[Fin del extracto. Éstas son las consecuencias de la conducta atrevida e inmodesta— G. de R.]
—Me culpo a mí mismo —dijo Whampoa bebiendo su jerez—. Está uno haciendo negocios con un hombre muchos años, y si tiene crédito y su mercancía es buena, uno le da al ábaco y deja a un lado las dudas que siente al mirarle a los ojos. —Estaba sentado detrás de su gran escritorio, impasible como un Buda, con una de sus pequeñas sirvientas junto a él con la botella de amontillado—. Sabía que no era de fiar, pero le dejaba hacer, incluso cuando vi cómo miraba a su dama rubia hace dos noches. Aquello me preocupó, pero soy un cobarde, un bobo estúpido y egoísta, así que no hice nada. Usted me reprochará todo esto, señor Flashman, y yo tendré que agachar mi inútil cabeza ante su merecida censura.
Inclinó su cabeza hacia mí mientras le volvían a llenar el vaso, y Catchick Moses estalló:
—No tan estúpido como yo, ¡por el amor de Dios!, y yo soy un hombre de negocios, según dicen. ¿Acaso no vi la semana pasada cómo liquidaba sus bienes, cerraba sus almacenes, vendía sus mercancías a mis representantes y subastaba sus barcazas? —extendió las manos—. ¿A quién le importaba? Era un hombre con dinero en mano, pero, ¿me preocupé yo de saber de dónde procedía o por qué nadie le conocía hace diez años? Trataba con especias, decían, con seda y con antimonio y Dios sabe con qué más, que tenía plantaciones por la costa y algo más en las islas... ¿Y ahora viene usted y nos dice que nadie ha visto jamás sus posesiones?
—Esa es la información que he recogido en las últimas horas —dijo Whampoa gravemente—. Y consiste en lo siguiente: tiene grandes riquezas, pero nadie sabe de dónde proceden. Es un intermediario de Singapur, pero no está solo en esto. Su nombre vale algo porque hace buenos negocios...
—¡Y ahora nos la ha jugado! —gritó Catchick—. ¡Esto, en Singapur! ¡Ante nuestras propias narices, en la comunidad más respetable de Asia, secuestra a una dama inglesa...! Qué dirá el mundo entero, ¿eh? ¿Dónde quedará nuestra reputación, nuestro buen nombre, si se puede saber? ¡Y se ha ido, el cielo sabe adónde, a bordo de su maldito bergantín! Piratas nos llamarán... ¡ladrones y secuestradores! Te lo digo, Whampoa, esto arruinará los negocios al menos durante cinco años...
—¡En el nombre del cielo, hombre! —bramó Brooke—. ¡Esto puede arruinar a la señora Flashman para siempre!
—¡Oh...! —exclamó Catchick, sujetándose la cabeza con las manos, y vino corriendo hacia mí y puso su mano en mi hombro, apretándomelo—. ¡Pobre amigo mío, perdóneme! —graznó—. ¡Mi pobre amigo!
Era al amanecer, y llevábamos dos horas engrescados en aquella conversación. Al menos ellos; yo me limité a quedarme sentado en silencio, sumido en la más completa conmoción y presa del dolor; Catchick Moses peroraba, y se tiraba de las patillas; Whampoa se insultaba a sí mismo en términos precisos y se bebía cinco litros de manzanilla; Balestier, el cónsul norteamericano, a quien habían mandado llamar, maldecía a Solomon, lo mandaba al infierno y más allá todavía, y dos o tres ciudadanos movían la cabeza alarmados. Brooke se contentaba con escuchar, máxime habiendo enviado a su gente a recoger noticias. También había un goteo constante de chinos de Whampoa que venían a informar, pero añadían poco a lo que ya sabíamos. Era un conocimiento suficiente, duro e increíble.
En su mayor parte procedía del viejo Morrison, que había sido abandonado en la bahía de la isla donde el grupo había hecho
Picnic
. Se había ido a dormir, decía, repleto de bebida drogada, sin duda, y al despertarse comprobó que el
Sulu Queen
estaba lejos en alta mar, dirigiéndose hacia el este. Esto se lo confirmó el capitán de un clíper norteamericano, un tal Waterman, que había pasado junto al barco mientras entraba en el puerto. Morrison fue recogido por unos pescadores nativos y llegó al muelle después de caer la noche y contó su historia. Ahora toda la comunidad en pleno estaba alborotada. Whampoa se había ocupado personalmente de llegar al fondo del asunto —tenía tentáculos por todas partes, por supuesto— y había enviado a Morrison a dormir al piso de arriba, donde el viejo chivo se hallaba en un estado de postración. Habían informado al gobernador, y el resultado fueron ceños fruncidos, juramentos, puños en alto y mucha venta de sales en las tiendas. Nada había causado una sensación como aquélla desde la última tómbola de la Iglesia Presbiteriana. Pero, por supuesto, no habían hecho absolutamente nada.
Al principio, todo el mundo decía que aquello era un error; el
Sulu Queen
seguramente estaba de viaje de placer. Pero cuando Catchick y Whampoa lo analizaron, aquello no cuadraba: se descubrió que Solomon, secretamente, había estado vendiendo sus mercancías en Singapur, y cuando este asunto salió a la luz, resultó que nadie sabía ni una palabra acerca de él, y que por lo que parecía estaba intentando liquidarlo todo sin dejar rastro. De ahí las recriminaciones agrias y las voces que bajaban su tono cuando ellos recordaban que yo estaba presente, y las repetidas demandas de lo que debería hacerse a continuación.
Sólo Brooke parecía tener algunas ideas, pero no parecían ser de mucha ayuda.
—Rescate —exclamó, con los ojos como ascuas—. Vamos a rescatarla, no lo duden ni por un momento. —Dejó caer una mano en mi hombro sano—. Estoy con usted en esto; todos nosotros lo estamos, y juro por mi alma pecadora que no descansaré hasta que la tenga de vuelta sana y salva, y ese maldito villano haya recibido el castigo que merece. Así que... ¡la encontraremos, aunque tenga que rastrear el océano hasta Australia y volver! Le doy mi palabra.
Los otros gruñeron resueltos, comprensivos y satisfechos de sí mismos. Whampoa hizo una señal a su criada para que le sirviera más licor y dijo con gravedad:
—En realidad, todo el mundo apoya a Su Majestad en esto —dice mucho acerca de mi condición el hecho de que en ningún momento me chocara esa curiosa forma de dirigirse a un marinero inglés con un chaquetón de paño y una gorra de piloto—, pero es difícil ver cómo se puede llevar a cabo una persecución sin tener una información precisa de dónde han ido.
—Dios mío, es verdad —gimió Catchick Moses—. Pueden estar en cualquier parte. Tantos miles de millas, tantas islas, la mitad de ellas sin registrar en los mapas... ¿Dos, cinco, diez mil? ¿Lo sabe alguien acaso? Y esas islas... repletas de piratas, caníbales, cazadores de cabezas... en el nombre de Dios, amigo mío, ese forajido puede retenerla en cualquier sitio. Y no hay barco en el puerto preparado para perseguir a un bergantín a vapor.
—Es un trabajo para la Marina —dijo Balestier—. Nuestros marinos sí... ellos tendrán que perseguir a ese villano, llevarlo a tierra y...
—¡Por Dios bendito! —gritó Catchick, poniéndose en pie de golpe—. ¿Qué está usted diciendo? ¿Qué Marina? ¿Qué marinos? ¿Dónde está Belcher con su escuadrón? ¡A tres mil kilómetros de aquí, persiguiendo a los malditos Lanun en torno a Mindanao! ¿Dónde está su barco de la Marina norteamericana? ¿Lo sabe, Balestier? ¡En algún sitio entre Japón y Nueva Zelanda, quizás! ¿Dónde está el
Wanderer
de Seymour, o Hastings con el
Harlequin
...?
—El
Dido
tiene que llegar de Calcuta en dos o tres días —dijo Balestier—. Keppel conoce estos mares mejor que nadie...
—¿Y eso qué significa? —gruñó Catchick, moviendo las manos y andando de un lado a otro—. ¡Sea sensato! ¡Recapacite! Allá fuera es todo
terra incognita...
¡como todos nosotros sabemos, como todo el mundo sabe! ¡Y es inmensa! Aunque tuviéramos a la Marina Real inglesa, la norteamericana y la holandesa juntas, incluso todas las flotas del mundo, podrían buscar hasta acabar el siglo sin llegar a la mitad de los lugares donde puede estar escondido ese bribón... En resumidas cuentas, que puede haber ido a cualquier parte. ¿No sabemos, acaso, que su bergantín puede navegar alrededor de todo el mundo si es necesario?
—Creo que no —dijo Whampoa tranquilamente—. Me atrevo a decir que me temo que puedo tener razón... Creo que él no navegará más allá de nuestras Indias.
—Aun así... ¿no le he dicho que hay diez millones de lugares escondidos entre Cochín y Java?
—Y diez millones de ojos que no dejarán de ver un bergantín a vapor, y que nos avisarán dondequiera que eche el ancla —exclamó Brooke—. Vea aquí —y golpeó el mapa que habían desenrollado en el escritorio de Whampoa—. El
Sulu Queen
fue visto por última vez dirigiéndose al este, de acuerdo con Bully Waterman. Muy bien... no dará la vuelta, eso es seguro; Sumatra no le sirve. Y no creo que gire hacia el norte... o sea, que o va a mar abierto o bien a la costa malaya, donde muy pronto tendríamos noticias de él. Al sur... quizá, pero si pasa junto a Karimata nos enteraremos. Así que yo me apuesto la cabeza a que se quedará en el curso que ha tomado... y eso significa Borneo.
—¡Oh...! —gritó Catchick, entre burlón y desesperado—. ¿Nada más y nada menos? Borneo... donde cada río es un nido de piratas, cada bahía un campamento fortificado... y donde incluso usted, J. B., no se aventura muy lejos sin una expedición armada a su espalda. Y cuando lo hace, sabe adónde va... ¡no como ahora, que puede estar persiguiéndoles siempre!
—Yo sabré adónde voy —dijo Brooke—. Y si tengo que perseguirle siempre..., le encontraré, tarde o temprano.
Catchick dirigió una mirada incómoda hacia mí, que estaba sentado en un rincón cuidando mi herida, y le vi tirar de la manga de Brooke y murmurar algo, de lo que entendí solamente las palabras: «...demasiado tarde entonces». Callaron todos, mientras Brooke escudriñaba su mapa y Whampoa se sentaba en silencio, bebiendo su condenado jerez. Balestier y los demás hablaban en voz baja, y Catchick se dejó caer en una silla, con las manos en los bolsillos, la viva imagen del abatimiento.
Se preguntarán qué estaba pensando yo en medio de aquella agitación, y por qué no tomaba parte como debía un desolado y atormentado marido: gritos de rabia impotente y de dolor, plegarias al cielo, juramentos de venganza y todos los preliminares usuales para la inacción. El hecho era que yo ya tenía suficientes problemas. El hombro me dolía mucho, y no habiéndome recuperado todavía del terror al que me había enfrentado la noche anterior, no podía darme el gusto de muchas emociones más, ni siquiera por Elspeth, una vez que la primera conmoción de las noticias se fue apagando. Ella se había ido... secuestrada por aquel bellaco mestizo, y los sentimientos que me dominaban se referían más bien a él. Aquel repulsivo, retorcido, mentiroso perro había planeado todo aquello durante meses... Era increíble, pero debía de estar tan enamorado de ella que había decidido robármela, convertirse en un desterrado y un proscrito, traspasar las fronteras de la civilización para siempre, sólo por ella. Todo aquello no tenía sentido... ninguna mujer merece eso. Bueno, mientras yo estaba allí sentado, tratando de entenderlo, estaba seguro que yo no lo habría hecho, ni por Elspeth y medio kilo de té ni por la propia Afrodita y diez mil al año. Pero yo no soy un negro rico y vicioso, por supuesto. Aun así, era absolutamente increíble.
No me malinterpreten. Yo amaba a Elspeth, sin duda alguna; todavía la amo, si amar a alguien es estar acostumbrado a tenerla cerca y echarla de menos si pasa mucho tiempo fuera. Pero hay unos límites, y yo me di cuenta repentinamente de que existían. Por una parte, Elspeth era muy bella, la mejor compañera de cama que había tenido en mi vida, y además una rica heredera; pero, por otra parte, no me había casado con ella voluntariamente, habíamos pasado separados la mayor parte de nuestra vida de casados, y sin sentirlo demasiado, yo no podía, por mi vida, sentir frenesí ni ansiedad por ella en aquel momento. Después de todo, lo peor que podía pasarle
a ella
era que aquel energúmeno quisiera tirársela, si es que no lo había hecho ya mientras yo no miraba... Aquello no era nada nuevo para Elspeth; ya me había tenido a mí, y lo había disfrutado, y yo no había sido su única pareja, de eso estaba seguro. Así que sufrir unos cuantos magreos de Solomon no tenía por qué ser un destino peor que la muerte para ella; si conocía bien a aquella pequeña pelandusca, incluso le haría gracia.
Por lo demás, si él no se cansaba de ella (y considerando los sacrificios que había hecho para obtenerla, presumiblemente intentaría conservarla) probablemente la cuidaría bastante bien; no le faltaba el dinero y sin duda podía mantenerla con todo lujo en algún rincón exótico del mundo. Ella echaría de menos Inglaterra, por supuesto, pero viendo las cosas a largo plazo, sus perspectivas no eran insoportables. Aquello supondría un cambio para ella.
Pero aquél era sólo un aspecto de la cuestión, por supuesto... mi punto de vista de ella, lo cual muestra, como he explicado al principio, que no soy tan egoísta después de todo. Lo que me revolvía las tripas furiosamente era la vergüenza y mi orgullo herido. Ella era
mi
mujer, la amada del heroico Flashy, que le había sido robada por un sucio, traidor, lujurioso negro etoniano, que estaría tirándosela por todo el mundo; y ¿qué demonios iba a hacer yo mientras tanto? Él me estaba convirtiendo en cornudo
a mí
, ¡Dios bendito!, como podía haber hecho ya una veintena de veces y —cielos, aquella era una idea estupenda—, ¿quién podía asegurar que Elspeth no se había ido con Solomon voluntariamente? Pero no, aunque fuera una idiota y una coqueta, tenía un poco de sentido común. Por otra parte, sin embargo, yo estaba en una situación condenadamente ridícula, y no podía hacer absolutamente nada. ¡Oh!, habría que ir a la caza de Solomon, sin remedio... En aquellas primeras horas, como ven, yo estaba seguro de que se había ido para siempre. Catchick tenía razón: no teníamos ninguna esperanza de hacer que regresara. ¿Y entonces qué? Tendrían que pasar meses, quizás años de infructuosa búsqueda, para mantener las buenas formas. Unas peripecias caras, condenadamente arriesgadas, y al final yo volvería a casa, y cuando la gente me preguntara por ella les diría: «Ah, fue secuestrada, ¿saben? Allá en Oriente. No, nunca llegamos a descubrir qué le ocurrió». ¡Dios mío!, sería el hazmerreír de todo el país... Flashy, el hombre cuya mujer fue secuestrada por un millonario mestizo... «Amigo íntimo de la familia, también... bueno, ellos
dicen
que fue secuestrada, pero, ¿quién sabe...? Probablemente se cansó del viejo Flash, ¿verdad?, y pensó que le iría bien algún tipo oriental para cambiar ¡ja, ja!».
Rechiné los dientes y maldije el día en que había puesto los ojos en ella, pero por encima de todo, sentí tanto odio por Solomon como no había sentido jamás por ningún otro ser humano. Que él me hubiera hecho aquello
a mí...
no había castigo lo bastante horrible para aquella rata sebosa, pero tenía muy pocas oportunidades de infligírselo, por lo que parecía, al menos de momento. Yo estaba desamparado, mientras aquel asqueroso bastardo había salido corriendo con mi mujer... podía imaginármelo montándola mientras ella fingía modestia virginal, y el mundo se reía a carcajadas de mí, y en mi rabia y desesperación debí de dejar escapar un ahogado gemido, porque Brooke se apartó de su mapa, se acercó a mí, se agachó junto a mi silla rodilla en tierra, cogió mi brazo y exclamó: