atado. Después cogió la llave y la echó al mar.
—Sigue directamente rumbo al arrecife. Al primer truco, te mato. Y luego mato a tu hija.
El barco se elevó a merced de otra ola. Un relámpago partió en dos el cielo con un bramido espantoso, iluminando brevemente una selva de agua.
Burr se preparó para la arremetida de la siguiente ola. Fuertemente aferrado al timón, con la cara hacia la oscuridad, Straw no decía nada.
Se oyó un suave chirrido de ruedas en medio del silencio, y entró un agente de servicio que empujaba un carrito para servirles a todos café.
—Has dicho que a las siete tenéis que hacerle una recomendación al presidente —dijo Ford.
—¿Qué opciones tenemos?
Lockwood abrió las manos.
—¿Doctor Chaudry?
Chaudry se frotó su bien cincelada mejilla con una mano.
—Tenemos media docena de satélites en la órbita de Marte. Habíamos planeado reasignarlos todos a una nueva misión, la de localizar la fuente de los ataques, pero ahora parece que las coordenadas ya las tiene usted.
—Sí —admitió Mickelson—, y con ellas podríamos usar uno o más de los satélites como arma, y estrellarlo a toda velocidad contra el arma extraterrestre.
Chaudry sacudió la cabeza.
—Tendría la misma eficacia que tirarle un huevo a un tanque.
—La segunda opción —prosiguió Mickelson sin dejarse distraer— es lanzarle una bomba atómica.
—El margen de lanzamiento no empezaría hasta dentro de seis meses, como mínimo,—dijo Chaudry— y el viaje a Marte duraría bastante más de un año.
—La opción nuclear es nuestro único medio eficaz de ataque —dijo desde una pantalla el presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor.
Chaudry se volvió hacia él.
—Almirante, dudo que el arma extraterrestre se quede esperando a que le tiren una bomba atómica.
—Le recuerdo una vez más que la palabra indicada es «máquina». No tenemos la seguridad de que sea un arma —dijo Lockwood.
—¡Pues claro que es un arma, hombre! —dijo Mickelson. —¡No hay más que verla!
Chaudry intervino con calma.
—Es un artefacto procedente de una civilización que tiene un refinamiento tecnológico tremendo. Sinceramente, me asombra que crean que podemos destruirlo con una bomba atómica. Parecemos un comité de cucarachas que discute cómo matar al exterminador. Cualquier opción militar es inútil, además de sumamente peligrosa. Cuanto antes lo reconozcamos, mejor será.
Se hizo un silencio tenso. En la sala de reuniones empezaba a hacer calor. Ford aprovechó la ocasión para quitarse la chaqueta y dejarla como si tal cosa en el respaldo del asiento. El cebo, pensó; ahora, que el pez mordiera el anzuelo. O topo, más que pez.
El
Marea II
capeó otra ola espeluznante. A través de la tromba de agua, Abbey vislumbró una mancha de aguas blancas. Según la carta digital estaban a unos centenares de metros de la primera de las tres grandes rocas.
—¡Allí! ¡Delante!
—Ya lo veo —dijo Jackie con calma, moviendo suavemente el timón. —Voy hacia sotavento.
Al entrar en la zona de aguas protegidas de detrás de las rocas, el mar se serenó. Seguía habiendo un vaivén descomunal, pero con bastante menos espuma y viento. Mientras el barco subía y bajaba, Abbey vio tronar un mar inmenso en la base de las rocas, con olas que en algunos casos alcanzaban siete metros o más, y que irguiéndose contra las rocas explotaban hacia arriba como a cámara lenta, formando grandes nubes de agua atomizada.
—Bueno —dijo Jackie al dar la vuelta al barco, en una maniobra lenta y cerrada—, ¿cuál es el plan?
—Pues… —Abbey vaciló.
—Fingimos rendirnos. Él se nos lleva a su barco, y entonces buscamos nuestra oportunidad.
Jackie se quedó mirándola.
—¿A eso lo llamas plan?
—¿Qué otra cosa podemos hacer?
—Nos va a matar: pam, pam, ya está. No habrá tiempo de «buscar nuestra oportunidad». Y no te engañes: no te entregará a tu padre. Mira, Abbey, yo quiero salvar a tu padre, pero no quiero tirar mi vida a la basura, ¿me entiendes?
—Estoy pensando —dijo Abbey, sin aliento. Jackie giró despacio el barco, sin apartarse de la costa de sotavento.
—No respires tan deprisa, que llegará en cualquier momento. Concéntrate. Eres lista. Puedes hacerlo.
Abbey se volvió hacia el radar para ver si podía localizar el barco que se aproximaba. Jugó con la ganancia, intentando eliminar la lluvia y los ecos de mar. La pantalla era un borrón de estática. Poco a poco, al manipular los diversos parámetros, empezó a obtener una imagen de los enormes arrecifes de estribor, grandes manchas verdes sobre la pantalla, expuestas al mar. Después vio otra mancha más pequeña que aparecía y desaparecía… moviéndose hacia ellas.
—Ya está —dijo.
—Aquí los tenemos. Mete el barco por aquel canal que hay entre las dos rocas.
—¿Estás loca? ¡Si es un canal estrecho, con olas que rompen en los dos lados!
—Pues entonces dame a mí el timón.
—No, ya lo hago yo.
—Mete el barco, para que no pueda vernos por el radar.
Jackie se quedó mirándola, pálida.
—¿Y luego?
—Necesitamos armas.
Abbey abrió la puerta de la cabina y se apoyó en las barandas para bajar por los escalones, que temblaban. Con una sensación atroz de
déjà vu
al entrar, sacó la caja de herramientas y cogió un pequeño cortapernos de marinero, un instrumento estándar de a bordo, para cuando se atasca algún perno, abrazadera o eje. También cogió un cuchillo de pescar y un destornillador de estrella largo. Volvió e hizo chocar las herramientas con el salpicadero.
Cogió a Jackie por los hombros, y acercó mucho su cara a la de su amiga.
—¿Quieres un plan? Pues ya lo tienes. Embestir. Abordar. Matarlo. Soltar a papá.
—Como los embistamos, nos hundimos los dos.
—Si les damos de lado, a popa de la cabina de control, no. Solo se le subirá la orza a la borda. Yo saltaré a su barco, y entonces tú echas marcha atrás y retrocedes antes de que el barco se parta el espinazo. El
Marea II
es fuerte como una roca.
—¿Embestir, abordar y matar? ¡Si va armado! ¿Qué tenemos nosotras, un cuchillo de pesca?
—¿Se te ocurre otro plan mejor?
—No.
—Pues entonces, a conformarse con lo que hay.
La mancha verde de la pantalla del radar se acercaba lentamente. Al mirar el agua oscura, Abbey vio un destello de luz.
—¡Lleva encendidas las luces de situación! ¡Vamos, en marcha!
Jackie aceleró y puso el barco tras la roca, con retrocesos y frenéticos virajes, luchando contra el viento, el mar y una corriente muy fuerte que corría entre las rocas. El fragor de las olas era ensordecedor, y el viento lanzaba jirones de espuma por encima del barco. Jackie tuvo que emplearse a fondo para que el barco no abandonase el centro del canal, fuera del alcance de las olas que se erguían y azotaban las columnas de piedra.