—... por supuesto, me gustaría ver más cosas del país, porque la gente no parece desagradable, pero el príncipe me ha dicho que la posición de los extranjeros aquí es muy delicada, y no es adecuado que me vean por ahí fuera. Para ti, por supuesto, es diferente, porque estás empleado con Su Majestad... Dime, Harry, ¿cómo es la reina, y qué dice? ¿Qué ropa lleva? ¿Seré presentada algún día? ¿Es joven y bonita? Debería estar muy celosa... ¡porque ella tiene que sentirse atraída por el hombre más atractivo de toda Inglaterra! ¡Oh, Harry, cuánto admiro tu uniforme...! ¡Qué clase tiene!
Me había aprovechado de las costumbres del país para vestir todo de rojo, con una faja negra, muy poco convencional, lo admito. Elspeth se quedó embobada conmigo.
—Pero tengo tantas cosas que contarte, porque el príncipe y la princesa son tan amables, y tengo unas habitaciones preciosas, y el jardín es tan bonito, y hay compañía muy selecta por las noches... todos negros, por supuesto, y un poquito excéntricos, pero muy agradables y considerados. Estoy muy contenta e interesada... pero, ¿cuándo volveremos a casa, a Inglaterra, Harry? Espero que no nos quedemos demasiado... porque a veces siento un poco de ansiedad por mi querido papá, y aunque aquí todo es muy agradable, no es lo mismo. Pero sé que tú no consentirás que estemos aquí más de lo necesario, porque eres el más amable de los maridos... y estoy segura de que tu trabajo aquí será de la mayor utilidad para ti, porque será una experiencia muy valiosa. Sólo desearía... —su labio súbitamente tembló, a pesar de sus esfuerzos para sonreír— que pudiéramos estar juntos de nuevo... en la misma casa... oh, Harry, querido, ¡te echo tanto de menos!
La pequeña sesos de mosquito empezó a echar unas lagrimitas, apoyándose en mi hombro... ¡como si no tuviera nada mejor por lo que llorar! Fue una maldita frustración, porque yo había estado esperando para contarle a ella todas mis penas y sufrimientos, lamentándome por mi suerte y describiéndole los horrores de mi situación (sólo los respetables, vaya) y en general haciendo que se le pusiera la carne de gallina con mis ansiedades. Pero parecía que no tenía sentido alarmarla... Era capaz de hacer alguna tontería, y como los otros podían oírnos, cuanto menos dijera yo, mejor. Así que me limité a darle palmaditas en el hombro para animarla.
—Venga, cariño —dije yo—, no seas tonta. ¿Qué pensarán Sus Altezas si te pones a sollozar y a quejarte? Límpiate la nariz... Estás mucho mejor que otras personas, te lo aseguro.
—Ya lo sé, soy una tonta —gimoteó ella, sorbiendo por la nariz, y, finalmente, cuando el príncipe y la princesa se retiraron, era de nuevo toda sonrisas, haciendo reverencias y besándome en tierna despedida. Le observé a Laborde cuando volvíamos a palacio que mi mujer parecía felizmente ignorante de mi situación, y él fijó sus ojos en los míos.
—Así es mejor, ¿no cree? Ella puede ser un gran peligro para usted, para ambos. Cuanto menos sepa, mejor.
—¡Pero en el nombre del cielo, hombre! ¡Lo averiguará tarde o temprano! ¿Y qué pasará entonces? ¿Qué pasará cuando se dé cuenta de que ella y yo somos esclavos en este espantoso país..., donde no hay esperanza, ni escapatoria? —le cogí el brazo. Habíamos dejado los coches a la entrada de mis habitaciones, en la parte posterior del palacio, una vez que nos dejó Fankanonikaka en la puerta principal—. Por el amor del cielo, Laborde..., tiene que haber una forma de salir de esto. No puedo seguir entrenando negros y complaciendo a esa puta negra el resto de mi vida...
—¡Su vida no durará nada si no se controla! —exclamó él, soltándose. Miró a su alrededor nerviosamente, luego dio un profundo suspiro—. Mire... haré lo que pueda. Mientras tanto, sea discreto. No sé qué se puede hacer. Pero al príncipe le ha gustado usted hoy. Eso puede significar algo. Ya veremos. Ahora tenemos que irnos... y recuerde, sea cuidadoso. Haga su trabajo, no diga nada. ¿Quién sabe? —dudó y me dio unas palmaditas en el brazo—. Podemos estar tomando
café au lait
en los Campos Elíseos muy pronto
. À bientôt
.
Y se fue, dejándome allí quieto, extrañado..., pero en mi interior asomaba algo que no había sentido desde hacía meses: esperanza.
Ese sentimiento no duró mucho tiempo, por supuesto; nunca lo hace. Se oyen noticias, algún rumor o un comentario enigmático como el de Laborde, y tu imaginación cobra alas con salvaje optimismo... y luego no ocurre nada, y tus ánimos decaen, sólo para revivirlo unos momentos, y luego de nuevo abajo, y arriba y abajo, mientras el tiempo transcurre casi sin darnos cuenta. Me alegro de no ser uno de esos tipos fríos que pueden tener siempre una visión realista de las cosas, porque cualquier valoración lógica de mi situación en Madagascar me habría conducido al suicidio. En cambio, mis esperanzas y desesperanzas probablemente fueron mi salvación, mientras los meses iban pasando.
Porque pasaron meses... seis, aunque volviendo la vista atrás es difícil creer que se tratara de algo más que unas pocas semanas. Los recuerdos se adhieren con fuerza a los incidentes horribles, pero se anulan con la sombría y prolongada desesperación, especialmente si las ayudas se deben a que bebes en cantidad. En Madagascar existe un fino licor anisado, al que yo me aficioné de verdad, así que entre el sueño y el estupor alcohólico supongo que no estaba consciente más que la mitad del tiempo.
Tal como he indicado antes, cuando es necesario, uno cumple el trabajo que lleve entre manos. Yo entrenaba y acosaba a mis tropas, y atendía a la reina cuando me llamaba, y cautelosamente alargaba mi círculo de amistades entre los militares de graduación, y cultivaba la amistad del señor Fankanonikaka, y averiguaba todo lo que pudiera serme útil cuando llegara la ocasión, si es que lo hacía alguna vez. ¡Pero tenía que llegar, tenía que llegar! Porque si bien a cada semana que pasaba mi esclavitud en Madagascar empezaba a parecer más natural e inevitable, había momentos en que me rebelaba violentamente, como cuando acababa de ver a Elspeth o me sentía abatido por alguna nueva atrocidad de la reina, o el almizclado olor de madera y polvo se hacían insoportables a mi nariz, o cuando no había nada que hacer salvo caminar solo por el campo de maniobras y mirar a las montañas distantes, y decirme a mí mismo orgullosamente que Lord’s estaba todavía allí en algún lugar, con Félix lanzando sus lentas pelotas mientras la multitud aplaudía y los cuervos graznaban en los árboles; y allí había campos verdes y lluvia inglesa, párrocos con sus sermones, campesinos arando, niños jugando, estudiantes siempre jurando, vírgenes rezando, caballeros bebiendo, putas follando, polis patrullando... Aquel era el hogar, y siempre habría un camino abierto hacia él.
Así que mantuve los ojos abiertos y aprendí que Tamitave, pese a tardar días desde allí con los esclavos, estaba apenas a doscientos veinte kilómetros; los barcos extranjeros llegaban dos veces al mes, porque Fankanonikaka, cuya oficina visité con frecuencia, solía recibir noticias de ellos: el
Samson
de Toulon, el
Culebra
de La Habana, el
Alexander Hamilton
de Nueva York, el
Mary Peters
de Madrás... Estos son los nombres que vi, y mi corazón casi se me paró. Los barcos se limitaban a anclar en los fondeaderos y cambiar su carga... Si yo pudiera calcular el tiempo de mi huida desde Antan con precisión y alcanzar Tamitave cuando un barco extranjero estuviera por allí, nadaría desde la costa, y llegaría a bordo... ¡y que intentaran llevarme a otra tierra maldita de nuevo! ¿Cómo llegar a Tamitave, sin embargo, sin que me alcanzaran? El ejército tenía algunos caballos, un poco pencos, pero bastarían. Uno para cabalgar, tres de refresco... ¡Oh, Dios, Elspeth! ¿Debía llevármela conmigo o no? A menos que escapara y volviera a por ella por la fuerza... ¡Por Dios, Brooke daría saltos ante la oportunidad de hacer una expedición contra Ranavalona, si Brooke seguía todavía vivo! No, no podía enfrentarme de nuevo a otra de sus campañas... ¡Maldita sea Elspeth! Y así corrían mis pensamientos, sólo para volver al polvoriento calor y agotamiento de Antan, y la desesperación de la existencia.
Había algunas cosas buenas, sin embargo. Mi trabajo con el ejército me iba interesando cada vez más, y disfrutaba haciendo maniobrar a las tropas, enseñándoles pasos complicados, marchas lentas y cosas así; me hice bastante amigo de altos oficiales como Rakohaja, que empezaron a tratarme como un igual, e incluso aquellos simios condescendientes me invitaron a sus casas. Fankanonikaka se dio cuenta y se mostró encantado.
—Haciendo mucho bien, ¿eh? Comida de su señoría, mucha comida, feliz licor como el infierno, alta sociedad, encantado de conocerle, ¿eh? He visto que usted va junto conde Rakohaja, barón Andriama, canciller Vavalana, otros muy elegantes. Cuidado con Vavalana, sin embargo, astuto perro, mirando o espiando poco poquito para la reina. Así que cuidadito, eso es lo que hace falta, buen pájaro Vavalana, con él odiar a viejo amigo Fankanonikaka, odiándole también a usted, muy celoso porque usted monta a la reina, no le gusta su bum-bum ni la mitad, quizá hacer niño pequeño no lo sé, Vavalana no le gusta eso, destruir usted si posible. Vigílelo, digo. Mientras tanto usted está gustando a la reina todo el rato, amantes, ella admirar, ¿no está bien eso, sin embargo?, ¡ja, ja, ja!
Y el pequeño y sucio bribón se tocaba la nariz de boxeador y se reía. Yo no estaba demasiado seguro, porque las demandas que me hacía Ranavalona disminuían lentamente a medida que transcurría el tiempo, y mientras aquello, en cierto modo, era un alivio también era preocupante, porque al principio, cuando me llamaban a palacio para el servicio de su majestad, que solía ser casi todos los días, estaba tan exhausto que ni me atrevía a agitar la mano por miedo de que se me cayera. ¿Se estaba cansando de mí? Era un pensamiento horrible, pero me tranquilizó el hecho de que ella todavía buscara mi, compañía, e incluso empezase a hablarme.
No se trataba de ninguna conversación elevada. ¿Cómo están las tropas? ¿Era suficiente la ración de
jaka
?
[59]
¿Por qué no mataba a ningún soldado como castigo? ¿Había visto alguna vez a la reina de Inglaterra? Pueden imaginársela, sentada en su trono con un vestido europeo, con una de sus chicas abanicándola, o reclinada en su lecho con un
sari
, apoyada en un codo, gruñendo sus preguntas, manoseando sus largos pendientes, sin quitar nunca aquellos ojos negros sin parpadear de los míos. Un trabajo agotador aquél, porque yo estaba en constante temor de decir algo que pudiera ofenderla. No fui capaz nunca de descubrir lo informada o educada que estaba, porque ella no adelantaba ninguna información ni opinión, sólo preguntas, y las respuestas no parecían ni gustarle ni disgustarle. Simplemente se quedaba sentada; callada, y preguntaba otra cosa, en el mismo francés monótono y susurrante.
Era imposible adivinar lo que pensaba, ni siquiera cómo funcionaba su mente. Les daré un ejemplo. Yo estaba solo con ella un día, sumisamente de pie mientras ella estaba sentada en la cama mirando a Manjakatsiroa (su botella de calabaza) murmurando para sí, cuando miró hacia mí lentamente y gruñó:
—¿Te gusta este vestido?
Era un
sarong
de seda blanca, y no le quedaba mal, pero por supuesto le mostré mi entusiasmo. Ella escuchó sombría, lo tocó un momento y luego se levantó, se lo quitó y me dijo:
—Es tuyo.
Bueno, no era mi estilo, pero por supuesto que me arrastré agradecido y dije que no podía hacerle justicia, pero que lo guardaría como un tesoro para siempre, que lo convertiría en mi ídolo doméstico, que había sido una idea espléndida. Pues no me prestó ninguna atención, echó a andar, desnuda como la palma de mi mano, se paró ante el espejo, y se miró. Luego se volvió hacia mí, se palmeó el vientre pensativa dos o tres veces, se puso las manos en las caderas, me miró fríamente y dijo:
—¿Te gustan las mujeres gordas?
¿Les chocaría si les digo que los pelos de la nuca se me erizaron? Porque si se les ocurre una respuesta adecuada, a mí no. Me quedé con la lengua trabada, el sudor corriéndome por mi cuerpo y con visiones de pozos hirviendo y crucifixiones, sin poder reprimir un gemido de desesperación... que inmediatamente tuve el sentido común de convertir en un gruñido lujurioso mientras avanzaba hacia ella, agarrándola amorosamente y rogando que las acciones fueran más elocuentes que las palabras. Como ella no volvió a tocar el tema, creo que mi respuesta fue la adecuada.
Otra ansiedad, por supuesto, durante aquellas largas semanas, era que ella se enterara de la existencia de Elspeth, o qué mi querida esposa se impacientara y cometiera alguna locura que pudiera atraer su atención. No lo hizo, sin embargo, y en las ocasionales visitas que me permitieron hacer al palacio del príncipe parecía tan animada como siempre. Todavía no lo entiendo, aunque admitiré que Elspeth tiene una disposición serena y estúpida que le permite sacar el mejor partido de cualquier situación. Ella lamentaba que estuviéramos separados, por supuesto, y nunca dejaba de preguntarme cuándo volveríamos a casa, pero como nunca nos dejaban solos, no hubo oportunidad de decirle la espantosa verdad, y de todos modos no hubiera servido de nada. Así que yo le seguía la corriente, y ella parecía bastante contenta.
En la última visita que le hice, vi los primeros signos de preocupación, y comprendí que por fin había penetrado en aquella bella cabecita que Madagascar quizá no fuese el bonito lugar de vacaciones que ella imaginaba. Estaba pálida y parecía como si hubiera estado llorando, pero esta vez no tuvimos la oportunidad de mantener una entrevista privada, porque la ocasión fue un té dado por la princesa, y me vi absorbido por la charla militar del príncipe y Rakohaja todo el tiempo. Sólo cuando ya me iba cambiamos Elspeth y yo unas breves palabras, y ella no dijo mucho, sólo cogió fuertemente mi mano y me repitió la eterna pregunta de cuándo volveríamos a casa. No podía sospechar qué era lo que la había alterado, pero comprendí que estaba a punto de llorar, así que la aparté de sus temores de la única forma que conocía.
—¿Qué es esto, nenita? —dije, con aire enfadado—. ¿Has estado flirteando con ese joven príncipe, acaso?
Ella pareció asombrada, pero su depresión desapareció de inmediato.
—Pero, Harry, ¿qué quieres decir? Vaya pregunta...
—¿Qué, no es cierto? —inquirí, severamente—. No sé... me doy cuenta de que le gustas mucho a ese presuntuoso joven cachorro... Sí, y tú no le estás desanimando precisamente, ¿verdad? No estoy demasiado contento, señorita. Sólo porque no pueda estar aquí contigo todo el tiempo, no hay razón para que tú te pongas a tontear con otros tipos... Ah, sí, te he visto mariposeando con él cuando te estaba hablando, y es un hombre casado también. De todos modos —susurré—, eres demasiado guapa para él.