Entonces, el bienaventurado Dubricio, que hacía tiempo que deseaba abrazar una vida eremítica, abandonó su sede arzobispal. En su lugar fue consagrado David, tío del rey, cuya vida era ejemplo de virtud para aquellos a quienes había instruido en la doctrina de Cristo. Simultáneamente, Teliao, el ilustre presbítero de Llandaff, fue designado arzobispo de Dol en lugar de Sansón con la anuencia de Hoel, rey de los Britanos de Armórica, que estaba al tanto de la santidad de su vida y costumbres. El obispado de Silchester le fue confiado a Mauganio, el de Güintonia a Duviano, y la mitra episcopal de Alclud a Eledenio.
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Mientras distribuye estos beneficios, he aquí que doce hombres de edad madura y venerable aspecto, empuñando ramos de olivo en señal de embajada, entran con paso quedo en palacio y, saludando al rey, le entregan un mensaje de Lucio Hiberio que dice lo siguiente:
Lucio, procurador de la República, a Arturo, rey de Britania, que se ha hecho acreedor a esta carta. Me asombra la insolencia de tu tiranía. Me asombra aún más la injuria que has inferido a Roma. Cuando pienso en ello, me indigna el hecho de que te hayas olvidado de ti mismo hasta el punto de no reconocer el ultraje y no advertir que has ofendido con tu criminal conducta al senado y al pueblo de Roma, a quienes debe el mundo entero sumisión, como tú no ignoras. Pues el tributo de Britania que el senado te había impuesto, y que fue puntualmente recibido por Gayo Julio y sus sucesores, tú has tenido la osadía de no pagarlo, despreciando a un imperio de rango tan sublime. Te apoderaste, además, de Galia; te apoderaste de la provincia de los Alóbroges y de todas las islas del Océano, cuyos reyes pagaban tributo a mis antepasados desde que el poder de Roma se extendió por aquellas regiones. Por todo lo cual, el senado ha decidido tomar cartas en el asunto, ordenándote acudir a Roma antes de la mitad del próximo mes de agosto, para que te disculpes y cumplas la sentencia que dicte la justicia de tus amos. Si no acudes, invadiré tu territorio y, con la fuerza de mi espada, me esforzaré por devolver a la República todo lo que tu insanía le ha arrebatado.
La carta fue leída en voz alta en presencia de reyes y barones. Acto seguido, Arturo se retiró con ellos a una gigantesca torre que había a la entrada del palacio, para deliberar qué medidas debían adoptarse en relación con el mensaje. Se hallaban todavía al pie de la escalera cuando Cador, duque de Cornubia, que era un hombre jovial, rompió a reír y dijo al rey las siguientes palabras:
—«Mucho me temía que los Britanos, ociosos por la paz prolongada de que gozamos, pudiéramos convertirnos en unos cobardes, y que nuestro esfuerzo en el campo de batalla, que nos ha hecho famosos entre los pueblos, se hubiera perdido para siempre. A la verdad, cuando no se utilizan las armas y no hay nada que hacer salvo jugar con las mujeres y los dados o entregarse a cualquier otro deleite, parece lógico que el coraje, el honor, el arrojo y la gloria se vean mancillados por la apatía. Llevamos casi cinco años entregados a la molicie y desentendidos del ejercicio de la guerra. Dios mismo nos libera de nuestra indolencia valiéndose de Lucio: las pretensiones de los Romanos despiertan en nosotros el valor que nos hizo célebres».
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Estas palabras y otras semejantes dijo Cador. Luego subieron y, una vez acomodados en sus asientos, fue Arturo quien habló de esta manera:
—«Habéis sido mis camaradas tanto en los buenos como en los malos tiempos, y no me faltan pruebas de la valía de vuestros consejos y de vuestro coraje en la guerra. Prestadme ahora toda vuestra atención y empeñad vuestra sabiduría en decirme qué debemos hacer ante una carta semejante. Pues todo lo que el sabio planea escrupulosamente de antemano se soporta más fácilmente cuando se lleva a término. Por tanto, podremos soportar el ataque de Lucio más fácilmente si antes nos hemos puesto de acuerdo acerca de los medios más adecuados para rechazarlo. En lo que a mí respecta, pienso que no debemos temer en exceso su acometida, teniendo en cuenta los motivos irracionales que invoca para exigir el tributo de Britania. Dice que se le debe pagar porque le fue pagado a Julio César y a sus sucesores. Aquellos hombres, animados por la desunión de nuestros antepasados, desembarcaron con hueste armada en la isla y conquistaron por la fuerza nuestro país, que en aquel tiempo se encontraba debilitado por disensiones internas. Así fue cómo se apoderaron de Britania, imponiéndole injustamente el pago de un tributo, pues nada de lo que se obtiene por la fuerza puede ser justamente poseído por el que emplea la violencia
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. Motivo irracional es, en efecto, el que Lucio alega cuando mantiene que nosotros somos sus tributarios por derecho. Y ya que Roma se arroga la facultad de reclamarnos algo injusto, con argumento similar propongo que, a nuestra vez, le exijamos a Roma el pago de un tributo, y que el ejército más fuerte de los dos se salga con la suya. Si piensan que Britania debe pagarles un impuesto por el simple hecho de que Julio César y otros reyes romanos la sometieran antaño, de igual manera pienso yo que Roma debe pagarme a mí un tributo, pues mis ancestros la conquistaron en otro tiempo. En efecto, Belino, aquel serenísimo rey de los Britanos, con la ayuda de su hermano Brenio, duque de los Alóbroges, mandó ahorcar a veinte de los más nobles Romanos
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en mitad de su propio foro, tomó Roma y, una vez tomada, la poseyó durante muchos años. Debo citar también a dos personajes con quienes me unen vínculos muy estrechos de consanguinidad, me refiero a Constantino, el hijo de Helena, y a Maximiano; sucesivamente, fueron ambos reyes de Britania y alcanzaron el trono de la Roma imperial. ¿No creéis que hay motivo suficiente para exigir a los Romanos el pago de un impuesto? Por lo que atañe, en fin, a Galia y a las islas del Océano, nada tenemos que justificar, pues no las defendieron cuando se las arrebatamos».
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Tan pronto como Arturo hubo terminado su discurso, Hoel, rey de los Bótanos de Armórica, adelantándose a los demás, le respondió en los siguientes términos:
—«Aunque cada uno de nosotros se tomara la molestia de profundizar en las ventajas e inconvenientes que pudieran derivarse de las medidas a adoptar, creo que no podría encontrarse mejor consejo que el que tu experta sabiduría acaba de exponer. Tus palabras, aderezadas con las más sabrosas especias del repertorio tuliano
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, se han anticipado a nuestros deseos. Nunca alabaremos lo bastante tu firmeza, tu presencia de ánimo y tu buen juicio al sugerir un plan que tantos beneficios puede reportarnos. Si, de acuerdo con ese plan, estás dispuesto a marchar sobre Roma, no me cabe la menor duda de que obtendremos la victoria: es nuestra libertad lo que está en juego cuando exigimos en nombre de la justicia a nuestros enemigos lo que ellos comenzaron injustamente a reclamarnos, pues el que intenta privarle a otro de lo suyo merece perder lo que le pertenece a manos de aquel cuya ruina busca. Ya que los Romanos pretenden despojarnos de nuestros bienes, nuestra inexorable respuesta será arrebatarles los suyos, en cuanto se presente la ocasión de enfrentarnos con ellos en el campo de batalla. Todos los Britanos desean ese encuentro. Además, las profecías de la Sibila testifican sin margen de error que habrá un tercer emperador romano de sangre británica. Belino y Constantino, aquellos príncipes gloriosos a quienes acabas de referirte, llevaron la corona imperial sobre sus sienes. Para que los oráculos se cumplan, tiene que haber un tercer emperador britano, y en ti saludamos al hombre a quien le ha sido reservado ese supremo honor. Apresúrate, pues, a recibir lo que Dios no va a tardar en entregarte; apresúrate a conquistar lo que desea ser conquistado; apresúrate a exaltarnos a todos, pues no retrocederemos ante el temor de las heridas o incluso de la muerte, si nuestro sacrificio conduce a que tú seas exaltado. Para que lo consigas, yo estaré a tu lado con diez mil guerreros».
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Cuando Hoel hubo concluido, Angusel, rey de Albania, tomó la palabra y manifestó lo que sigue:
—«Desde el instante en que comprendí que mi señor pensaba realmente lo que ha dicho, invadió mi espíritu una alegría tal que no soy capaz ahora de expresarla. En nuestras pasadas campañas hemos tenido que combatir con muchos y muy poderosos reyes, pero esos triunfos no significan nada mientras Romanos y Germanos permanezcan ilesos y no hayamos vengado varonilmente en ellos la matanza que infligieron antaño a nuestros compatriotas. Ahora que tenemos ocasión de vérnoslas con ellos, se desborda mi gozo, y ardo en deseos de que llegue el día de la batalla. Estoy sediento de su sangre, como del agua de un manantial después de haber estado tres días sin beber. Si alcanzo a ver esa jornada, ¡qué dulces serán las heridas que me abrirán y que abriré, cuando lleguemos al cuerpo a cuerpo! Dulce será también la propia muerte, si la sufro vengando a nuestros mayores, salvaguardando nuestra libertad, exaltando a nuestro rey. Ataquemos, pues, a esos afeminados y no cejemos hasta haberlos vencido por completo, despojándolos de todos sus honores en alegre victoria. Por mi parte, engrosaré las filas de nuestro ejército con dos mil caballeros armados, sin contar los hombres de a pie».
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A continuación, los demás dijeron lo que tenían que decir. Uno tras otro prometieron a Arturo tantos guerreros como exigía su condición de vasallos, de manera que, además de los que había prometido el rey de Armórica, se reunieron sesenta mil hombres armados tan sólo de la isla de Britania. Los reyes de las demás islas no utilizaban aún la caballería y, por tanto, enviaron tantos combatientes dé a pie como debían, de modo que de las seis islas, a saber, Hibernia, Islandia, Gotland, las Oreadas, Noruega y Dinamarca, acudieron seis veces veinte mil infantes. De los diversos ducados de las Galias, esto es, los de los Rutenos, Portivenses
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, Neustrienses, Cenomanos, Andegavenses y Pictavenses, llegaron ochenta mil; y de los doce condados de aquellos que vinieron con Gerín de Chartres, mil doscientos. Eran ciento ochenta y tres mil trescientos hombres en total, sin contar los soldados de infantería, cuyo número no era fácilmente computable
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.
Cuando el rey Arturo vio a todos sus vasallos dispuestos como un solo hombre a servirlo, les ordenó volver inmediatamente a sus lugares de origen en busca de las tropas prometidas y acudir con ellas el día de las calendas de agosto
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al puerto de Barfleur
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; desde allí se dirigirían al territorio de los Alóbroges, donde tendría ocasión de enfrentarse con los Romanos. Finalmente, envió legados a los emperadores, diciéndoles que no tenía la menor intención de pagar el tributo y que no iba a Roma en cumplimiento de sus órdenes, sino, por el contrario, para reclamarles lo mismo que ellos le habían reclamado a él por mediación de Lucio Hiberio. Parten los mensajeros, parten también reyes y barones, y no tardan en llevar a término cuanto les ha sido ordenado.
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Tan pronto como Lucio Hiberio conoció la respuesta de Arturo, mandó llamar por orden del senado a los reyes de oriente para que preparasen sus ejércitos y marcharan con él a conquistar Britania. Allí acudió rápidamente Epístrofe, rey de los Griegos; Mustensar, rey de los Africanos; Alifátima, rey de Hispania; Hirtacio, rey de los Partos; Boco, rey de los Medos; Sertorio, rey de Libia; Serses, rey de los Itureos
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; Pandraso, rey de Egipto; Micipsa, rey de Babilonia; Politetes, duque de Bitinia; Teucro, duque de Frigia; Evandro de Siria, Equión de Beocia e Hipólito de Creta, junto con los duques y barones a ellos sometidos. De entre los senadores acudieron Lucio Cátelo, Mario Lépido, Gayo Mételo Cota, Quinto Milvio Cátulo, Quinto Carucio y muchos más, hasta un total de cuarenta mil ciento sesenta.
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A comienzos de agosto, una vez preparado todo lo necesario, se pusieron en marcha hacia Britania. Al enterarse de su movimiento, Arturo confió la regencia de Britania a su sobrino Mordred y a la reina Ginebra, y, dirigiéndose con su ejército a Puerto de Hamón, se hizo a la mar con viento favorable. Hacia la medianoche, mientras rodeado de innumerables naves surcaba las aguas en próspera y alegre travesía, se apoderó de él un sueño muy profundo. Dormido, vio en sueños a un oso que volaba por el aire y ante cuyos gruñidos se estremecían todas las riberas; vio también a un terrible dragón que, volando desde Occidente, iluminaba el país con el resplandor de sus ojos; cuando el dragón y el oso se encontraron, trabaron entre sí prodigiosa batalla, y el dragón, atacando una y otra vez al oso con su aliento de fuego, dio en tierra con el cuerpo chamuscado de su rival. En ese punto Arturo despertó, y refirió lo que había soñado a los circunstantes, quienes interpretaron que el dragón era el propio rey y el oso un gigante con el que iba a combatir; que la batalla soñada era el trasunto de la que mantendrían él y el gigante, y que la victoria del dragón representaba su propio triunfo. Arturo, por su parte, no opinaba lo mismo, y quería ver en su sueño una alusión a sí mismo y al emperador. Cuando hubo pasado la noche y la bermeja aurora despuntaba en el cielo, desembarcaron en Barfleur. Armadas al punto sus tiendas, se dispusieron a esperar allí la llegada de los reyes de las islas y de los duques de las provincias adyacentes.
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Entretanto, anuncian a Arturo que un gigante de portentoso tamaño, procedente de Hispania, ha arrebatado a Helena, sobrina del duque Hoel, de manos de quienes la custodiaban y ha escapado con ella a la cumbre de la montaña que hoy se llama Mont Saint Michel. Hasta allí lo han seguido los caballeros de la comarca, pero sin resultados positivos, pues si lo atacaban por mar, les hundía las naves lanzándoles enormes rocas, y si por tierra, o los mataba con todo tipo de armas arrojadizas o, capturándolos, los devoraba cuando aún estaban vivos.
La noche siguiente, a las dos de la madrugada, tomó Arturo consigo a su senescal Kay y a su copero Bedevere, y, saliendo en secreto del campamento, se encaminó hacia la montaña. Era tan grande el valor del rey que no creía necesario poner en marcha todo un ejército contra monstruos semejantes: él solo se bastaba para destruirlos, infundiendo así con su ejemplo coraje a sus soldados. Cuando llegaron cerca del monte, vieron que ardía una hoguera en su cumbre, y distinguieron otro fuego menor sobre un monte más bajo, no lejos del primero. Como ignoraban en cuál de los dos tenía su morada el gigante, enviaron a Bedevere a averiguarlo. Se dirigió primero éste en barca hacia la montaña menor, a la que no podía acceder por tierra, pues se encontraba en medio del mar. Comenzaba a trepar hasta la cumbre cuando oyó un clamor lúgubre de mujer encima de él. En un principio se estremeció de horror, pues temía que el monstruo pudiese estar allí. Pero recobró el coraje y, desenvainando su acero, prosiguió la escalada. Al llegar a la cumbre, no encontró nada más que la hoguera que había visto antes. En seguida descubrió al lado del ruego un túmulo recientemente levantado; junto a la tumba, había una anciana que se deshacía en sollozos. En cuanto ella lo vio, interrumpió sus lágrimas y le dijo: