Historia de los reyes de Britania (26 page)

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Authors: Geoffrey de Monmouth

Tags: #Historico

BOOK: Historia de los reyes de Britania
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Mal sufrió Lucio Hiberio tales reveses. Atormentado y perplejo, su ánimo se inclinaba unas veces a esta y otras a aquella solución, dudando si debía entablar batalla abierta con Arturo o si sería más aconsejable retirarse a Autun y aguardar allí refuerzos del emperador León. Prevaleció, por fin, su miedo y, a la noche siguiente, marchó con sus ejércitos a Langres, en su camino a la antedicha ciudad de Autun. Enterado de los movimientos de su adversario, Arturo quiso adelantársele en el camino y esa misma noche, dejando Langres a su izquierda, llegó a un valle llamado Saussy
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, por donde Lucio tenía que pasar.

Queriendo formar a sus hombres en línea de combate, dejó en reserva una legión al mando del conde Morvid para que, si fuere menester, supiese adonde podía retirarse a rehacer sus filas, a fin de presentar de nuevo batalla al enemigo. Dividió el resto de sus tropas en siete batallones
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, compuesto cada uno de cinco mil quinientos cincuenta y cinco hombres armados. Una parte de cada batallón así establecido lo formaban las fuerzas de a caballo, y otra, los guerreros de a pie. Habían recibido órdenes según las cuales la infantería atacaría de frente, mientras que la caballería, avanzando en cerrada formación, lo haría oblicuamente, esforzándose por dispersar al enemigo. De acuerdo con una inveterada costumbre británica, los infantes adoptaron una formación en cuadrado, con alas derecha e izquierda. Comandaba el ala derecha del primer batallón Angusel, rey de Albania; el duque de Cornubia, Cador, se hizo cargo del ala izquierda. Dos insignes condes, Gerín de Chartres y Bosón de Ridichen (u Oxford en lengua sajona), ostentaban el mando de la segunda división; Asquilo, rey de los Daneses, y Lot, rey de los Noruegos, se hallaban al frente de la tercera. Los jefes del cuarto batallón eran Hoel, duque de Armórica, y Gawain, sobrino del rey. Tras estos cuatro batallones se dispusieron otros cuatro en la retaguardia; el primero de ellos lo acaudillaban Kay el senescal y Bedevere el copero; Holdino, duque de los Rutenos, y Güitardo, duque de los Pictavenses, mandaban el segundo; el tercero les fue encomendado a Jugein de Leicester, Jonatal de Dorchester y Cursalem de Caicester, y el cuarto a Urbgenio de Bath. Tras éstos, el propio Arturo escogió posición para sí y para una legión que se había reservado, y allí clavó el dragón de oro de su bandera. A ese lugar podían retirarse, en caso de necesidad, los soldados heridos y agotados, como si se tratase de un campamento. Constaba la legión de Arturo de seis mil seiscientos sesenta y seis hombres.

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Una vez formado todo el ejército, el rey les habló así a sus camaradas:

—«Compatriotas, vosotros que habéis hecho a Britania dueña y señora de tres veces diez reinos, os felicito por ese coraje vuestro que, lejos de desfallecer, veo que aumenta cada día más. Aunque habéis estado inactivos por espacio de cinco años y os entregasteis durante ese tiempo a los deleites del ocio y no al ejercicio de la guerra, vuestro innato valor no ha degenerado lo más mínimo; por el contrario, habéis perseverado en él, poniendo en fuga a los Romanos, que, espoleados por su propia soberbia, trataban de arrebatarnos nuestra libertad. Fueron ellos quienes iniciaron esta contienda, confiados en su superioridad numérica, pero no han podido resistir vuestro empuje y han tenido que buscar deshonroso refugio en esa ciudad
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. Ahora se disponen a abandonarla, y tendrán que pasar por este valle en su camino a Autun. Entonces vosotros caeréis sobre ellos cuando menos lo esperen y los degollaréis como corderos. Sin duda, pensaban que residía en vuestros corazones la molicie y la cobardía propia de los pueblos orientales, cuando quisieron hacer tributario a vuestro país y a vosotros esclavos. ¿Acaso no han oído hablar de las campañas que llevasteis a cabo contra Daneses y Noruegos, y contra los caudillos de los Galos, a quienes sometisteis a mi poder y liberasteis de su vergonzosa tiranía? Si fuimos capaces de vencer en batallas de tanto fuste, obtendremos sin duda el triunfo en esta más ligera, si ponemos igual empeño en aplastar a esos afeminados. ¡Cuántos honores os aguardan si obedecéis fielmente mis órdenes, como leales camaradas que sois! Tan pronto los hayamos derrotado, nos pondremos en marcha hacia Roma; una vez allí, conquistaremos la ciudad y, cuando la hayamos conquistado, entraremos en posesión de todo lo que encierra: vuestros serán el oro y la plata, los palacios, las torres, los castillos, ciudades y demás tesoros de los vencidos».

Así dijo, y todos asintieron con un clamor unánime, dispuestos antes a morir que a abandonar el campo, mientras su rey permaneciese vivo.

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Por su parte, Lucio Hiberio, informado de la encerrona que le habían preparado, pensó primero en huir, pero cambió de opinión y, recobrando el coraje, decidió aceptar la batalla con los Britanos en el mismo valle por donde había de pasar. A este efecto, convocó a sus generales y les habló del modo siguiente:

—«Patricios venerables, a cuyo imperio deben vasallaje los reinos de Oriente y de Occidente, recordad las hazañas de vuestros mayores, que no dudaron en derramar su sangre para prevalecer sobre los adversarios de la República, dejando un vivo ejemplo de valor y virtudes guerreras a sus descendientes, pues luchaban como si Dios hubiese dispuesto que ninguno de ellos muriera en el campo de batalla. Triunfaban casi siempre, y triunfando, evitaban la muerte, creyendo firmemente que a nadie podía sucederle nada que no hubiese previsto la voluntad divina. Y de ese modo crecía la República, y crecían los hechos heroicos de los Romanos. Y la honestidad, la honra y la largueza que son propias de las almas nobles florecieron en aquellos héroes durante largos años, y los exaltaron a ellos y a sus descendientes al dominio de todo el orbe. Ese es el espíritu que quiero insuflar en vosotros. Os exhorto a que recobréis las virtudes de vuestros antepasados y a que, imbuidos de aquel valor, os enfrentéis a vuestros enemigos en el valle en que se hallan emboscados y luchéis por arrebatarles lo que es nuestro. Ni por un momento penséis que me he refugiado en esta ciudad porque tema a los Britanos o tenga miedo de combatir con ellos; por el contrario, lo he hecho contando con que nos perseguirían incautamente y, al atacarnos en desorden, hubiéramos podido salir de improviso a su encuentro e infligirles gran mortandad. Pero, como ellos han obrado de manera distinta a la que esperábamos, debemos modificar también nosotros nuestros planes. Acudamos a su encuentro y ataquémoslos con denuedo; o, si son ellos quienes llevan la iniciativa, mantengamos firmes nuestras líneas y aguantemos su primera embestida: obrando así, no cabe duda de que triunfaremos, pues en la mayoría de las batallas el bando que consigue resistir el primer ataque obtiene frecuentísimamente la victoria».

Tan pronto corno hubo dado fin a estas razones y a otras similares, sus hombres asintieron unánimes y, alzando las manos unidas, juraron ser fieles a Roma. Se armaron luego a toda prisa y, una vez armados, salieron de Langres y se dirigieron al valle donde Arturo tenía desplegado su ejército. Habían dividido sus tropas en doce legiones, todas de infantería, que, según costumbre romana, tenían forma de cuña; constaba cada una de seis mil seiscientos sesenta y seis soldados. Pusieron al frente de cada división a un comandante, a quien correspondía decidir cuándo se debía atacar y cuándo resistir las acometidas del enemigo. El mando de la primera legión le fue confiado a Lucio Cátelo y a Alifátima, rey de Hispania; el de la segunda, a Hirtacio, rey de los Partos, y al senador Mario Lépido; el de la tercera, a Boco, rey de los Medos, y al senador Gayo Mételo, y el de la cuarta, a Sertorio, rey de Libia, y al senador Quinto Milvio. Estas cuatro legiones constituían la primera línea. Tras ellas había otras cuatro: a la cabeza de la primera colocaron a Serses, rey de los Itureos; Pandraso, rey de Egipto, mandaba la segunda, y Politetes, duque de Bitinia, la tercera, tomando a su cargo la cuarta Teucro, duque de Frigia. Tras estas cuatro había otras tantas: acaudillaba la primera el senador Quinto Carucio; la segunda, Lelio de Ostia; la tercera, Sulpicio Subúculo, y la cuarta, Mauricio Silvano. En cuanto a Lucio, iba y venía entre sus hombres, dándoles órdenes e instrucciones acerca de cómo debían comportarse. Y ordenó que, en mitad de la formación, se plantara el águila de oro de su estandarte, y que todo aquel que se viera alejado de sus filas por la marea bélica hiciese lo posible por volver junto a su bandera.

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Por fin se encuentran frente a frente Britanos y Romanos, con los venablos prestos a ser usados. Suenan al punto las trompetas que llaman al combate, y la legión mandada por el rey de Hispania y Lucio Cátelo carga briosamente contra la división acaudillada por el rey de Escocia y el duque de Cornubia, pero ésta se mantiene firme y los Romanos no consiguen romperla. Mientras persiste la legión romana en su furiosa acometida, entran en acción los soldados que Gerín y Bosón guiaban, y, a todo galope, se precipitan sobre los asaltantes, rompen sus filas y tropiezan con el batallón que el rey de los Partos conducía contra la división de Asquilo, rey de los Daneses. Acto seguido, ambos ejércitos se encuentran con violencia y, quebrando sus respectivas líneas de batalla, se enzarzan en mortal combate. Lamentable es la mortandad que ambas partes se infligen en medio de un griterío ensordecedor, batiendo la tierra con la cabeza o con los pies, vomitando la vida al mismo tiempo que la sangre. El primer daño grave lo padecieron los Britanos, pues fue muerto el copero Bedevere y mortalmente herido Kay, el senescal. Bedevere se enfrentó a Boco, rey de los Medos, y cayó muerto, atravesado por la lanza de su rival, en medio de la hueste enemiga. Quiso vengarlo el senescal Kay, pero se encontraba rodeado de Medos y recibió una herida mortal. Sin embargo, como buen caballero que era, se abrió paso con los hombres que llevaba y, dispersando a sus enemigos, habría conseguido retornar a sus filas con la formación intacta de no haberse topado con la legión del rey de Libia, cuya embestida abrió brecha en las tropas conducidas por Kay. Cedió entonces terreno y logró retirarse al dragón de oro con el cadáver de Bedevere. ¡Cómo se lamentaban los de Neustria al ver el cuerpo de su duque destrozado por tantas heridas! ¡Qué duelo hacían los Andegavenses mientras trataban de curar las heridas de Kay, su señor! Pero no era momento para quejas, pues ambos ejércitos se bañaban en sangre atacándose mutuamente, y de nada servía gemir ni lamentarse: había que mirar por la propia defensa.

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A Hírelgas, sobrino de Bedevere, lo conmovió sobremanera la muerte de éste. Tomó a trescientos de los suyos y, como un jabalí en medio de una jauría, arremetió a todo galope contra las filas enemigas hasta llegar al sitio donde había visto que se hallaba el estandarte del rey de los Medos; lo hacía sin pensar en lo que pudiera sucederle, guiado por el deseo de vengar a su tío. Una vez allí, mató al rey medo y, llevándose el cadáver a sus líneas, lo colocó junto al del copero y lo cortó en pedazos. Después, arengando con gran clamor a sus compatriotas, los exhortó a acometer al enemigo con ataques continuos ahora que su coraje hervía, ahora que el corazón de sus rivales temblaba de terror, ahora que estaban mejor dispuestos para el cuerpo a cuerpo, pues sus líneas se habían roto menos que las de los Romanos y se encontraban en condiciones de redoblar sus embestidas e infligirles mayor estrago. Animados por sus palabras, los Britanos atacaron al enemigo por todas partes, y el campo quedó sembrado de cadáveres de ambos ejércitos. Por el bando de los Romanos, junto a muchísimos otros, cayó Alifátima, rey de Hispania, y Micipsa de Babilonia, así como los senadores Mario Lépido y Quinto Milvio. De la parte de los Britanos cayeron Holdino, duque de los Rutenos, y Leodegario de Boulogne, junto a tres condes de Britania: Cursalem de Caicester, Galuc de Salisbury y Urbgenio de Bath.

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Sobremanera debilitadas, las tropas que mandaban estos caudillos hubieron de retroceder hasta la hueste de los Britanos de Armórica, que conducían Hoel y Gawain. Y los Armoricanos, convertidos en puro ruego, atacaron al enemigo y, reuniendo a los que retrocedían, obligaron a huir a quienes poco antes habían sido perseguidores, y los persiguieron a su vez, matando a unos y derribando a otros, y no cesaron en la matanza hasta llegar al batallón del emperador, que, apercibiéndose del desastre sufrido por sus compañeros, se apresuraba a prestarles socorro.

En el primer encuentro, los Britanos salieron malparados. Quimarcoc, conde de Tréguier, cayó muerto, y dos mil guerreros con él. Cayeron también tres ínclitos barones: Ricomarco, Blocovio y Lagvio de Bodloan
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. Si hubiesen ocupado un trono, las edades futuras habrían celebrado su fama, pues eran hombres de gran valor. En el ataque que llevaron a cabo con Hoel y Gawain, y que ya os he descrito, no hubo enemigo que les hiciera frente a quien no arrebatasen la vida con la espada o la lanza. Pero cuando llegaron ante la misma guardia de Lucio, se vieron rodeados por todas partes de Romanos y cayeron al mismo tiempo que Quimarcoc y sus camaradas.

Los siglos pretéritos no habían engendrado mejores caballeros que Hoel y Gawain. Al enterarse de la muerte de sus hombres, insistieron aún más encarnizadamente en el ataque, y ahora aquí, ahora allá, corriendo el uno en una dirección y el otro en otra, acechaban la cuña del emperador. Gawain, rebosante de valor por sus recientes hazañas, hacía todo lo posible por enfrentarse con Lucio y, en su esfuerzo, empujaba más y más, como el más bravo de los guerreros, y empujando abatía enemigos, y abatiéndolos los mataba. Hoel no se mostraba menos valiente y, en la otra zona de la batalla, se movía con la velocidad del rayo, animando a sus soldados, y hería a los enemigos sin temor a recibir sus golpes, y no había momento en que dejara de golpear o fuese golpeado. No sería fácil decir cuál de los dos se comportó mejor en esa jornada.

Por fin, Gawain, que acechaba la cuña del emperador —como quedó dicho—, encontró la oportunidad que apetecía y, topando con Lucio, se dispuso a enfrentarse con él. El general romano se hallaba en la flor de su juventud, lleno de audacia, fuerza y coraje, y no deseaba otra cosa que pelear contra un caballero como Gawain, que a buen seguro lo obligaría a probar su bondad en los hechos de armas. Así que esperó a Gawain a pie firme, pues mucho se preciaba de combatir con un adversario tan famoso. Largo tiempo duró el duelo entre ambos, y poderosos fueron los golpes que intercambiaron sobre los escudos que los protegían, esforzándose cada uno al máximo por herir de muerte al contrario. Cuando se encontraban en el punto más encarnizado del combate, he aquí que los Romanos, súbitamente recuperados, atacaron a los de Armórica acudiendo en defensa de su emperador y lograron rechazar a Hoel y Gawain, sembrando la muerte entre sus tropas y no deteniéndose en su avance hasta llegar a la vista de Arturo y su batallón.

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