Flashman y señora (36 page)

Read Flashman y señora Online

Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

BOOK: Flashman y señora
6.35Mb size Format: txt, pdf, ePub

No lo entendía, pero forcé una mueca más que sonrisa y le dije quién era, lo que había ocurrido y mi total ignorancia de por qué me habían llevado allí. Me escuchó con interés, con aquellos vivaces ojos clavados en mi rostro, haciéndome señas de que hablara bajo cuando mi voz se alzaba, lo cual, como pueden imaginar, tendía a pasar. Todo el tiempo él evitaba directamente mirar a mis guardias o a los oficiales, pero les estaba acechando. Cuando acabé, él se tocó la corbata, asintiendo, como si le hubiera estado contando la última broma de «Punch», y sonriendo apaciblemente.

—Pues bien —dijo él—. Ahora espere, y no me interrumpa. Si mi inglés no es perfecto, usaré el francés, pero prefiero no usarlo. Diga lo que diga, no muestre asombro, ¿de acuerdo? Sonría, por favor. Soy Jean Laborde, pertenecí a la caballería del emperador. Llevo aquí trece años, soy ciudadano. ¿No conoce usted Madagascar?

Yo meneé la cabeza, y él inclinó la cabeza hacia atrás y se echó a reír suavemente, para beneficio de los que miraban.

—Ellos detestan a todos los europeos, especialmente a los ingleses. Como usted ha desembarcado sin permiso, le tratan como a un
naufragé...
, ¿Cómo lo llaman ustedes... abandonado? ¿Naufragado? Por su ley, por favor sonría, monsieur, sonría mucho... Todas las personas así deben ser esclavos. Éste es un mercado de esclavos. Le han convertido en esclavo... para siempre.

La sonriente cara bronceada con los ojos azules pareció desvanecerse frente a mí; tuve que sujetarme al borde de la plataforma. Laborde estaba hablando otra vez, rápidamente, y la sonrisa había desaparecido.

—No diga nada. Espere. Espere. No se rinda. Haré averiguaciones. Le veré otra vez. No desespere. Ahora, amigo mío... perdóneme.

Y después de decir las últimas palabras, repentinamente gritó algo en lo que me pareció malgache, haciendo gestos furiosos. Las cabezas se volvieron, mis guardas vinieron y me sujetaron el hombro, y Laborde me golpeó de lleno en la cara con su mano abierta.


Scélerat
! —gritó—.
Canaille
! —giró furioso sobre sus talones y se fue entre la sonriente multitud, mientras el guardia me daba patadas para que me pusiera de pie y me empujaba para atrás. Traté de llamar a Laborde, pero se me había hecho un nudo en la garganta, anegado en mis propias lágrimas. Entonces uno de los oficiales colocó una especie de púlpito, gritó algo, la charla de la multitud se apagó, el primero del rebaño fue empujado hacia adelante y empezó la subasta.

9

Nadie que no haya estado de pie en el tablado de subastas puede entender realmente el horror de la esclavitud. Ser empujado en público, ante una multitud de maliciosos negros, esperando tu turno, que tus compañeros de fatigas sean vendidos uno a uno al mejor postor, y tú allí como un animal en un corral, sin dignidad, sin hombría e incluso sin humanidad. Ah, eso es espantoso. Pero aún es peor cuando nadie te compra.

No podía creerlo... ¡ni siquiera una puja! Imagínenselo: «Aquí está Flashy, caballero, joven y en plena forma, sin dueños anteriores, garantizado contraviento y marea, sin pulgas ni garrapatas, altamente recomendado por superiores y damas de calidad, bien parecido cuando está afeitado, habla como un libro, ¡y un fenómeno cabalgando! ¿Quién da cien? ¿Cincuenta? ¿Veinte? ¡Vamos, vamos, caballeros, el pelo de su cabeza vale ya más que eso! ¿He oído diez? ¿Cinco, entonces? ¿Tres? ¿Por una ganga como ésta que puede durar muchos años? ¿He oído uno? ¿Ni siquiera por un tipo que ganó a Felix, Pilch y Mynn en tres lanzamientos? ¡Oh, Ikey, vuélvelo a poner en el estante, y di a los tratantes que vengan y lo recojan!».

Yo estaba completamente humillado, especialmente al ver que la puja de mis compañeros negros iba tan rápida como la brisa de la mañana. La idea de ser comprado por uno de aquellos desagradables malgaches era asquerosa y, sin embargo, no podía sino sentirme decepcionado cuando me devolvieron al almacén solo, como caballo perdedor que nadie ha querido. Era de noche antes de que averiguara la razón..., porque la noche me trajo a Laborde, después de sobornar a guardias y oficiales, con sopa, un poco de agua, una navaja y las suficientes malas noticias para toda una vida.

—Es muy sencillo —dijo, apenas deslizó una moneda en la mano del centinela y nos quedamos encerrados solos. Hablaba francés, cosa que temía hacer en público por los espías—. No tenía tiempo de decírselo. Los otros esclavos han sido vendidos por deudas o delitos. Usted, como náufrago, es propiedad de la corona; su exhibición en la subasta era una simple formalidad, pero nadie se atrevía a pujar. Usted pertenece a la reina. Como yo cuando naufragué hace años.

—Pero... ¡pero usted no es un esclavo! ¿No puede irse?

—Nadie se va —dijo él, y comprendí muchas cosas de las que me habían contado antes: la monstruosa tiranía de la reina Ranavalona, su odio a los extranjeros causa de que Madagascar estuviera apartada del mundo, la diabólica práctica de la «pérdida» que es su palabra para esclavizar a todos los extranjeros.

—Durante cinco años serví a esa terrible mujer —concluyó Laborde—. Yo soy ingeniero. Habrá visto mis pararrayos en las casas. También soy diestro en la fabricación de armas, y fundo cañones para ella. Mi recompensa fue la libertad —rió brevemente—, pero no libertad para irme. Nunca podré escapar. Ni usted tampoco, a menos que... —él se calló, y se apresuró—. Pero tome algo, amigo mío. Lávese y aféitese al menos, mientras me cuenta sus desgracias. Tenemos poco tiempo —miró hacia la puerta—. Estamos a salvo de los guardias por el momento, pero la seguridad dura poco en Madagascar.

Así que le conté toda mi historia, mientras me lavaba y afeitaba a la vacilante luz de su linterna, y me limpiaba la suciedad de los harapos con los que estaba vestido. Mientras hablaba le miré detenidamente. Era más joven de lo que yo había pensado, de unos cincuenta años, y casi tan alto como yo, un tipo atractivo, de aspecto agradable, rápido y activo, pero también nervioso como un gato; siempre estaba acechando los ruidos del exterior, y cuando hablaba lo hacía en susurros entrecortados.

—Preguntaré acerca de su mujer —dijo cuando terminé de hablar—. Es casi seguro que la han traído a la costa. No pierden la oportunidad de esclavizar a cualquier extranjero. Conozco a ese hombre, Solomon... comercia con cañones y bienes europeos, a cambio de especias malgaches, bálsamo y goma. Le toleran, pero se verá impotente para proteger a su esposa. Averiguaré dónde está ella, y... ya veremos. Puede llevar mucho tiempo, ¿sabe?; es peligroso. Es tan suspicaz esta gente... Corro un gran riesgo viniendo a verle a usted, incluso.

—¿Entonces por qué lo hace? —dije yo, porque me siento inclinado a no fiarme de los regalos ofrecidos con peligro para el que los da; para él yo no significaba nada, después de todo. Murmuró cuatro vulgaridades sobre la amistad a un compañero europeo y la camaradería de los militares, pero no me engañó. La amabilidad podía ser uno de sus motivos, pero había otros sin duda, que él no me contaba, o yo me equivocaba mucho. Sin embargo, podía esperar.

—¿Qué harán ahora conmigo? —pregunté, y él me miró de hito en hito, y luego miró hacia un lado, incómodo.

—Si a la reina le gusta usted, puede que le dé una posición de favor como hizo conmigo —dudó—. Por esa razón le he ayudado a ponerse presentable, porque usted es muy alto y... atractivo. Como es usted soldado, y la gran pasión de ella es el ejército, es posible que lo emplee en su instrucción, ejercicios, maniobras, ese tipo de cosas. Ya ha visto a sus soldados, así que es consciente de que han sido entrenados con métodos europeos. Hubo aquí un director de banda británico, hace muchos años, bajo los antiguos convenios, pero ahora tales gangas caídas del cielo son raras. Sí. —Me dirigió aquella extraña y cautelosa mirada de nuevo y dijo—: su futuro puede estar asegurado, pero le ruego, si valora su vida, que tenga cuidado. Ella está loca, ¿sabe? Si le ofende lo más mínimo, de la manera que sea, incluso si ella lo sospecha o llega a saber que yo, un extranjero, he hablado con usted, esa podría ser suficiente... Por eso le he golpeado públicamente hoy...

Parecía completamente aterrorizado, aunque me di cuenta de que no era un hombre que se asustara con facilidad.

—Si usted le disgusta tendrá
corvée
perpetua, trabajos forzados. Quizás hasta vaya a parar a los pozos, que ya vio ayer —sacudió la cabeza—. ¡Oh, amigo mío, usted ni siquiera ha empezado a entender!
Eso
ocurre aquí cada día. La Roma de Nerón, comparada con esto, no era nada.

—¡Pero en el nombre del cielo! ¿No se puede hacer nada? ¿Por qué no la destronan? ¿Ha tratado usted de escapar, al menos?

—Ya lo irá viendo —dijo él—. Y por favor, no pregunte esas cosas... Ni siquiera las piense. Todavía no —parecía estar a punto de decir algo más, pero decidió no hacerlo—. Hablaré de usted al príncipe Rakota. Es su hijo, y tan ángel como demonio es su madre. Le ayudará si puede. Es joven y muy amable. Si él pudiera... ¡pero bueno! Y ahora, ¿qué más puedo decirle? La reina habla un poco de francés, algunos de sus cortesanos y consejeros también, así que cuando se encuentre conmigo después, que lo hará, recuérdelo. Si tiene algo secreto que decirme, hable en inglés, pero no demasiado o sospecharán de usted. ¿Qué más? Cuando se acerque a la reina, adelante y retire el pie derecho primero; diríjase a ella en francés como «Dios», «
ma Dieu
», ¿entiende? O como «gran gloria» o «gran lago que suministra toda el agua». Debe hacerle un regalo, mejor, dos regalos... Siempre deben presentarse de dos en dos. Tenga, le he traído esto —y me entregó dos monedas de plata—. Son dólares mexicanos. Si en su presencia ve un diente de jabalí grabado con un trozo de cinta roja atado (puede estar en una mesa o en cualquier parte) caiga postrado ante él.

Yo le miraba boquiabierto, y golpeó en el suelo con los pies, como hacen los franceses, con impaciencia:


Tiene
que hacer esto... ¡a ella le gustan! Ese colmillo es Rafantanka, su fetiche personal, tan sagrado como ella misma. Pero por encima de todo, sea lo que sea lo que le ordene, hágalo inmediatamente, sin dudarlo un solo instante. No demuestre sorpresa ante nada. Si menciona el número seis o el ocho, está acabado. Nunca, en su vida, diga que una cosa es «tan grande como el palacio». ¿Qué más? —se dio una palmada en la frente—. ¡Ah, tantas cosas! ¡Pero créame, en este manicomio, son importantes! Significan la diferencia entre la vida y una horrible muerte.

—¡Dios mío! —dije yo, sentándome desfalleciendo, y él me dio unos golpecitos en el hombro.

—Vamos, amigo mío. Le digo todas estas cosas para prepararle, para que usted tenga una oportunidad de sobrevivir. Ahora tengo que irme. Trate de recordar lo que le he dicho. Mientras tanto, averiguaré lo que pueda de su mujer... ¡pero por el amor de Dios, no mencione su existencia a ningún otro ser viviente! Eso sería fatal para ambos. Y no pierda la esperanza. —Me miró y durante un segundo la aprensión desapareció de su cara; era un tipo duro, firme cuando quería—.
[50]
Le he asustado... bueno, es que hay muchas cosas que temer aquí, y quería que estuviera en guardia en lo posible —me dio una palmada en el brazo—.
Bien. Dieu vous garde
.

Se dirigió a la puerta, llamando bajito al guardia, pero incluso mientras éste abría volvió otra vez, sigilosamente, susurrando.

—Otra cosa, cuando se acerque a la reina, recuerde lamerle los pies, como debe hacer un esclavo. Esto dirá mucho en su favor. Pero no lo haga si están empolvados de rosa. Es veneno —hizo una pausa—. O pensándolo mejor, si están
bastante
empolvados, chúpelos bien. Ciertamente, será el camino más rápido hacia la muerte.
A bientôt
!

¿Se extrañarían de que estuviera como loco? Aquello no podía ser cierto. ¿Dónde estaba, lo que había oído, lo que me esperaba? Pero lo era, y lo sabía, y por eso caí de rodillas, balbuciendo, y recé como un metodista borracho, por si hubiera un Dios después de todo, porque si Él no podía ayudarme, nadie más podía. Me sentí mucho peor por aquello; probablemente Arnold tenía razón y las plegarias insinceras son como blasfemias. Así que en lugar de rezar lancé un par de buenas maldiciones, pero aquello tampoco sirvió de nada. Fuera cual fuese el camino que intentara seguir para tranquilizar mi mente, todavía no estaba preparado para encontrarme con la realeza.

Pero al menos no me mantuvieron en suspense. Al romper el día me sacaron, una fila de soldados al mando de un oficial al cual traté de sugerir que si yo iba a ser presentado, por así decirlo, sería mejor que me cambiase de ropa. Mi camisa estaba reducida a un jirón, y mis pantalones no eran más que un taparrabos astroso con una sola pernera. Pero él se limitó a sonreír despectivamente ante mi lenguaje de signos, me golpeó fuerte con el bastón y me hizo subir la colina a través de las calles hasta el gran palacio de Antan, que vi por vez primera.

No hubiera imaginado nunca que nada pudiera distraer mi atención en un momento como aquél, pero el palacio lo consiguió. ¿Cómo puedo describir el efecto que me produjo, si no es diciendo que es el edificio de madera más grande del mundo? Desde su elevado tejado de vertientes pronunciadas hasta el suelo hay cuarenta metros, y en medio una gran extensión de arcos, balcones y galerías, todo como un
palazzo
veneciano hecho de la madera más intrincadamente grabada y coloreada, con sus macizos pilares formados cada uno por un solo tronco de más de treinta metros de largo. El mayor de todos, me dijeron, tuvieron que levantarlo cinco mil hombres, y lo trajeron desde una distancia de ochenta kilómetros. En conjunto, quince mil personas murieron al construir aquel lugar, pero supongo que eso es una minucia para un contratista malgache que trabaja para la realeza.

Pero más sorprendente todavía es el palacio más pequeño que hay junto al grande. Está enteramente cubierto de diminutas campanas de plata, de modo que cuando el sol lo toca, ni siquiera se puede mirar hacia él, por el cegador destello que produce. Cuando cambia la brisa, lo hace también el volumen de ese perpetuo tintineo de millones de lenguas de plata; es indescriptiblemente bello de ver y oír, como un cuento de hadas, y sin embargo albergaba a la Gorgona más cruel de la tierra, porque allí es donde tenía Ranavalona sus apartamentos privados.

Tuve poco tiempo para maravillarme, antes de que nos introdujéramos en el gran vestíbulo del propio palacio principal, con su techo muy abovedado como la nave de una catedral. Estaba atestado de cortesanos adornados con una variedad tan fantástica de ropas que parecía como un baile de disfraces cuyos invitados fuesen todos negros. Había crinolinas y
saris, sarongs
y trajes de ceremonia, muselinas y tafetanes de todos los estilos y colores. Recuerdo a una mujer larguirucha con un vestido de seda blanco y una peluca empolvada en la cabeza a lo María Antonieta, hablando con otra que parecía estar enteramente cubierta de cuentas de cristal. El contraste y la confusión eran asombrosos: mantillas y taparrabos, pies desnudos y zapatos de tacón, largos guantes y tocados de plumas bárbaros. Podría haber sido exótico, pero se daba el desafortunado hecho de que las mujeres malgaches son feas como demonios en su mayoría, con tendencia a resultar rechonchas y aplastadas, como campesinas rusas negras, para que se hagan una idea. Bueno, vi algún culo gracioso tapado por un
sari
aquí y allá, Y unos cuantos pares de tetas rollizas sobresaliendo de bajos corpiños, y pensé para mí: «Aquí hay poca cosa que merezca prestarle un poco de atención». Atención de la que ellas probablemente se habrían alegrado, porque nunca había visto una colección de tipos más desgarbada y enana que sus hombres. Es curioso que la nobleza masculina la formen unos ejemplares mucho peores que los hombres comunes; la mezcla de sangres, sospecho. Iban tan fantásticamente vestidos como las mujeres, con el habitual batiburrillo de uniformes, pantalones por la rodilla, zapatos con hebilla e incluso algún sombrero de copa añadido.

Other books

Mensaje en una botella by Nicholas sparks
OMEGA Exile by Stephen Arseneault
Eppie by Robertson, Janice
Seven Years by Peter Stamm
The Basingstoke Chronicles by Robert Appleton
Los árboles mueren de pie by Alejandro Casona
All Gone by Stephen Dixon
Bardelys the Magnificent by Rafael Sabatini
Ordinary Sins by Jim Heynen