Había una orquesta de negros tocando abominablemente en algún lugar, y toda la multitud charlaba como cotorras, como hacen siempre los malgaches, haciendo inclinaciones de cabeza, reverencias, lanzando miradas maliciosas y coqueteando como la caricatura más grotesca de la sociedad educada. No podía evitar pensar en los monos que había visto en el circo en mi niñez, vestidos con ropas humanas. Un hombre blanco en harapos no llamaba la atención allí en medio, y nadie me dirigió más que una mirada mientras yo subía por una escalera, a lo largo de un corto pasadizo y en una pequeña antesala. Allí, para mi asombro, me dejaron solo, cerraron la puerta y eso fue todo.
«Tranquilo, Flashy», pensé yo. ¿Qué era aquello? Examiné la habitación, bastante inocente, repleta de muebles indígenas artísticamente grabados, grandes jarrones con cañas, adornos finos de marfil y ébano, y en las paredes algunas pinturas representando negros de uniforme que yo jamás habría colgado en mi casa. Me quedé escuchando y a través de una amplia ventana interior cubierta con una cortina de muselina oí el murmullo y la música del gran vestíbulo; poniéndome de pie sobre una mesa podía ver por encima del alféizar y a través de la muselina la asamblea de abajo. Mi ventana estaba en un rincón, y desde allí una amplia galería se abría al final del vestíbulo, muy por encima de la multitud. Había una docena de guardias hovas con
sarong
y casco alineados a lo largo de la barandilla de la galería.
En algún lugar interior en el palacio sonó una campana, e inmediatamente la charla y la música cesaron, toda la multitud de abajo se volvió a mirar hacia la galería. Sonó el quejido de lo que parecía como una trompeta, y una figura apareció en la galería directamente por debajo de mí, un negro fornido con un tocado de metal dorado y una piel de leopardo en los riñones, con unos brazos macizos y musculosos extendidos ante él, llevando una esbelta lanza de plata de ceremonias.
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La crema de la sociedad malgache que estaba allí reunida le dio un buen aplauso, y mientras él se hacía a un lado, cuatro muchachas con
saris
floreados aparecieron llevando una especie de tienda de tres paredes de seda coloreada, pero sin techo.
Entonces, con el acompañamiento de címbalos y una baja y sonora cantilena que hizo que se me erizaran los pelos del cuerpo, llegaron un par de viejos con ropas negras ribeteadas de plata, balanceando unos pequeños paquetes al final de unas cuerdas, pero sin darse mucha importancia. Se quedaron a un lado, y con un súbito grito estruendoso de la multitud de «¡Manjaka! ¡Manjaka!» salieron cuatro chicas más, llevando un palio de color púrpura con cuatro esbeltas pértigas de marfil. Debajo caminaba una figura majestuosa envuelta en un manto de seda escarlata, pero no podía verle la cara en absoluto, porque estaba escondida bajo un alto sombrero dorado de paja, atado bajo la barbilla con un pañuelo. «Así que ésta es la jefa», pensé yo, y a pesar del calor, me encontré tiritando.
Caminaba lentamente desde el fondo de la galería y la multitud de aduladores estalló, aplaudiendo y chillando y extendiendo las manos. Ella se detuvo, las chicas que llevaban la tienda de seda la colocaron a su alrededor, protegiéndola de los ojos curiosos menos de los dos que estaban mirándola asombrados e insospechados desde arriba. Esperé, sin aliento, y dos chicas más se le acercaron y le quitaron el manto de los hombros. Y allí estaba, completamente desnuda cubierta únicamente por aquel ridículo sombrero.
Incluso desde arriba ya través de una pantalla de muselina no había duda de que era una hembra, y no necesitaba corsés para salir airosa del examen. Se quedó quieta, como una estatua de ébano, mientras las dos sirvientas la lavaban con unas palanganas de agua. Algún vulgar patán gruñó lascivamente, y al darme cuenta de que era yo, me eché hacia atrás con súbita ansiedad temiendo haber sido oído. La rociaron cuidadosamente, mientras la miraba con envidia, y luego sujetaron el manto de nuevo en torno a sus hombros. La pantalla desapareció y ella tomó lo que parecía un cuerno incrustado de ébano de uno de sus ayudantes y dio unos pasos hacia adelante para salpicar a la multitud. Ellos gritaron entusiasmados, y luego se retiró entre aplausos, y me aparté de mi ventana pensando, por Dios, nunca hemos visto a nuestra pequeña Vicky desde la galería de Buck House haciendo esto..., pero vaya, ella no está tan bien equipada como ésta.
Lo que yo había visto, si quieren saberlo, era la parte pública de la ceremonia anual del Baño de la reina. Los procedimientos privados eran menos formales, aunque conviene que sepan que sólo puedo hablar con autoridad de 1844, o como se conoce sin duda en los círculos de la corte malgache, el año de Flashy.
El procedimiento es simple. Su majestad se retira a sus aposentos de recepciones en el Palacio de Plata, que es una cámara asombrosa que contiene un sofá dorado, ornamentos de oro y plata en profusión, un enorme y lujoso lecho, un piano con «Selecciones de Scarlatti» en el atril y a un lado una bañera empotrada en el suelo revestida de madreperla; también hay cuadros de las victorias de Napoleón en las paredes, entre cortinas de seda. Allí concluye la ceremonia recibiendo el homenaje de varios oficiales, que salen arrastrándose hacia atrás, y, con algunas de sus doncellas todavía esperando, vuelve su atención hacia el último tema de la agenda, el extranjero náufrago que le han llevado para su inspección, y allí estoy yo de pie con el estómago encogido entre dos macizos guardias hovas. Una de sus doncellas empuja al pobre idiota hacia adelante, los guardias se retiran y yo trato de no temblar, tomo aliento, la miro y deseo no haber venido nunca.
Ella llevaba todavía el sombrero alto, y el pañuelo enmarcaba sus facciones que no eran ni bellas ni feas. Podía tener cualquier edad, entre cuarenta y cincuenta años, la cara más bien redonda, con una nariz recta y pequeña, unas cejas finas y una boca de piñón, de gruesos labios; su piel era negra como el carbón y rolliza.
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Entonces me encontré con sus ojos, y me recorrió una súbita corriente helada de terror y me di cuenta de que todo lo que había oído era verdad, y los horrores que iba a presenciar no necesitaron más explicación. Sus ojos eran pequeños y brillantes como los de una serpiente, no parpadeaban y había en ellos una terrorífica profundidad de crueldad y malicia; sentí repulsión física al mirarlos y, gracias a Dios, tuve el sentido común de dar un paso hacia delante, con el pie derecho por delante, y mostrar los dos dólares mexicanos en mi palma abierta.
Ella ni siquiera los miró, al cabo de un momento una de sus chicas se adelantó y los tomó. Di un paso hacia atrás, el pie derecho primero, y esperé. Los ojos no apartaban nunca su mirada repelente, y eso me ayudó, porque no podía soportarlos más. Dejé caer la mirada, tratando febrilmente de recordar lo que me había dicho Laborde... Oh, demonios, ¿estaba esperando ella que le lamiera sus infernales pies? Miré hacia abajo; estaban escondidos bajo el manto escarlata; no podía ponerme a buscarlos por allí. Me quedé de pie, en silencio y con el corazón saliéndoseme por la boca, notando que la seda de su manto estaba húmeda. Por supuesto, no la habían secado, y ella no llevaba absolutamente nada debajo... Cielos, aquello se pegaba a sus miembros de una manera muy atractiva. Mi visión desde lo alto había sido velada, por supuesto, y yo no me había dado cuenta de lo extraordinariamente dotado que estaba aquel real personaje. Seguí la bruñida línea escarlata de su pierna y de su cadera redondeada, noté la suave curva de la cintura y el estómago, los pechos llenos, delineados en seda. ¡Dios mío, ella estaba húmeda! ¡Al diablo con ella!
Una de las doncellas lanzó una risita, instantáneamente sofocada, y para mi vergüenza me di cuenta de que mis pantalones indecentemente rotos y harapientos eran incapaces de ocultar mi instintiva admiración por los matronales encantos de su majestad... ¡Oh, Dios mío! Ustedes pensarán que el espantoso terror y mi situación peligrosa habrían hecho imposible una reacción lujuriosa, pero el amor lo puede todo, ¿saben?, y yo no podía hacer absolutamente nada. Cerré los ojos y traté de pensar en hielo picado y vinagre, pero aquello no resultó... No me atrevía a darle la espalda a la realeza... ¿Lo había notado ella? Por todos los demonios, no estaba ciega. Aquello era
lèse
-
majesté
del tipo más flagrante, a menos que se lo tomara como un cumplido, que es lo que era, se lo aseguro, y no una deliberada falta de respeto, ni mucho menos...
Le dirigí otra mirada, la cara colorada. Aquellos malditos ojos estaban todavía clavados en los míos; y lenta, inexorablemente, su mirada se dirigió hacia abajo. Su expresión no cambió lo más mínimo, pero ella se removió en su sofá, lo cual no hizo nada por apagar mi ardor, y sin apartar la mirada, murmuró una instrucción gutural a sus doncellas. Ellas salieron obedientemente, mientras yo esperaba temblando. De repente se puso de pie, se quitó el manto de seda y se quedó allí erguida, desnuda, deslumbrante; tragué saliva y me pregunté si sería correcto hacer algún ligero avance... cogerle una teta, por ejemplo... Tendría que cogerla con las dos manos... Mejor no; dejemos que la realeza tome la iniciativa.
Así que allí me quedé completamente quieto durante un minuto entero, mientras aquellos malditos, fríos ojos, me inspeccionaban; entonces ella se adelantó y acercó su cara a la mía; me husmeó cautelosamente como un animal y frotó suavemente su nariz aquí y allá por mis mejillas y mis labios. «El aperitivo —pensé yo—, un tirón y mis pantalones serán un trapo en el suelo.» Me agarré a sus nalgas y la besé de lleno en la boca... ella forcejeó y se soltó, escupiendo y tocándose la lengua, con los ojos relampagueantes, y me cruzó la cara con la mano. Yo estaba demasiado sorprendido para evitar el golpe; me dio en el oído, tuve una visión de aquellos pozos de agua hirviendo y la furia murió en sus ojos, para ser reemplazada por una mirada asombrada. (No tenía ni idea de que el beso era desconocido en Madagascar; ellos se frotan la nariz, como la gente de los mares del Sur.) Puso su cara junto a la mía de nuevo, tocando mis labios precavidamente con los suyos; su boca sabía a anís. Me lamió vacilante, así que yo froté mi nariz contra la suya un momento, y luego la besé en toda regla, y esta vez ella entró en el espíritu de la cosa como una buena chica.
Entonces me cogió de la mano y me condujo por la habitación hacia un baño, se desató el pañuelo y el sombrero y los tiró a un lado, revelando un largo cabello tieso atado muy tirante, y unos pesados pendientes de plata que colgaban hasta sus hombros. Se metió en la bañera, que era lo bastante profunda como para nadar, y me empujó a seguirla, lo cual hice, ardiendo por dentro. Pero ella nadó y jugó en el agua de una manera muy provocativa, persiguiéndome y frotándome con la nariz y besándonos, pero ni una sonrisa ni una palabra ni el menor suavizamiento de esos ojos de basilisco. De repente ella me atrapó entre sus largas piernas y allá fuimos, rodando y sumergiéndonos como condenados, un momento en la superficie y el siguiente a un metro por debajo. Ella debía de tener unos pulmones como fuelles, porque podía aguantar debajo un tiempo que para mí era una agonía, moviéndose como un delfín lujurioso, y luego saliendo a la superficie para coger aire y abajo de nuevo para realizar más extáticos movimientos en el fondo. Bueno, aquello era nuevo, y altamente estimulante; la única vez que he completado el acto carnal mientras hacía la voltereta con la nariz llena de agua fue en el baño de Ranavalona. Después me sujeté al borde, jadeando, mientras ella nadaba perezosamente de arriba abajo, volviendo aquellos feos, relampagueantes ojos hacia mí de vez en cuando, con aquella cara como de piedra.
Pero lo más sorprendente estaba aún por llegar. Cuando ella salió del baño y yo la seguí obediente, se dirigió hacia el lecho y se echó en él, contemplándome sombríamente mientras yo me quedaba allí de pie, dudando, preguntándome qué hacer. Quiero decir que normalmente uno suele darle a la chica un cachete en el trasero como felicitación, pide un refresco y mantiene una agradable charla, pero no podía imaginar qué estilo era el de ella. Se quedó allí quieta, desnuda, toda negra y brillante, mirándome mientras yo trataba de tiritar de una forma indiferente, y gruñó algo en malgache y señaló hacia el piano. Le expliqué, humildemente, que no sabía tocar; ella me miró un poco más y tres segundos más tarde yo estaba en el taburete del piano, con mi húmedo trasero posado incómodamente en el asiento, tocando
Bebe, cachorro, bebe
, con un dedo. La audiencia no empezó a tirarme cosas, así que me aventuré con la otra mitad de mi repertorio:
Dios salve a la Reina
, pero un gruñido me mandó rápidamente de vuelta a
Bebe, cachorro, bebe
una vez más. La toqué durante diez minutos, consciente de la implacable mirada en mi nuca, y, a modo de variación, empecé a cantar la letra. Oí crujir el lecho, y desistí; otro gruñido y yo estaba cantando vigorosamente de nuevo, y el Palacio de Plata de Antananarivo resonó con los ecos de:
Allí está el zorro
con su madriguera entre las rocas,
y seguimos su rastro
y aquí están los perros
con la nariz en el suelo
y nosotros gritamos, felices, ¡hurra!
Y el estribillo, con vigor es una cancioncilla muy animada, como probablemente saben; y yo la canté a pleno pulmón hasta quedarme ronco. Cuando pensaba que mi voz iba a romperse, ella vino silenciosamente a mi lado, mirando inexpresivamente mi cara y luego las teclas; «qué demonios, de perdidos al río», pensé yo. Así que mientras seguía golpeando las teclas con una mano la atraje al taburete con la otra, apretándola lujuriosamente y aullando: «Creció y se convirtió en un perro grande, vamos a pasarnos la botella», y después de un momento impasible mirando, ella empezó a acompañarme de la manera más desconcertante. Esta vez, sin embargo, fuimos al lecho para el asunto serio, y sufrí una buena conmoción, ya que cuando esperaba que ella asumiera la posición supina, de repente me cogió en vilo (mido un metro ochenta y peso más de ochenta kilos), me tiró en la cama y empezó a galopar encima de mí con brutal abandono, gruñendo y rezongando e incluso aporreándome como un gorila rijoso, pero comprendí que ella disfrutaba. No es que sonriera o que diera suspiros femeninos, pero al final acarició su nariz contra la mía y gruñó una palabra malgache en mi oído varias veces: «Zanahary... zanahary...»,
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que después descubrí que era un cumplido.