Flashman y señora (44 page)

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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

BOOK: Flashman y señora
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Me cogió el brazo mientras nos acercábamos al patio.

—Recuerdo a uno de sus anteriores... favoritos, que fue lo bastante indiscreto para sonreír a una de las sirvientas de Su Majestad. Nunca volvió a sonreír... Al menos, no creo que lo hiciera, pero es difícil saberlo en un hombre al que le han arrancado toda la piel centímetro a centímetro, de una sola pieza. ¿Buscamos algo para comer? Estoy hambriento.

12

Aunque como norma soy capaz de mentir y disimular estupendamente, no tengo muy buena mano para las conspiraciones; dependes demasiado de otras personas. Parecía un grupo bastante fiable, y lo único positivo era que había poco tiempo para que saliera mal. Si yo hubiera tenido que esperar días, o semanas, no dudo de que mis nervios me habrían traicionado, y me habría rendido. Cuando pasé revista al amanecer del día siguiente, no habiendo dormido ni un segundo, me retorcía como pez fuera del agua. Incluso había saltado culpablemente cuando mi ordenanza me trajo el agua para afeitarme... qué significaba aquello, ¿eh? ¿No resultaba sospechoso que su conducta fuese exactamente la misma que había sido desde hacía meses? ¿Sabía algo? Cuando llegué a mi despacho y dicté las órdenes del día a mi pequeño grupo de instructores, veía espías por todas partes, y me comportaba como un actor nervioso antes de representar
Macbeth
.

El problema más acuciante, pensaba mientras miraba las impasibles caras negras de mi personal y trataba de que no me temblasen las manos, era encontrar una excusa suficiente para enviar a los guardias a Ankay. ¡Cielos!, ¿cómo me había metido yo en aquello? No podía decirles simplemente que se marcharan... aquello provocaría comentarios seguramente. No necesitaban hacer ejercicio, se habían estado portando bien en los desfiles... N o se me ocurría ninguna forma, pero los reuní por si acaso, confiando en que Dios me ayudara. Y lo hizo. Los hombres estaban serenos y bien equipados, como de costumbre, pero sus oficiales de menor rango habían asistido a la fiesta de la reina toda la noche, y llegaron a la revista medio borrachos. Viendo una oportunidad, hice formar sus columnas, y a los cinco minutos aquello parecía la batalla de Borodino, los hovas cayéndose unos encima de otros, compañías enteras vagando de un sitio a otro, y oficiales un poco borrachos tambaleándose, gritando y sollozando. Felizmente inspirado, hice que la banda tocara para acompañar la instrucción, y como la mayoría de los músicos estaban todavía medio borrachos y soplaban por el lado equivocado de sus instrumentos, el follón no hizo sino aumentar.

Al contemplar aquel zafarrancho, sufrí un espantoso ataque de cólera, coloqué a los oficiales borrachos bajo arresto, arengué a toda la tropa a voz en grito y les dije que tenían que marchar con el equipo completo hasta que estuvieran de nuevo sobrios y respetables. Irían a Ankay, les dije. Podían acampar en la llanura sin tiendas ni mantas, y si uno de ellos se atrevía a coger fiebres, lo azotaría por estúpido. Supongo que pareció convincente, y finalmente se fueron para allá, dirigidos por la banda, que tocaba tres marchas diferentes a la vez. Les vi desaparecer en la neblina polvorienta y pensé que ya había cumplido bien por mi parte... y si todo el complot se iba a hacer gárgaras, todavía podía decir que mis acciones habían sido perfectamente normales.

Pero ése es un pequeño consuelo para una conciencia como la mía. Fui presa de un creciente terror todo el día, temblando al pensar lo que Laborde y los otros podían estar haciendo... Debía pasar otro día y otra noche, tiempo suficiente para que se pudiera filtrar alguna noticia del complot, y yo saltaba a cada voz y a cada paso. Afortunadamente, nadie parecía notarlo; no hay duda de que atribuían mis saltos, como los suyos propios, a los excesos de la noche anterior. No dijeron nada desde palacio, ni señales de algo extraño llegó la noche y me preparé para irme a la cama pronto con una botella de anisado para tranquilizar mis horas oscuras.

Estaba allí echado, escuchando los ruidos distantes del palacio, bebiendo de mi botella y diciéndome a mí mismo por milésima vez que no había motivos por los que no pudiera ir todo bien. Con un poco de suerte, en dos días Elspeth y yo estaríamos cabalgando a toda marcha hacia Tamitave, con las bendiciones de Rakota; subiríamos al primer barco inglés, y a casa sanos y salvos, lejos de aquel espantoso lugar. No sería tan malo, por supuesto, con Ranavalona fuera de circulación, habría ventajas financieras: un país rico, nuevos mercados, oportunidades comerciales, asesoramiento experto para los mercaderes de la City a mi vuelta por un diez por ciento de los beneficios... No había que hacerle ascos a algo así. Me pregunté qué harían con la buena reina ninfómana, ¿exiliarla a la provincia del sur con un pelotón de sementales hovas para mantenerla caliente y servirla bien?

Un golpe estruendoso sonó en mi puerta y me levanté como un rayo. Sudaba. Oí la voz de mi ordenanza y luego le vi, mientras yo buscaba mis botas, y detrás de él, las ominosas figuras de unos guardias hovas, con cartucheras, sus pechos desnudos brillando negros a la luz de la lámpara. Había un suboficial que me conduciría a los apartamentos reales; las palabras penetraron en mi cerebro adormecido como gotas de ácido... ¡Oh, Dios mío, estaba listo! Tuve que sujetarme en el borde de mi camastro mientras me ponía los pantalones. ¿Qué podía querer la reina a aquella hora, y por qué tenía que mandar una guardia, a menos que hubiese ocurrido lo peor? El secreto estaba desvelado, debía de ser eso. Pero después de todo, podía no ser nada, así que tranquilo. Debía mantener la cara serena, pasara lo que pasase. El pánico me sacudía... ¿debía intentar la huida? No, aquello sería fatal, y mis piernas no me responderían; todo lo que podían hacer era andar derechas al ritmo del oficial que me conducía en torno a la fachada de palacio, más allá de los anchos escalones... ¿Era mi imaginación o era verdad que allí parecía haber más centinelas de lo habitual? Crucé la plazoleta del palacio de Plata, que brillaba bajo la luna, y con su millón de campanillas tintineando suavemente en el aire de la noche.

Subimos por las escaleras, recorrimos el amplio corredor, con mis piernas como gelatina y las botas de los hovas resonando a su paso detrás de mí... nunca me habían gustado nada aquellas botas, recordé. Había pensado hacerles llevar sandalias, pero no estaba seguro de que aguantasen las largas marchas. ¡Por Dios!, qué cosas se me ocurrían en aquellos momentos, ¡estando mi vida pendiente de un hilo! Las grandes puertas se abrieron y el oficial me hizo señas de que entrase en la sala de las recepciones iluminada con una luz resplandeciente. Entré y saludé automáticamente, mientras aquella imagen se grababa con brillantes colores en mi mente.

Ella
estaba allí, negra y tranquila, en su trono. Debía de ser medianoche, seguro, pero llevaba un traje de tarde de tafetán, con volantes azules, y un sombrero con una pluma de avestruz. Me levanté, hecha mi reverencia, sintiendo un frío mortal, pero no podía obligarme a mirarla. Una pareja de doncellas estaba a los lados, y junto a ellas la figura de Vavalana, el canciller, esbelto, vestido con una túnica, con la cabeza inclinada, que me miraba con sus astutos ojos, y también Fankanonikaka... Luché por recobrar la compostura, pero en su negra cara no leí nada. Mi corazón saltó alocadamente, y casi grité.

A un lado, entre dos guardias, estaba el barón Andriama. Llevaba la camisa desgarrada, tenía la cara retorcida y las manos atadas; apenas era capaz de mantenerse en pie. Había un asqueroso revoltijo en el suelo junto a él... y la palabra apareció en mi mente:
tanguin
. Ella lo sabía, entonces... todo había acabado.

Por el rabillo del ojo pude ver que ella me observaba, sin quitar la mano del pendiente. Entonces murmuró algo, y Vavalana se dirigió hacia adelante, dando golpecitos con su bastón. Su grisácea cabeza y su arrugada cara parecían curiosamente como las de un pájaro; parpadeó como un viejo petirrojo insolente.

—Hable ante la reina —dijo, y su voz era un suave graznido—. ¿Por qué ha enviado a los guardias a Ankay?

Traté de parecer ligeramente sorprendido, y mantener la voz tranquila.

—Que la reina viva mil años. Envié los guardias a una marcha de castigo... porque estaban borrachos y descuidados. Y también la banda —fruncí el ceño y hablé más fuerte—. No estaban preparados para la revista... Cinco de sus oficiales han sido arrestados. Ochenta kilómetros con todo el equipo es lo que necesitan para que aprendan a comportarse como soldados... ¡y cuando vuelvan los volveré a mandar fuera otra vez si no han aprendido la lección!

Sonaba bien, creo yo... el toque adecuado de indignación, mi perplejidad y severidad marcial, aunque cómo lo conseguí sólo Dios lo sabe. Vavalana me estudiaba, y detrás de él la cara negra y los ojos pequeños y brillantes debajo de la pluma de avestruz estaban tan fijos como los de un ídolo de piedra. No debo traicionar mi miedo...

—¿No fueron enviados por orden de este hombre? —dijo Vavalana, y su mano huesuda apuntó a Andriama, derrumbado entre sus guardias.

—¿El barón Andriama? —dije yo, asombrado—. Él no tiene autoridad sobre las tropas. ¿Por qué...? ¿Acaso dice que me ha ordenado algo? Nunca ha mostrado ningún interés en su entrenamiento. Él no es ni siquiera militar. No lo entiendo, canciller...

—Pero usted sabía —gritó Vavalana, apuntando con su dedo hacia mí—, ¡usted sabía que él conspiraba contra la vida del Gran Lago que Provee de Agua! Si no ¿por qué trataba de privarla de su protección, de sus soldados de confianza?

Dejé caer mi mandíbula con asombro, y me eché a reír en sus propias narices... Por primera vez vi a Ranavalona sorprendida. Dio un salto como una marioneta a la que han tirado del hilo, porque supongo que nunca antes nadie se había reído en voz alta en su presencia.

—¿Una conspiración, dice? ¿Es una broma, canciller? Si lo es, es del peor gusto —dejé de reír y fruncí el ceño, viendo la duda en sus ojos. «Ahora es tu turno, chico, rabia e indignación, sal bien del asunto por lo que más quieras, leal y viejo Harry», pensé—. ¿Quién se atrevería a conspirar contra Su Majestad, o decir que yo lo sabía? —Estaba casi gritando aquellas palabras, con la cara roja, y Vavalana dio un paso atrás.

—¡Basta! —Ranavalona apartó la mano de su pendiente—. Ven aquí.

Di un paso hacia adelante, forzándome por mirar aquellos ojos hipnóticos, con la boca seca de terror. ¿Habría funcionado el farol? ¿Me creería ella? Sus vidriosas y heladas pupilas me inspeccionaron durante un minuto entero, luego me cogió la mano. Mi ánimo se abatió cuando ella la sujetó y luego gruñó una palabra:


Tanguin
.

El corazón me dio un vuelco y casi me caí. Porque aquello significaba que ella no me creía, o al menos no estaba segura, lo que era igual de malo; ella me sujetaba la mano, sentenciándome a aquel juicio, a aquella horrible prueba de Madagascar, que apenas daba una oportunidad de supervivencia. Oí castañetear mis propios dientes, y me postré suplicando, protestando de mi lealtad, jurando que ella era la más querida, amada reina que nunca existió... Sólo la ciega certeza de que la confesión significaba una muerte segura e innombrable me impidió largar todo el asunto. Al menos el
tanguin
me daba una ligera oportunidad, y supongo que yo lo sabía. La cara sombría no cambió. Soltó mi mano e hizo un gesto a los guardias.

Sólo pude agacharme mientras realizaban sus asquerosos preparativos, sin ser consciente de nada salvo de las manos negras y musculosas que sujetaban la pequeña piedra
tanguin
y la rascaban con un cuchillo, para que los copos de polvo gris cayeran en la bandeja en la que se encontraban tres jirones secos de piel de pollo. Allí estaba mi muerte por envenenamiento. Uno de los guardias me sacudió rudamente, sujetándome los brazos detrás; el otro avanzó, levantando el plato hasta mi rostro. Me sujetó la mandíbula... e hizo una pausa mientras hablaba la reina, pero no era un aplazamiento: ella le decía algo a una de sus doncellas, y había que suspender todo movimiento, yo con los ojos salidos ante aquel desperdicio venenoso que iba a tener que tragar, mientras la chica se iba y volvía con un monedero, del cual la reina sacó solemnemente veinticuatro dólares y los puso en la mano de Vavalana. Ante aquella ofensa final, aquella obscena devoción a la letra de su pagano ritual, mis nervios se rompieron.

—¡No! —chillé—. ¡Dejadme ir! ¡Lo diré... juro que lo diré! ¡Por la gracia de Dios! —grité en inglés, que nadie sino Fankanonikaka entendía—: ¡Piedad! ¡Me obligaron a hacerlo! Lo diré...

Sujetaron mi mandíbula cruelmente abierta; unos dedos enérgicos la mantenían así, y me atraganté cuando mi boca se llenó con el asqueroso olor del
tanguin
. Luché, pero los trozos de pollo fueron embutidos rudamente hasta el interior de mi garganta; luego unas manos musculosas mantuvieron mis mandíbulas cerradas y me taparon la nariz. Luché e hice mil movimientos espasmódicos, tratando de no tragar. La garganta me ardía con aquel asqueroso polvo, me atragantaba horriblemente, me ardían los pulmones, pero no había nada que hacer. Tragué con angustia... y me soltaron tambaleante, sollozando y tratando de vomitar, mirando a mi alrededor con pánico, sabiendo que me estaba muriendo... Aun así, estuve consciente de la curiosidad que anidaba en los ojos vigilantes de Vavalana y los guardias, y la absoluta indiferencia de la criatura inmóvil del trono.

Grité una y otra vez, agarrándome la ardiente garganta, mientras la habitación giraba como un torbellino en torno a mí... y entonces los guardias me cogieron de nuevo y el pequeño Fankanonikaka me habló incoherentemente mientras ellos ponían un cuenco ante mis labios y los forzaban a abrirse.

—¡Beba! ¡Beba! ¡Rápido...! —y vertieron un torrente de agua de arroz en mi interior, llenando mi boca y mi nariz, empapando toda mi cabeza; los pulmones enteros parecieron llenarse. Yo tragaba y tragaba hasta que sentí que iba a estallar, sintiendo alivio mientras el líquido lavaba mi boca de aquel corrosivo dolor... Luego una espantosa convulsión agarrotó mi estómago, y luego otra, y otra. Estaba a cuatro patas, retorciéndome ciegamente... ¡Oh, Dios, si aquello era la muerte, era peor que nada de lo que yo imaginaba! Abrí la boca para gritar, y en aquel momento vomité como nunca lo había hecho antes, una y otra vez, y me derrumbé tembloroso, quejándome débilmente y sin sentido, mientras los espectadores se reunían alrededor para hacer las comprobaciones.

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