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Derrotados así los Romanos, tomó Asclepiodoto la corona del reino y, con el beneplácito popular, se la impuso sobre sus sienes. Durante diez años gobernó el país justamente y en paz, reprimiendo la crueldad de los ladrones y las cuchilladas de los bandidos. Fue en sus días cuando surgió la persecución del emperador Diocleciano, que casi hizo desaparecer el cristianismo de la isla, donde había permanecido íntegro e inviolado desde los tiempos del rey Lucio. Maximiano Herculio, en efecto, general en jefe de las tropas del antedicho tirano, llegó a Britania; por orden suya, todas las iglesias fueron derribadas, y todas las santas escrituras que se pudieron encontrar fueron arrojadas al fuego en las plazas públicas; la flor y nata de los sacerdotes fue asesinada junto con los fieles a ellos encomendados, porfiando en filas compactas todos ellos por morir, como el que sabe que camina hacia el gozo del reino de los cielos, hacia su verdadera morada. Dios, sin embargo, incrementó su misericordia hacia nosotros y, en los días de la persecución, con vistas a que los Britanos no quedaran completamente sepultados en la impenetrable oscuridad de tan negra noche, encendió para nuestro pueblo, como beneficio gratuito de su bondad, las deslumbrantes lámparas de sus santos mártires. Aún hoy sus sepulturas y los lugares de sus pasiones seguirían infundiendo el mismo ardor de caridad divina en los espíritus, si no hubiesen sido arrancados a nuestros compatriotas por la funesta perversidad de los bárbaros. Entre aquellas personas de uno y otro sexo que, con la mayor grandeza de ánimo, permanecieron firmes en las filas de Cristo, padeció martirio Albano de Verulam
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, y también Julio y Aarón, vecinos de Ciudad de las Legiones. Albano, ardiendo en la gracia de la caridad, vio a su confesor Anfíbalo perseguido y a punto de ser capturado, lo ocultó primero en su casa y después, cambiando los vestidos con él, se dispuso a morir en su lugar, imitando en esto a Cristo, que dio su alma por sus ovejas. Los otros dos, con el cuerpo espantosamente destrozado, volaron juntos sin tardanza a las gloriosas puertas de Jerusalén con los trofeos de su martirio.
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En el ínterin, Coel, duque de Kaercolun, esto es, de Colchester, se sublevó contra el rey Asclepiodoto y, presentándole batalla, lo mató y se coronó con la diadema del reino. Cuando estos hechos fueron conocidos en Roma, el senado se alegró mucho de la muerte de un rey que tanto había perjudicado al poder romano en todo cuanto hizo. Viniéndoles a la mente los reveses que habían sufrido al perder el reino, enviaron como legado al senador Constancio, un hombre sabio y esforzado que había sometido Hispania al dominio romano y que había trabajado como nadie en aumentar el poder del estado. Por su parte, Coel, caudillo de los Britanos, al enterarse de la llegada de Constancio, temió entablar combate con él, pues la reputación del Romano era tal que ningún rey podía oponérsele. Así, pues, cuando desembarcó Constancio en la isla, Coel le envió legados pidiéndole paz y prometiéndole sumisión, sobre la base de que él conservaría el reino de Britania y se plegaría a la soberanía romana con el tributo acostumbrado y nada más. Constancio convino en la propuesta que le acababan de formular, y, recibidos los rehenes, firmaron ambos un tratado de paz. Un mes después, una gravísima enfermedad se apoderó de Coel y en ocho días lo mató. Muerto Coel, Constancio tomó la corona del reino y desposó a una hija del rey difunto. Su nombre era Helena y su belleza superaba con mucho a la de todas las jóvenes de Britania. En ninguna parte podía hallarse otra doncella tan experta en tañer todo género de músicos instrumentos ni tan docta en las artes liberales. Su padre carecía de cualquier otra descendencia que heredase su trono; por esta razón se había esforzado en enseñarla, al objeto de que a su muerte pudiese regir los destinos del reino eficazmente. Después de que Constancio la recibiera en matrimonio, engendró en ella un hijo y lo llamó Constantino. Pasaron once años y Constancio murió en Eboraco, legando el reino a su hijo. Éste, en cuanto accedió al trono del reino, comenzó en pocos años a evidenciar una probidad sin fisuras, a mostrar una fiereza leonina y a mantener con energía la justicia entre sus súbditos. Reprimió para ello la rapacidad de los salteadores de caminos, puso fin a las crueldades de los tiranos locales e hizo cuanto pudo por restaurar la paz en todos los rincones de Britania.
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En aquel tiempo había en Roma un tirano, llamado Majencio, que intentaba desheredar a todos los nobles y a los más probos ciudadanos, y oprimía el estado con la peor de las tiranías. Aquellos sobre los que descargó su brutalidad se dirigieron, arrojados de su país, a Constantino de Britania y Rieron recibidos con todos los honores por él. Finalmente, cuando eran muchos ya los refugiados, se las ingeniaron para inflamar en odio a Constantino contra el antedicho tirano, y sin cesar se lamentaban de su suerte en discursos como el que sigue:
—«¿Hasta cuándo soportarás, oh Constantino, nuestra desgracia y nuestro destierro? ¿A qué aguardas para devolvernos a nuestra patria? Tú eres el único de nuestra raza que eres capaz de expulsar a Majencio y de restituirnos lo que hemos perdido. ¿Qué príncipe, en efecto, puede compararse con el rey de Britania, ya sea en lo que atañe a la fuerza de sus vigorosos guerreros, ya en la abundancia de oro y de plata? Te lo pedimos, rey, ven con nosotros a Roma con tu ejército y, venciendo al tirano, devuélvenos nuestras posesiones, devuélvenos a nuestras mujeres y a nuestros hijos».
Inducido por estas y otras razones. Constantino marchó contra Roma, conquistó la ciudad y se convirtió en soberano del mundo entero. Había llevado consigo a tres tíos de Helena, a saber, Joelín, Trahern y Mario, a quienes promovió al rango senatorial.
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Entretanto, Octavio, duque de los Gewiseos
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, se rebeló contra los procónsules en cuyas manos, como dignatarios de Roma, había sido depositado el gobierno de la isla, y, después de vencerlos y matarlos, se instaló en el trono del reino. Cuando Constantino lo supo, envió a Trahern, tío de Helena, con tres legiones a fin de restaurar en la isla la soberanía romana. Trahern desembarcó en la costa cercana a la ciudad llamada Kaerperis
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en lengua británica. Atacó la ciudad y la tomó dos días después. Circuló la noticia de este hecho entre todas las tribus, y el rey Octavio reunió a todos los hombres de la isla en edad de empuñar un arma y salió al encuentro de Trahern no lejos de Güintonia, en una llanura que los Britanos llaman Maisurian. Allí peleó Octavio, y se hizo con la victoria. Trahern, por su parte, se dirigió a las naves con sus maltrechas tropas y, embarcando, marchó por mar a Albania, donde se dedicó a saquear las provincias. Cuando el rey Octavio lo supo, congregó de nuevo a sus hombres, buscó a Trahern y se enfrentó con él en la provincia de Westmorland, pero esta vez fue derrotado y tuvo que huir. En cuanto Trahern vio que el triunfo era suyo, persiguió a Octavio y no le dio respiro, con el único objeto de arrebatarle sus ciudades y su corona. Octavio estaba muy preocupado por la pérdida de su reino, de manera que decidió navegar a Noruega, a pedir ayuda al rey Gumberto. En el ínterin, había ordenado a sus íntimos que hicieran todo lo posible por asesinar a Trahern. El conde de Castillo Municipal
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, que apreciaba a Octavio más que a nadie, obedeció sus órdenes tan pronto como pudo. Un día en que Trahern se encontraba fuera de Londres, lo esperó oculto con cien soldados en cierto valle de la floresta por donde tenía que pasar, lo atacó de improviso y lo mató en medio de sus hombres. Cuando Octavio lo supo, volvió a Britania y, puestos en fuga los Romanos, recuperó el trono del reino. Tal probidad y tanta abundancia de oro y plata adquirió en poco tiempo que no temía a nadie. Lo cierto es que se mantuvo felizmente en el trono de Britania desde entonces hasta los días de Graciano y de Valentiniano.
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Finalmente, ya anciano y queriendo dejarlo todo bien dispuesto para su pueblo, preguntó a sus consejeros quién de su estirpe creían que debía ser elevado a la realeza al morir él. Tenía una única hija, y carecía de heredero varón a quien poder legar el gobierno del país. Hubo quien le recomendó que casara a su hija con algún noble romano y que, con ella, le diera el reino, a fin de disfrutar de una paz sólida y estable. Otros apuntaban a Conan Meriadoc) sobrino del rey, como heredero del trono, y aconsejaban entregar la mano de la princesa a algún príncipe de otra nación, con una dote de oro y de plata. Mientras debatían estas cuestiones, llegó Caradoc, duque de Cornubia, y opinó que debían invitar al senador Maximiano y darle en matrimonio a la hija del rey, junto con el gobierno de la isla, para gozar así de una paz perpetua. Maximiano era Britano por parte de padre, pues era hijo de Joelín, tío de Constantino, de quien ya hemos hecho mención más arriba; por su madre y por su nacimiento era, sin embargo, Romano, y, por su sangre, de estirpe regia por ambos lados.
Esta solución prometía, por tanto, una paz duradera, pues Caradoc sabía que Maximiano, siendo a la vez de la familia de los emperadores y Britano de origen, tendría derecho a regir los destinos de Britania. Ante este consejo del duque de los Cornubienses se indignó Conan, sobrino del rey, pues anhelaba obtener la corona con toda su alma, y perturbó por este motivo a toda la curia. Caradoc, por su parte, mantuvo su propuesta y envió a Mauric, su hijo, a Roma, a explicar el asunto a Maximiano. Era Mauric de gentil estatura y de gran probidad y valor; de los que, si alguien contradecía algo que él había decidido, estaban dispuestos a mantenerlo por las armas, en singular combate. Tan pronto como llegó a presencia de Maximiano, fue convenientemente recibido por él y honrado por encima de los guerreros que lo acompañaban. Había entonces una gran rivalidad entre el propio Maximiano y los dos emperadores —Graciano y su hermano Valentiniano—, pues le habían negado a aquél la tercera parte de imperio que reclamaba. Cuando Mauric vio cómo vejaban los emperadores a Maximiano, habló a éste en los términos siguientes:
—«¿Por qué temes, Maximiano, a Graciano, cuando está claro para ti el camino por el que puedes arrebatarle el imperio? Ven conmigo a la isla de Britania y obtendrás la corona de ese reino. El rey Octavio está agobiado por la debilidad y la vejez, y no desea otra cosa que encontrar a alguien a quien legar su reino junto con su hija. Carece de descendencia masculina y, por eso, ha pedido la opinión de sus barones acerca del hombre a quien dar como esposa a su única hija, con el reino como dote. Sus héroes respondieron a su llamada y decidieron entregarte a ti el reino y la mano de la doncella. Me han enviado a mí para que te lo haga saber. De modo que, si vienes conmigo y llevas a término esta empresa, con la cantidad de oro y plata que hay en Britania y con la multitud de bravos guerreros que allí habitan, podrás volver a Roma, expulsar a los emperadores y poner la ciudad bajo tu yugo. Así lo hizo tu pariente Constantino, y muchos otros reyes nuestros que accedieron al solio imperial».
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Maximiano, asintiendo a las palabras de Mauric, se dirigió a Britania. No dejó de saquear en su ruta las ciudades de los Francos, amontonando así el oro y la plata necesarios para reunir bajo su bandera soldados que acudían de todas partes. Después, haciéndose a la mar con vientos favorables, desembarcó en Puerto de Hamón. Cuando el rey Octavio lo supo, se quedó paralizado de terror, creyendo que acababa de llegar un ejército hostil. Así que llamó a Conan, su sobrino, y le ordenó reunir a todos los hombres armados de la isla y marchar al encuentro del enemigo. Reunió al punto Conan a toda la juventud del reino y llegó a Puerto de Hamón, donde Maximiano había levantado sus tiendas. Cuando se apercibió de la llegada de tan inmensa muchedumbre de Britanos, Maximiano se abismó en negras cavilaciones, no sabiendo qué hacer. Sus soldados eran inferiores en número, y, además, no sólo lo hacía vacilar la multitud de los recién llegados, sino también su arrojo en el combate, de manera que no abrigaba ninguna esperanza de paz. Convocó entonces a los más viejos de sus hombres y a Mauric, y comenzó a preguntar qué debía hacerse en tales circunstancias. Mauric respondió:
—«No podemos enfrentarnos con tantos belicosos guerreros. No hemos venido aquí con el propósito de conquistar Britania por la fuerza de las armas. Debemos pedir paz y licencia para acampar aquí hasta saber lo que el rey pretende. Digámosles que hemos sido enviados por los emperadores para traer un mensaje de su parte al rey Octavio, y ablandemos así a este pueblo con sagaces palabras».
Pareció bien el plan a todos. Mauric tomó consigo a doce de los barones, los doce de cabello cano y más sabios que los demás, los doce llevando una rama de olivo en su mano derecha, y salió con ellos al encuentro de Conan. Cuando los Britanos ven a aquellos hombres de venerable edad con el ramo de olivo, como signo de paz, en las manos, se ponen respetuosamente en pie y les despejan el camino para que puedan acercarse con facilidad a su caudillo. Pronto estuvieron en presencia de Conan Meriadoc. Lo saludaron en nombre de los emperadores y del senado, y le dijeron que Maximiano había sido enviado al rey Octavio para transmitirle instrucciones de parte de Graciano y Valentiniano. A esto Conan replicó:
—«¿Por qué, entonces, lo acompañan tantos guerreros? No suelen ser ésas las trazas de un legado. Más parecen las de un ejército de enemigos que maquinan alguna injuria contra nosotros».
Mauric dijo:
—«Un hombre de su rango no puede viajar oscuramente, sin escolta; tanto más cuanto que Maximiano suscita el odio de muchos reyes a causa del poder de Roma y de los hechos de sus propios antepasados. Si hubiese venido con una comitiva menor, habría sido muerto tal vez por los enemigos del estado. Vino en paz y es paz lo que busca: de su propia conducta debe inferirse, pues, a partir del instante en que desembarcamos, nos hemos comportado de tal manera que no hemos hecho mal a nadie. Hemos pagado cuanto hemos tomado, como un pueblo pacífico; hemos comprado cuanto hemos necesitado, sin arrebatar nada a nadie por la fuerza».
Mientras Conan dudaba si hacer la paz o emprender la guerra, llegó Caradoc, duque de Cornubia, y con él otros muchos barones. Entre todos disuadieron a Conan de iniciar las hostilidades después de haber oído semejante petición. Conan hubiese preferido luchar, pero depuso las armas, les concedió la paz y condujo a Maximiano a Londres, junto al rey, explicándole a éste lo sucedido punto por punto.