Flashman y señora (49 page)

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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

BOOK: Flashman y señora
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La fragata se estaba retirando claramente, y ni ese barco ni los averiados franceses parecía que fueran a volver... Me asaltó la idea espantosa de que se estaban alejando, y no pude contenerme ante una conducta tan cobarde.

—¡Volved, hijos de puta! —rugí, saltando de un lado para otro—. ¡Maldita sea, son sólo un puñado de negros! ¡Acabad con ellos, condenados! ¡Para eso os pagamos!

—Pero mira, Harry —chilló Elspeth—: ¡Mira, amor mío, están volviendo! ¡Mira... los barcos!

Sí, unas chalupas surgían de detrás de los franceses, y otra del barco inglés. Mientras los tres barcos viraban de nuevo, disparando al fuerte, los botes llegaron dirigiéndose a la costa, repletos de hombres... Iban a asaltar el fuerte, bajo la cobertura de los cañones del escuadrón. Yo saltaba y blasfemaba de excitación... ¡porque aquélla era nuestra oportunidad! Debíamos correr hacia ellos cuando llegaran a tierra... Corrí hacia abajo a través de la vegetación, mirando a la colina de detrás, para ver cómo iban nuestros amigos los hovas. Estaban allí, bajaban la loma detrás de nosotros, dirigiéndose hacia el lado más próximo a tierra del fuerte. Iban corriendo de cualquier manera, pero un suboficial gritaba en la retaguardia, y me pareció que señalaba hacia nuestro bosquecillo. Sí, algunos de los hovas iban a investigar —les estaba mandando en nuestra dirección—, maldito aquel villano negro, ¿no sabía cuál era su deber cuando unos barcos extranjeros atacaban su asquerosa isla?

—¿Qué vamos a hacer, Harry? —Elspeth estaba junto a mí—. ¿No deberíamos correr hacia la playa? Es peligroso quedarse aquí.

Ella no es tan tonta como parece, ¿saben?, pero afortunadamente yo tampoco lo soy. Los barcos estaban en las rompientes, sólo a un momento de la costa; la tentación de correr hacia ellos era casi más de lo que puede soportar un cobarde como Dios manda, pero si dejábamos nuestro cobijo demasiado pronto, con los doscientos metros de arena desnuda que había entre nosotros y el lugar donde estaba el barco francés más cercano, estaríamos a tiro de fusil desde el fuerte. Debíamos quedarnos escondidos en el bosquecillo hasta que el destacamento de desembarco llegara a la playa y corriera hacia el fuerte..., eso mantendría ocupados a los fusileros negros, y sería más seguro correr hacia los botes, agitando una bandera blanca: al momento, ya estaba yo rasgando las enaguas de Elspeth, acallando sus gritos de protesta y atisbando por entre la vegetación a los hovas que se aproximaban. Tres de ellos trotaban hacia el bosquecillo, con su oficial detrás haciéndoles señas de avanzar; el que dirigía estaba casi en los árboles, con un aire idiota, volviéndose para recibir instrucciones de sus compañeros. Aquella cara chata, brutal, se volvió en nuestra dirección y empezó a dirigirse hacia el bosquecillo, balanceando su lanza y mirando a un lado y a otro.

Le hice un gesto de silencio a Elspeth y la llevé hacia el lado cercano al mar del bosquecillo, debajo de un arbusto, escuchándolo todo a la vez: el continuo estruendo de los cañones, los débiles gritos que venían desde las murallas del fuerte, el lento crujido de los pies del hova en el suelo del bosquecillo. Parecía que se estaba dirigiendo al norte por detrás de nosotros... y Elspeth me puso los labios junto al oído y susurró:

—¡Oh, Harry, no te muevas, te lo ruego! ¡Hay otro de esos nativos muy cerca!

Volví la cabeza y casi me da un ataque. Al otro lado de nuestro arbusto, visible a través de la vegetación, estaba una silueta negra, a menos de diez metros de distancia... En aquel momento el primer hova dio un grito de sobresalto, hubo un relincho frenético... ¡Dios mío, me había olvidado de los caballos, y aquel animal casi los había pisado! La silueta negra al otro lado de los arbustos echó a correr... alejándose de nosotros, gracias a Dios, sonó un estrépito de fusilería desde la playa y recordé la oportuna sugerencia de mi mujercita y decidí que no podíamos quedarnos allí por más tiempo.

—¡Corre! —susurré, y salimos de entre los árboles y corrimos como locos hacia la costa. Se oyó un grito detrás de nosotros, y un silbido en el aire por encima de nuestras cabezas, y una lanza vino a clavarse en el suelo de arena ante nosotros. Elspeth chilló, corrimos, los botes estaban siendo varados, y ya había hombres armados cargando hacia el fuerte... Marineros franceses con jerséis rayados, y un tipo pequeñajo delante de ellos blandiendo un sable y haciendo discursos sobre
la gloire
, sin duda, mientras la metralla desde los muros hacía saltar la arena entre él y su grupo.

—¡Socorro! —rugí yo, dando tumbos y señalando la posición de Elspeth—. ¡Somos amigos!
Alló, mes amis! Nous sommes Anglais, pour l’amour de Dieu
! ¡No disparen!
Vive la France
!

No nos prestaron ni la menor atención, entretenidos en aquel momento en abrirse camino por la empalizada exterior de madera del fuerte. Salimos de la fina arena para buscar un suelo más firme, dirigiéndonos a los botes, varados en la misma orilla. Miré hacia atrás, pero los hovas no estaban a la vista, tipos listos; empujé a Elspeth y nos fuimos a un lado para quitarnos de la línea de tiro del fuerte. Por entonces la playa estaba llena de figuras que corrían delante de nosotros, franceses y británicos, atacando y lanzando vítores. Había una lucha encarnizada en la empalizada exterior, jerséis blancos y rayados por un lado, pieles negras por otro, machetes y lanzas que relampagueaban, fusiles que disparaban desde el fuerte interior y la respuesta de nuestra gente abajo en la playa. Entonces sonaron algunos gritos de británicos y de franceses excitados, y entre el humo pude ver que estaban encima del muro interior, subidos cada uno a hombros de otro, disparando con pistolas y obviamente haciendo carreras para ver quién subía primero, si los franceses o los británicos.

«Que os vaya bien —pensé—, porque yo ya estoy cansado.» En el mismo momento, Elspeth gritó:

—¡Oh, Harry, Harry, querido Harry! —y se agarró a mí—. ¿Crees que deberíamos sentarnos ahora? —susurró ella débilmente. Y al momento se desvaneció y nos dejamos caer en la arena húmeda uno en brazos del otro, entre los botes y el destacamento de desembarco. Estaba yo demasiado agotado y mareado para hacer cualquier cosa menos quedarme allí sentado, sujetándola, mientras se libraba una furibunda batalla en la playa, y yo pensaba, «Dios mío, al fin estamos a salvo, y pronto podré dormir...».

—¡Usted, señor! —gritó una voz—. Sí, sí, usted... ¿de dónde sale, señor? ¡Dios mío! ¿Ésa que tiene usted ahí es una mujer?

Un grupo de marineros ingleses llevaba unas parihuelas vacías y corría cerca de nosotros en dirección al fuerte, y con ellos aquel tipo de cara roja con una raya dorada en su casaca que había puesto sus ojos en nosotros. Blandía una espada y una pistola. Le grité por encima del estruendo de disparos que éramos prisioneros de los malgaches y que habíamos escapado, pero él se limitó a ponerse todavía más rojo.

—¿Qué es lo que dice? ¿No está usted con el desembarco? Salga de la playa, señor..., ¡salga ahora mismo! ¡No tiene nada que hacer aquí! ¡Esta es una operación naval! ¿Qué es eso, contramaestre? ¡Ya voy, malditos! ¡Adelante, adelante!

Salió corriendo, enarbolando sus armas, pero no me preocupé. Sabía que estaba demasiado cansado para llevar a Elspeth a los botes que estaban a un centenar de metros de distancia, pero estábamos fuera del alcance de los tiros de fusil del fuerte, así que me contenté con quedarme sentado y esperar hasta que alguien tuviera tiempo de atendernos. Estaban bastante ocupados por el momento. La tierra delante de la empalizada estaba sembrada de muertos y heridos que aullaban, y a través de las brechas que habían abierto se veía disparar a la artillería mientras los que escalaban trataban todavía de subir el muro de diez metros que había detrás. Tenían escalas, llenas de marineros franceses e ingleses, y sus aceros relampagueaban en la cima del muro, donde los defensores luchaban a espada y seguían disparando.

Por encima del estrépito de la fusilería hubo un grito de júbilo, la gran bandera malgache blanca y negra en el muro del fuerte cayó de su mástil roto, pero un malgache en las almenas la cogió. La lucha se encarnizó en torno a él, pero en aquel momento un grupo que volvía con unas parihuelas cargó a través de mi línea de visión, llevando hombres heridos de vuelta a los botes, así que no vi qué le ocurrió.

Nadie nos prestaba atención todavía a Elspeth y a mí. Estábamos algo apartados del tráfico principal que corría de un lado para otro por la playa, y aunque una partida de marineros franceses se detuvo para mirarnos curiosamente, pronto fueron azuzados por un oficial que no cesaba de aullar. Traté de levantar a Elspeth, pero ella estaba todavía inconsciente contra mi pecho, y me arrastré como pude y vi que el destacamento de desembarco estaba empezando a retroceder desde el fuerte. Algunos heridos vinieron cojeando primero, ayudados por sus compañeros, y luego las partidas principales todas mezcladas y juntas, británicos y franceses, con los oficiales inferiores jurando y aullando órdenes mientras los hombres trataban de encontrar sus divisiones. Se empujaban y luchaban con gran desorden, los marineros británicos maldiciendo a los franceses, y los franceses haciendo muecas y gesticulando.

Busqué ayuda, pero era como hablar en un manicomio... Entonces, por encima de todo el jaleo y parloteo, los cañones distantes de los barcos empezaron a disparar de nuevo, y los disparos silbaron por encima de nuestras cabezas para estrellarse en el fuerte, porque nuestra retaguardia estaba despejada ahora, retirándose en buen orden y cambiando fuego de fusilería con los muros que no habían conseguido escalar. Todo lo que parecía haber conseguido era capturar la bandera malgache. Entre los tiradores que se retiraban, con los disparos enemigos hostigándoles, una desordenada multitud de marineros franceses e ingleses se daba de bofetadas por la posesión de aquella maldita cosa, gritando: «
Ah, voleur
!», y «¡alto, malditos!», los franceses dando patadas y los ingleses golpeándoles con los puños, mientras dos o tres oficiales trataban de separarlos.

Finalmente el oficial inglés, un tipo alto y larguirucho con la pernera izquierda del pantalón desgarrada y un vendaje ensangrentado en torno a la rodilla, consiguió apoderarse de la bandera, pero el oficial francés, de poco más de un metro de altura, agarró una punta y vinieron peleándose en mi dirección, gritándose el uno al otro en sus respectivas lenguas, con sus tripulaciones detrás.

—¡No la tendrán! —gritó el francés—. ¡Devuélvamela, monsieur, en este mismo momento!

—¡Aparte, retaco seboso! —rugió John Bull—. ¡Quite inmediatamente su zarpa o lo sentirá!

—¡Condenado ladrón inglés! ¡La han cogido mis hombres, le digo! ¡Es un botín de Francia!

—¿La soltará de una vez, mono comedor de ranas? ¡Maldita sea, si usted y sus cobardes hubieran luchado con tanto entusiasmo como chilla ahora, habríamos tomado ya ese fuerte! Déjeme en paz, ¿me oye?

—Ah, con que se resiste, ¿eh? —gritó el francés, acercándose más al inglés—. ¡Ya basta! ¡Suelte esa bandera o le pego un tiro!

—¡Déjela, maldito gusano! —estaban casi encima de nosotros, el obstinado sajón sujetando la bandera por encima de su cabeza y el pequeño francés saltando para cogerla y dándole patadas en las espinillas—. Le voy a aplastar con el ancla, patán saltarín, si... ¡Buen Dios, es una mujer! —se quedó con la boca abierta al verme allí a sus pies, con Elspeth en mis brazos. Me miró, sin habla, olvidado del francés, que ahora estaba golpeándose el pecho con sus pequeños puños, con los ojos cerrados muy apretados.

—Si tiene un momento —dije yo—, le agradeceré que ayude a subir a mi mujer a sus botes. Somos británicos y hemos escapado del cautiverio en el interior.

Tuve que repetírselo hasta que lo captó, soltando una variedad de juramentos, mientras el francés, que había dejado de golpear con los puños, miraba con suspicacia.

—¿Qué dice este hombre? —exclamó—. ¿Está conspirando, el bribón? Ah, pero yo tendré la bandera... demonios, ¿qué es esto? ¿Una mujer a nuestros pies?

Se lo expliqué en francés, y él me miró con los ojos como platos y se quitó el sombrero.

—¿Una dama? ¿Una dama inglesa? ¡Increíble! ¡Y además una dama tan hermosa, y en una condición tan desvanecida! ¡Ah, pobrecilla! ¡Doctor Narcejac! ¡Doctor Narcejac! Venga rápidamente... Usted, señor, tranquilícese —él casi bailaba de agitación—. ¡Esperad, vosotros, y proteged a la señora!

Estaban todos agrupándose a nuestro alrededor, con la boca abierta, y mientras el matasanos francés se arrodillaba junto a Elspeth, cuyos párpados empezaban a aletear, una pareja de marineros me ayudó, y el oficial inglés quiso saber quién era yo, se lo dije y él preguntó: «¿No será el Flashman de Afganistán?», y repliqué, «el mismo en persona», y él dijo que vaya sorpresa, y que él era Kennedy, segundo de a bordo en la fragata
Conway
, muy orgulloso de conocerme. Mientras tanto, el pequeño oficial francés saltaba excitado y me decía que era el teniente Boudancourt, del
Zelée
, que se auxiliaría en todo a la señora y se le proporcionarían sales, que la marina francesa al completo estaba al servicio de ella, y que él, Boudancourt, personalmente supervisaría su tranquilo traslado sin perder ni un momento...

—¡Alto ahí, franchute! —rugió Kennedy—. ¿Qué está diciendo? ¡Jenkins, Russell! ¡La señora es inglesa y subirá en un barco inglés, por Dios! ¿Puede usted andar, señora?

Elspeth, ayudada por el doctor francés, estaba todavía tan débil, fuera por la fatiga o por aquella abundancia de atención masculina, que apenas pudo hacer un gesto desmayado, y Boudancourt gritó su indignación a Kennedy.

—¡No levante la voz, por favor! Ah, ¿lo ve? ¡Ha hecho que vuelva a decaer!

—¡Cierre su bocaza! —gritó Kennedy, y, a un marinero que estaba tirándole de la manga—: ¿Qué demonios pasa?

—Perdón, señor, con los saludos del señor Heseltine, los negros están saliendo, parece ser, señor.

Señalaba hacia la playa: cierto, había unas figuras negras con taparrabos blancos que emergían a través de la empalizada, enfrentándose valientemente a los disparos de los barcos y la fusilería de nuestra retaguardia. Algunos de ellos disparaban contra nosotros; sonaba el alarmante silbido de las balas por encima de nuestras cabezas.

—¡Por todos los demonios! —gritó Kennedy—. ¡Franceses, mujeres y negros! ¡Esto es el colmo! Señor Cliff, le agradeceré que saque a todos estos hombres de la playa! ¡Cúbranles, tiradores! ¡Russell, corra al barco... dígale al señor Partridge que cargue los cañones con metralla y los dispare si se ponen a tiro! ¡Fuera de la playa!

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