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Authors: Geoffrey de Monmouth

Tags: #Historico

Historia de los reyes de Britania (25 page)

BOOK: Historia de los reyes de Britania
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—«¡Hombre infeliz! ¿Qué funesta fortuna te ha conducido a este lugar? Me compadezco de ti, porque vas a morir entre inenarrables tormentos. Lástima me das, pues esta misma noche un monstruo abominable destruirá la flor de tu juventud. Va a venir, en efecto, un gigante de odioso nombre, aquel gigante criminal e impío que trajo a la sobrina del duque a esta montaña, donde ahora yace bajo este túmulo que acabo de erigirle yo, su nodriza, a quien también condujo aquí ese infame raptor. ¿De qué forma inaudita te matará, sin vacilar un solo instante? ¡Ah, tristes hados! Cuando el monstruo tomó en sus brazos a la purísima niña que yo crié, el terror inundó su tiernísimo pecho, y así finalizó su vida, digna de una luz más durable. Y como no podía ya manchar con su inmunda lujuria a la que había sido mi alma gemela, mi otro yo, la alegría y el gozo de mi vida, puso en mí toda la violencia de su horrible deseo, aunque contra mi voluntad (y Dios y mi vejez me son testigos de ello). ¡Huye, querido mío, huye! Si, como es su costumbre, viniese a cohabitar conmigo y te encontrara aquí, te descuartizaría sin remedio».

Bedevere, conmovido tanto como le es dado conmoverse a un ser humano, tranquilizó a la anciana con amistosas palabras y la confortó prometiéndole pronta ayuda. Después regresó junto a Arturo y le dijo todo lo que había descubierto.

Lamentó Arturo el fin de la muchacha y ordeno a sus dos camaradas que le dejasen atacar solo al gigante; si fuese necesario, ellos podrían acudir en su ayuda y combatir vigorosamente a su lado. De manera que dirigieron sus pasos hacia la montaña más alta y, dejando los caballos al cuidado de sus escuderos, iniciaron la ascensión con Arturo al frente del grupo. Se hallaba aquel monstruo inhumano junto al fuego, con las fauces manchadas por la sangre de unos puercos que había estado devorando y cuyos restos asaba, ensartados en pinchos, sobre las brasas de la hoguera. Cuando los vio, mucho se sorprendió de su presencia y se apresuró a coger su clava, que dos hombres jóvenes no habrían podido sino a duras penas alzar del suelo. Por su parte, el rey desenvainó la espada y, protegiéndose con el escudo, echó a correr tan rápidamente como pudo para llevar la delantera a su rival e impedir que empuñase la clava. Pero el gigante, sabedor de las intenciones de Arturo, ya había tomado su arma, y golpeó con ella al rey sobre el escudo con tal violencia que el ruido del impacto resonó en todas las riberas y ensordeció por completo los oídos de su adversario. Entonces, Arturo, ardiendo en feroz cólera, levantó su espada y abrió en la frente de su enemigo una herida que, aunque no era mortal, hizo brotar la sangre por el rostro y los ojos del monstruo y lo cegó completamente. El gigante había desviado ligeramente el golpe con su clava y, de ese modo, había preservado su frente de una herida fatal. Cegado como estaba por la sangre que manaba de su cabeza, ganó en rabia y furor, y como el jabalí se precipita sobre el cazador a pesar del venablo que éste empuña, así aquel monstruo se arrojó sobre el rey despreciando su espada, le ciñó fuertemente la cintura con sus brazos y lo obligó a doblar en tierra las rodillas. Arturo, recobrando el valor, logró escurrirse pronto de su abrazo y lo golpeó aquí y allá con su espada, no cejando hasta que hubo incrustado toda la hoja de Caliburn en la cabeza de su rival, allí donde la calavera protege al cerebro. Herida de muerte, aquella criatura maligna lanzó un último grito y cayó al suelo con gran estrépito, como un roble arrancado de raíz por la furia de los vientos.

Rió el rey aliviado, y ordenó a Bedevere que cortara la cabeza al gigante y se la diera a uno de los escuderos para llevarla al campamento y exhibirla ante los soldados. Decía Arturo que no se había enfrentado nunca con nadie tan fuerte desde que dio muerte al gigante Ritón en el monte Aravio, cuando éste lo retó a singular combate. El tal Ritón se estaba haciendo una pelliza con las barbas de los reyes que iba matando, y mandó recado a Arturo de que se arrancara con cuidado su propia barba y, una vez arrancada, se la enviase; como Arturo despuntaba entre los demás reyes, el gigante le prometió en su honor coser su barba en la capa de piel por encima de las demás. Si no cumplía su mandato, lo desafiaba a combatir, y el vencedor del duelo obtendría la pelliza y la barba del vencido. Se llevó a cabo la pelea, y Arturo salió victorioso, apoderándose de la barba de su adversario y del trofeo. Desde entonces no había combatido con nadie tan fuerte como Ritón, hasta que se enfrentó con el gigante de la montaña de San Miguel. Tan pronto como consiguieron la victoria de la forma y manera que os he descrito, regresaron con la descomunal cabeza al campamento cuando rompían las primeras luces del alba. A su paso, las multitudes se agolpaban, vitoreando al hombre que había liberado el país de monstruo tan voraz.

Por su parte, Hoel, afligido por la muerte de su sobrina, ordenó edificar una basílica sobre su tumba, en la montaña que albergaba sus restos. El monte tomó el nombre de la sepultura de la doncella y aún hoy se llama Tumba de Helena
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Una vez reunidos todos en Barfleur, Arturo se dirigió a Autun, donde pensaba encontrar al emperador. Cuando llegó a orillas del río Aube, le anunciaron que los Romanos se hallaban acampados cerca de allí, y que su ejército era tan numeroso que, según decían, era un suicidio hacerle frente. Pero Arturo no se amedrentó y persistió en el plan que había trazado de antemano. Comenzó, pues, por construir su propio campamento a orillas del río, en un lugar desde donde podía mover libremente sus tropas o adonde podía retirarse, si fuere menester. Mandó después a dos de sus condes, Bosón de Oxford y Gerín de Chartres, junto con su sobrino Gawain, a Lucio Hiberio, para decirle que o traspasaba de regreso a Roma las fronteras de Galia o, al día siguiente, sabría por propia experiencia quién de los dos tenía mejor derecho sobre el país. Los jóvenes de Britania, exultantes de gozo ante las perspectivas de una batalla, comenzaron a instigar a Gawain para que provocara algún incidente en el campo del emperador y tuviesen, así, la oportunidad de enfrentarse con los Romanos.

Llegados a presencia de Lucio, le ordenaron retirarse de Galia o combatir al día siguiente.

Mientras el caudillo romano les respondía que no tenía intención alguna de regresar a Italia, sino de pelear para someter el país, a su sobrino Gayo Quintiliano, allí presente, se le ocurrió decir que los Britanos abundaban en fanfarronería y amenazas, pero carecían de arrojo y de valor a la hora de la verdad. Indignado, Gawain desenvainó la espada que llevaba colgada al cinto y, atacando al difamador, le cortó la cabeza. Acto seguido, montó a caballo, y sus compañeros con él. Los Romanos los persiguieron, unos a pie y otros a caballo, con ánimo de vengar la muerte de su compatriota en la persona de los legados, que huían a toda velocidad. Cuando uno de los perseguidores estaba a punto de alcanzar a Gerín de Chartres, éste se dio la vuelta de repente, enristró su lanza y atravesó la armadura de su enemigo, acertándole en la mitad del cuerpo y dando con todo su poder en tierra. Bosón de Oxford, celoso del valor que había exhibido el de Chartres, volvió grupas y arrojó su lanza a la garganta del primer hombre que encontró, hiriéndolo mortalmente y desmontándolo del rocín que empleaba en la persecución. En el ínterin, Marcelo Mucio, deseando ardientemente vengar a Quintiliano, amenazaba por la espalda a Gawain y estaba a punto de prenderlo cuando el Britano, girando en redondo, lo golpeó con la espada que blandía, hendiéndole yelmo y cabeza hasta el pecho; le encargó, además, que cuando estuviera en el infierno dijese a Quintiliano, a quien Gawain había matado en el campamento, que así era como los Britanos abundaban en amenazas y fanfarronería. Reagrupados los tres camaradas, Gawain los exhorta a darse la vuelta y a cargar juntos, pugnando cada uno por abatir a un nuevo enemigo. De modo que, obedientes a la propuesta, vuelven grupas y cada uno derriba a un enemigo.

No cejan los Romanos en la persecución, hostigándolos con sus espadas y lanzas, pero no son capaces de capturarlos ni de abatirlos. Los seguían por cierto bosque, según cuenta la historia, cuando surgieron repentinamente de la espesura alrededor de seis mil Britanos que, enterados de la huida de sus condes, se hallaban escondidos con ánimo de prestarles ayuda. Al salir, espolean a sus monturas y, llenando el aire con sus gritos y protegiéndose con sus escudos, atacan de improviso a los Romanos y al punto los ponen en fuga. Acto seguido, los persiguen corno un solo hombre, y a unos los derriban a lanzadas de sus caballos, a otros los capturan y a otros los matan. Cuando le fue anunciado esto al senador Petreyo, se apresuró a acudir en auxilio de sus camaradas, acompañado de diez mil hombres, y obligó a los Britanos a retirarse al bosque de donde habían salido, aunque a costa de grandes pérdidas, pues los Britanos conocían bien las estrechas sendas por donde huían, e hicieron auténticos estragos entre sus perseguidores.

Mientras retrocedían de ese modo, Hidero, hijo de Nun, acudió velozmente en su ayuda con cinco mil guerreros. Se detuvieron entonces los fugitivos, mostrando el pecho ante los mismos a quienes poco antes habían dado la espalda, y se esforzaron en golpearlos lo mejor que sabían. Resisten los Romanos, y la suerte de la batalla permanece indecisa. Los Britanos deseaban el combate con toda su alma, pero, una vez trabado, no se cuidaban mucho de si ganaban o perdían. Los Romanos, en cambio, actuaban con más cautela, y Petreyo Cota, como buen capitán que era, les había instruido sabiamente acerca de cuándo debían atacar y cuándo replegarse, infligiendo de esa manera serio quebranto a sus rivales.

En cuanto Bosón se dio cuenta de ello, convocó a un grupo de Britanos que él sabía eran más valientes que los demás y les habló de la siguiente forma:

—«Puesto que hemos emprendido esta batalla sin que Arturo lo sepa, debemos tener buen cuidado de no llevar la peor parte en ella. Si tal sucede, no sólo sufrirán graves daños nuestros soldados, sino que nuestro rey nos maldecirá por nuestra loca intrepidez. Recobrad el valor y seguidme a través de las filas de los Romanos con el propósito de dar muerte o coger prisionero a Petreyo, si la fortuna nos favorece».

Así que picaron espuelas y penetraron en ataque conjunto por la formación enemiga, llegando al lugar desde donde Petreyo daba las órdenes. Bosón se arrojó rápidamente sobre él, lo agarró del cuello y cayó en tierra con él, tal y como había planeado de antemano. Acuden los Romanos a liberar a su caudillo; los Britanos acuden a auxiliar a Bosón. Se sigue una espantosa carnicería mutua en medio de un estrépito ensordecedor y de una confusión absoluta, con unos intentando rescatar a su capitán y los otros haciendo lo posible para mantenerlo en su poder. Los combatientes de ambos bandos descargan golpes y los reciben, derriban y son derribados. Allí puede verse con claridad quién es el mejor con la lanza, con la espada o con el venablo. Finalmente, los Britanos avanzaron en formación cerrada y, resistiendo los embates de los Romanos, se retiraron con Petreyo a la seguridad de sus líneas. Desde allí, y de manera inmediata, atacan de nuevo al enemigo, ahora privado de su jefe y, en su mayor parte, debilitado, descompuesto y sin ánimos para otra cosa que no sea emprender la huida. Cayendo sobre ellos por la espalda, los golpean y los derriban, despojan a los caídos y pasan por encima de los despojados para perseguir a los demás. Pero también toman prisioneros, pues quieren entregárselos al rey.

Por fin, después de haberles causado el mayor daño posible, regresaron al campamento con el botín cobrado y los cautivos y, haciendo una cumplida relación de los sucesos en que habían tomado parte, entregaron a Arturo, en medio de una gran alegría por la victoria, a Petreyo Cota y a los restantes prisioneros. Los felicita el rey, y les promete honores y más honores por haberse comportado tan valerosamente, aunque él no haya estado con ellos. Decide que los presos sean conducidos a prisión y, a ese efecto, llama a su presencia a los que van a encargarse de trasladarlos, al día siguiente, a París y de ponerlos a buen recaudo en manos de los carceleros de esa ciudad, hasta que determine qué hacer con ellos. Ordena, asimismo, al duque Cador, a Bedevere el copero y a los condes Borel y Richer, con sus séquitos personales, que los escolten hasta llegar a un punto en el que no sea ya de temer un intento de rescate por parte de los Romanos.

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Pero los Romanos se anticiparon a estos planes y, por orden del emperador, eligieron a quince mil de los suyos para que, esa misma noche, adelantaran a los Britanos y, tendiéndoles una trampa, dieran la libertad a sus compatriotas cautivos. Ostentaban el mando los senadores Vulteyo Cátelo y Quinto Carucio, junto con Evandro, rey de Siria, y Sertorio, rey de Libia. Esa misma noche salieron con los quince mil arriba mencionados y, escogiendo un lugar adecuado para un ataque por sorpresa, se ocultaron en él, esperando la llegada del convoy enemigo. Al amanecer, los Britanos se pusieron en marcha con sus prisioneros. Pronto estuvieron cerca del lugar en cuestión, ignorantes de la emboscada que les habían preparado sus astutos enemigos. Comenzaban a entrar en dicho lugar cuando los Romanos surgieron de improviso de su escondite y los atacaron, rompiendo sus desprevenidas filas. Aunque atacados de improviso y dispersados, los Britanos rehicieron sus líneas y resistieron con bravura: apostaron parte de sus tropas alrededor de los cautivos, y al resto lo agruparon en compañías para hacer frente al enemigo. Bedevere y Richer tomaron el mando del grupo encargado de custodiar a los prisioneros, mientras que Cador, duque de Cornubia, y Borel acaudillaban a los demás. Los Romanos se habían arrojado sobre ellos desordenadamente, sin preocuparse de organizar sus filas, y ponían todo su empeño en sembrar la matanza entre los Britanos, al tiempo que éstos pugnaban por defenderse, agrupándose en compañías. Quebrantados sobremanera, los Britanos habrían padecido la vergüenza de perder a sus cautivos, si la fortuna no hubiese acudido en su auxilio con los refuerzos necesarios. En efecto, Güitardo, duque de los Pictavenses, supo de la emboscada arriba descrita y llegó con tres mil guerreros al lugar de la batalla. Con ayuda tan oportuna, los Britanos se alzarían al fin con la victoria, tomando cumplida venganza del estrago que les habían infligido sus desvergonzados salteadores. Con todo, habían sido muchas sus pérdidas en la primera fase de la batalla. Perdieron a Borel, ínclito conde de los Cenomanos, que vio cómo la lanza de Evandro, rey de Siria, le atravesaba la garganta, y acto seguido, con la sangre, vomitó la vida. También perdieron a cuatro nobles príncipes: Hírelgas de Perirón, Mauricio de Cahors, Aliduc de Tintagel, y Her, hijo de Hider; difícilmente podrían encontrarse hombres tan bravos como ellos. Pero sus camaradas conservaron intacto el coraje y no desesperaron; antes bien, se esfuerzan al máximo en custodiar a los prisioneros y, al mismo tiempo, procuran derribar el mayor número posible de enemigos. Finalmente, los Romanos no fueron capaces de soportar las embestidas britanas y, abandonando a toda prisa el campo, se dirigieron a su campamento. Los Britanos los persiguieron, infligiéndoles gran matanza y tomándoles muchos cautivos, y no descansaron hasta haber dado muerte a Vulteyo Cátelo y a Evandro, rey de Siria, y haber desbaratado por completo al resto del ejército. Conseguida la victoria, los vencedores enviaron a París a los prisioneros que llevaban consigo y regresaron adonde se hallaba su rey con los que habían capturado en la última batalla, alimentando la esperanza de una victoria definitiva, ya que siendo tan pocos habían obtenido el triunfo sobre tantísimos enemigos.

BOOK: Historia de los reyes de Britania
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