Historia de los reyes de Britania (28 page)

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Authors: Geoffrey de Monmouth

Tags: #Historico

BOOK: Historia de los reyes de Britania
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Lo sucedió Vortipor. Los Sajones se levantaron contra él, trayendo a numerosos compatriotas de Germania en una flota enorme. Vortipor les presentó combate, los venció y, recobrando el control de todo su reino, gobernó diligente y pacíficamente por espacio de cuatro años.

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Lo sucedió Malgón, el más apuesto de casi todos los príncipes de Britania, amigo de ex pulsar a los tiranos, gallardo con las armas, más generoso que sus predecesores y famoso por su coraje sin igual. Sin embargo, se hizo odioso a los ojos de Dios, pues se entregó al vicio de la sodomía. Reinó en toda la isla y, tras durísimos combates, sometió a su poder las seis vecinas islas del Océano, a saber, Hibernia, Islandia, Gotland, las Oreadas, Noruega y Dinamarca.

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Lo sucedió Caretic, fomentador de discordias civiles, odiado por Dios y por los Britanos. Cuando los Sajones se apercibieron de su inconstancia, se dirigieron a Gormundo, rey de los Africanos, que acababa de conquistar Hibernia con una flota poderosísima. Aliado con los traidores Sajones, Gormundo desembarcó con ciento sesenta mil Africanos en Britania, que se encontraba a la sazón enteramente desolada por la actitud fementida de los Sajones y por las continuas luchas intestinas de sus ciudadanos. Gormundo atacó a Caretic y, tras una larga serie de batallas, lo fue expulsando de ciudad en ciudad hasta Cirencester, donde le puso sitio. Allí acudió Isembardo, sobrino de Ludovico, rey de los Francos, y firmó un pacto de amistad con él por el que, como prueba de su lealtad hacia Gormundo, renunciaba a la fe cristiana a cambio de que su aliado lo ayudase a arrebatar el reino de la Galia a su tío, quien lo había expulsado —según decía— por la fuerza e injustamente. La antedicha ciudad fue conquistada y pasto de las llamas, y Gormundo obligó a Caretic a huir al otro lado del Severn, al país de Gales. Acto seguido, devastó los campos de cultivo e incendió todas las ciudades cercanas, no cejando en su furia hasta haber arruinado casi toda la superficie de la isla, de mar a mar, de manera que todos los poblados fueron destruidos a golpes de ariete, y sus pobladores entregados, junto a los sacerdotes de las iglesias, a las resplandecientes espadas y al crepitar del fuego asesino. Huyeron unos pocos supervivientes, enloquecidos por los desastres, pero no había un solo lugar seguro en la isla para los fugitivos.

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¡Ah nación detestable, aplastada por el peso de tus enormes crímenes! ¿Por qué, sedienta de guerras civiles, has perdido tus fuerzas en querellas domésticas? Antaño conquistaste los reinos más lejanos y ahora, como una feraz viña que degenera y sólo da frutos amargos, no eres capaz de proteger del enemigo a tu patria, a tus mujeres y a tus niños. ¡Adelante, dedícate a tus contiendas civiles olvidando la palabra evangélica: «Todo reino dividido caerá en la desolación y la casa se vendrá abajo sobre la casa»! Porque tu reino ha sido dividido, porque el furor de las discordias intestinas y el humo de la envidia han oscurecido tu espíritu, porque tu orgullo no te ha permitido obedecer a un único rey, por todo ello tu patria ha sido arrasada por paganos que desconocen la piedad y sus casas se hunden unas sobre otras, lo que no dejarán de lamentar en el futuro tus descendientes: verán a los cachorros de la leona bárbara adueñarse de sus castillos, de sus ciudades y de todas sus posesiones, y, privados de todos sus bienes, nunca o a duras penas lograrán recobrar la dignidad perdida.

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Una vez hubo destruido toda la isla con sus innumerables huestes africanas —como ya quedó dicho—, aquel funesto tirano entregó la mayor parte de la misma, llamada Logres, a los Sajones, cuya traición lo había conducido a aquella tierra. Los Britanos supervivientes buscaron refugio en la parte occidental del reino, es decir, en Cornubia y Gales, desde donde lanzaban mortíferos y continuos ataques contra el enemigo. Cuando los arzobispos Teono de Londres y Tadioceo de Eboraco vieron todas las iglesias a su cargo derruidas hasta los cimientos, huyeron, en compañía de cuantos sacerdotes habían conservado la vida después de tantas calamidades, a la seguridad de los bosques galeses. Llevaban con ellos las reliquias de sus santos, pues temían que aquellos venerables huesos que pertenecieran otrora a piadosos varones fuesen destruidos por la invasión bárbara si, en vez de huir, se ofrecían ellos al martirio en el lugar de su ministerio, abandonando los preciosos restos en medio de un peligro tan inminente. Muchos clérigos se dirigieron en una gran flota a la Britania Armoricana, de modo que la iglesia de dos provincias, a saber, Logres y Nortumbria, quedó desprovista de religiosos. Pero de esto hablaré en otra parte, cuando traduzca el
Libro del Exilio
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Los Britanos se vieron privados durante mucho tiempo de la corona del reino y de la soberanía de la isla, y ni siquiera se esforzaban en recobrar su anterior grandeza; por el contrario, se dedicaron a devastar en peleas internas aquella parte del país que todavía les pertenecía y que se hallaba sometida a tres tiranos, en lugar de a un único rey. Pero tampoco los Sajones obtuvieron la corona de la isla, pues, también sometidos a tres reyes distintos, gastaban todas sus energías en combatirse entre sí o en atacar a los Britanos.

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En el ínterin, fue enviado Agustín a Britania por el santo Papa Gregorio, para predicar la palabra de Dios a los Anglos, quienes, obcecados por la pagana superstición, habían abolido por completo el cristianismo en la parte de la isla que poseían. El cristianismo florecía aún, sin embargo, en la parte perteneciente a los Britanos; se había mantenido en vigor desde la época del papa Eleuterio
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y nunca había decaído entre ellos. Cuando llegó Agustín, encontró siete obispados y un arzobispado en su territorio, ocupados todos ellos por piadosísimos prelados, y numerosas abadías en las que la grey del Señor observaba una regla intachable. Se contaba entre ellas, en la ciudad de Bangor, una tan noble y con un número de monjes tan elevado que, cuando el monasterio fue dividido en siete partes, cada una con su prior, ninguna de las secciones tenía menos de trescientos monjes, viviendo todos ellos del trabajo de sus manos. Su abad se llamaba Dinoot
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y era un hombre admirablemente instruido en las artes liberales. Cuando Agustín pidió obediencia a los obispos de los Britanos y quiso asociarlos en la tarea de evangelizar a los Anglos, fue este Dinoot quien le demostró con diferentes argumentos que ellos no le debían obediencia en modo alguno y que se negaban a predicar la palabra de Dios a sus enemigos: ya tenían su propio arzobispo, y esos Sajones eran el pueblo que persistía en mantenerlos despojados del país que por derecho les pertenecía; por eso los odiaban tanto, y les tenían completamente sin cuidado su fe y su religión, y no querían tener más tratos con los Anglos que con una jauría de perros.

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Cuando Edelberto, rey de Cantia, vio que los Britanos rechazaban la autoridad de Agustín y rehusaban colaborar con él en sus predicaciones, se irritó sobremanera e instigó a Edelfrido, rey de Nortumbria, y a los demás reyezuelos sajones a que reunieran un gran ejército y marcharan con él a la ciudad de Bangor a dar su merecido al abad Dinoot y al resto de los clérigos que los habían menospreciado. De acuerdo con la propuesta de Edelberto, los Sajones reunieron un ejército impresionante y, en su camino hacia el territorio de los Britanos, llegaron a las puertas de Leicester, donde Brocmail, conde de esa ciudad, los estaba esperando. Un gran número de monjes y ermitaños de las diversas provincias britanas, y especialmente de la ciudad de Bangor, se habían refugiado allí para rezar por la salvación de su pueblo. Una vez agrupadas todas sus tropas, Edelfrido, rey de Nortumbria, trabó batalla contra Brocmail, quien al principio se mantuvo firme, pese a encontrarse en inferioridad numérica, pero luego se vio obligado a abandonar la ciudad y huir, no sin antes haber infligido enormes pérdidas al enemigo. Cuando Edelfrido ocupó la ciudad y descubrió el motivo de la llegada de los citados monjes a Leicester, ordenó a sus soldados que los pasaran por las armas, y, de ese modo, ese mismo día, mil doscientos frailes obtuvieron la palma del martirio y se aseguraron un puesto en el reino de los cielos. Acto seguido, el tirano sajón se dirigió a la ciudad de Bangor. Cuando supieron de su furor criminal, los caudillos britanos, a saber, Blederic, duque de Cornubia, Margadud, rey de Demecia, y Cadvano, rey de Venedocia, salieron a su encuentro y, entablando combate con él, lo hirieron y pusieron en fuga a su ejército, matándole diez mil sesenta y siete hombres. Por parte de los Britanos cayó Blederic, duque de Cornubia, su comandante en jefe en esa batalla.

2. Cadvano y Cadvalón

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Los príncipes de los Britanos se reunieron en la ciudad de Leicester y acordaron unánimemente elegir rey a Cadvano y cruzar el Humber en persecución de Edelfrido. Tan pronto como el nuevo rey fue coronado, acudieron Britanos de todas partes y cruzaron el río. Cuando Edelfrido lo supo, unió sus fuerzas a las de los demás reyes de los Sajones y salió al encuentro de Cadvano. Ya tenían alineados a sus respectivos ejércitos cuando llegaron unos amigos comunes y consiguieron que se hiciera la paz entre ellos, sobre la base de que Edelfrido poseería la parte de Britania que se encuentra del otro lado del Humber, y Cadvano la de este lado. Intercambiaron rehenes y confirmaron su pacto mediante juramento, pero surgió con el tiempo tanta amistad entre ambos que lo tenían todo en común. En el ínterin, sucedió que Edelfrido abandonó a su esposa y tomó a otra mujer, alimentando hacia la abandonada un odio tal que llegó a expulsarla del reino de Nortumbria. La desterrada, que llevaba un niño en su seno, se presentó en la corte de Cadvano, pidiéndole que interviniese para que su marido volviera a admitirla a su lado. Como su protector no lograse obtener de Edelfrido lo que ella deseaba, la mujer permaneció en casa de Cadvano hasta que le llegó su tiempo y dio a luz un hijo varón. Pocos días después, el rey Cadvano tuvo también un hijo de su reina, que había quedado preñada por las mismas fechas que la esposa de Edelfrido. Ambos niños crecieron juntos y fueron educados como correspondía a su regio linaje. Cadvalón fue llamado el hijo de Cadvano, y Edwin el de Edelfrido. Cuando el paso de los años los condujo a la adolescencia, sus padres los enviaron a Salomón, rey de los Britanos de Armórica, para que aprendieran en su casa el oficio de la caballería y se familiarizasen con las costumbres palaciegas. Salomón les dispensó una calurosa acogida, y ambos accedieron muy pronto a la intimidad del monarca: no existía en la corte ningún otro muchacho de su edad que departiese con el rey tan amigable y alegremente como ellos. Además, combatían a menudo con distintos rivales en presencia del soberano, ganando mucha fama a los ojos de todos por su bizarría y coraje.

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Tiempo después, al morir sus padres, volvieron ambos a Britania y, empuñando el timón del reino, renovaron entre sí la amistad que habían cultivado sus familias. Al cabo de dos años, Edwin pidió a Cadvalón licencia para ser coronado y celebrar la consiguiente ceremonia en Nortumbria, de la misma manera que Cadvalón estaba en su derecho de hacer lo propio, siguiendo inveterada costumbre, al sur del Humber. Así, pues, convocaron una conferencia sobre este asunto a orillas del río Duglas. Mientras los consejeros más sabios de ambos reyes trataban de llegar a un acuerdo, yacía Cadvalón al otro lado del río, recostado sobre el regazo de cierto sobrino suyo a quien llamaban Brian. Llegaron entonces mensajeros para comunicarle los diferentes argumentos esgrimidos por ambas partes en la conferencia. En ese punto, Brian rompió a llorar, y las lágrimas salidas de sus ojos salpicaron en su caída el rostro y la barba de Cadvalón, el cual, pensando que era lluvia, se incorporó, y, viendo al joven bañado en llanto, le preguntó la causa de tan repentina tristeza. Brian le respondió:

—«No me faltan motivos para llorar a perpetuidad y tampoco al pueblo britano, pues, desde que en el reinado de Malgón sufrieron la invasión de los bárbaros, no han conocido al príncipe que les devuelva la dignidad perdida. Incluso el ápice de honor que les quedaba se hace aún más pequeño con tu complicidad, dado que esos advenedizos Sajones, que han demostrado ser unos probados traidores a Britania, van a ser coronados, compartiendo contigo la realeza. En cuanto obtengan el título de rey, ganarán tanta fama en el país de donde vinieron que acudirán rápidamente a su llamado muchos más bárbaros, y nuestra raza acabará por ser exterminada. La traición ha sido siempre su segunda naturaleza y no han cumplido jamás con su palabra: por ello pienso que en manera alguna debemos darles honores, sino mantenerlos a raya. Al principio, cuando el rey Vortegirn los tomó a su servicio, adoptaron una apariencia pacífica y le hicieron creer que venían a luchar en defensa de nuestro país. Pero, cuando se sintieron lo suficientemente fuertes como para hacer patente su iniquidad y devolvernos mal por bien, traicionaron a Vortegirn e infligieron horrible matanza al pueblo de su reino. Traicionaron después a Aurelio Ambrosio, dándole veneno a beber mientras banqueteaba en su compañía, tras prestar formidables juramentos de fidelidad hacia él. Traicionaron también a Arturo, pues olvidaron la lealtad que le debían al combatir contra él formando parte del ejército de su sobrino Mordred. Y, más recientemente, quebrantaron la fe debida al rey Caretic, haciendo que Gormundo, rey de los Africanos, lo atacase, y, como consecuencia de esa invasión, nuestro país nos fue arrebatado y el antedicho rey perdió vergonzosamente su trono».

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Fueron las palabras de Brian, y Cadvalón se arrepintió al punto de haber comenzado a discutir un posible acuerdo, de forma que mandó decir a Edwin que no había conseguido obtener de sus consejeros el necesario permiso para acceder a su petición, pues decían que iba contra derecho y contra las antiguas tradiciones que una isla con una sola corona se partiera entre dos cabezas coronadas. Edwin montó en cólera y, dando por conclusa la conferencia, se retiró a Nortumbria, diciendo que se ceñiría sobre las sienes la corona real sin licencia de Cadvalón. Cuando éste lo supo, anunció a su rival por mensajeros que le cortaría la cabeza por debajo de la diadema si se atrevía a coronarse dentro del reino de Britania.

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Surgió, pues, la discordia entre ellos, y sus hombres comenzaron a hostigarse mutua mente en multitud de cabalgadas. Finalmente, ambos se encontraron al otro lado del Humber. Entablado el combate, Cadvalón perdió muchos miles de soldados y se vio obligado a huir. Atravesó en su fuga Albania y embarcó rumbo a Hibernia. Tan pronto como Edwin se hizo con la victoria, marchó con su ejército a través de las provincias de Britania, incendiando las ciudades e infligiendo todo género de tormentos a ciudadanos y campesinos. Mientras el Sajón daba rienda suelta a su crueldad, Cadvalón intentaba una y otra vez regresar a su país por mar, pero no lo lograba, pues, fuese cual fuese el puerto que eligiera para desembarcar, allí lo esperaba ya Edwin con numerosas tropas, impidiéndole tomar tierra. Se encontraba a la sazón con Edwin un sapientísimo adivino venido de Hispania, llamado Pelito, quien, experto en el vuelo de las aves y en el curso de las estrellas, pronosticaba al rey lo por venir. Informado por él, Edwin supo por dónde pensaba regresar Cadvalón, de modo que salió a su encuentro e hizo que muchas de sus naves se hundieran y se ahogasen sus tripulaciones, negándole toda posibilidad de arribar a puerto. Cadvalón no sabía qué hacer. Casi había perdido la esperanza del regreso cuando se le ocurrió visitar a Salomón, rey de los Britanos de Armórica, y pedirle ayuda y consejo a fin de poder regresar a su reino.

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