No era lo que estábamos acostumbrados a ver en Balmoral, como comprenderán, pero al menos Ranavalona no se interesaba por las alfombras de cuadros escoceses. Sus deseos eran sencillos: sólo había que darle un amplio suministro de víctimas para contemplar mientras las mutilaban, y ella era feliz. No lo habrían adivinado al mirarla, y en realidad oí una vez que estaba completamente loca y no sabía lo que hacía. Es una vieja excusa en la que se refugia la gente corriente, porque no quiere creer que haya quien disfrute haciendo daño. «Está loco», dicen..., pero sólo lo dicen porque se ven un poco de sí mismos en el tirano, y quieren apartar esa imagen de su mente, como pequeños cristianos bien educados. ¿Loca? Sí, Ranavalona estaba loca como una cabra, de muchas formas... pero no en lo que concernía a la crueldad. Sabía muy bien lo que hacía, e intentaba perfeccionarse cada vez más, y se sentía profundamente gratificada por ello; ésta es la opinión profesional del amable y viejo doctor Flashy, que ya de por sí es un abusón profesional.
Así que ya ven qué vida más alegre y despreocupada era aquélla para su corte, entre los cuales supongo que me contaba yo en mi calidad de montura eventual. Era una posición privilegiada, como pronto pude comprobar. Recuerdan que les conté cómo me tomé no pocas molestias para adular a los nobles militares más importantes... Bueno, pues pronto descubrí que los halagos eran recíprocos, aunque oficialmente yo era un esclavo. Ellos me hacían la pelota de una manera un poco penosa, pobres hombres de negras caras sudorosas, manos temblorosas y sus brillantes uniformes... Asumían, como ven, que yo con sólo susurrar una palabra al oído de la reina ellos irían de cabeza a los pozos o a la cruz. No tenían nada que temer; nunca hice distinciones de unos y otros; y de todos modos, estaba demasiado preocupado por mi propia seguridad para hacer otra cosa con su maldito oído que no fuera darle mordisquitos en plan amoroso.
Pueden preguntarse cómo lo soporté, o cómo pude obligarme a mí mismo a hacer el amor a aquella bestia en forma de mujer. Se lo diré: se trataba de elegir entre eso y ser hervido o tostado; uno puede obligarse muy bien a hacerlo, créanme. No era debajo del cuello para abajo, después de todo, y parecía que yo le gustaba, lo cual siempre ayuda. Pueden encontrarlo difícil de creer (como yo mismo), pero hubo buenos momentos incluso, en cálidos y silenciosos atardeceres que pasábamos adormilados en la cama, o en su baño, o cuando robaba una mirada sobre la almohada a aquella plácida cara negra, bastante atractiva con los ojos cerrados, que sentí incluso un toque de afecto por ella. No se puede odiar a una mujer con la que uno duerme, supongo. Pero si abría los negros párpados y clavaba aquellos ojos en uno, la cosa era totalmente diferente. Sin embargo, me siento inclinado a decir algo en su defensa, después de decir tantas cosas malas de ella, y con razón. Al menos algunos de sus excesos, especialmente en la persecución de cristianos (yo no lo era, por cierto, durante mi estancia en Madagascar, como me preocupé de indicarle a cualquiera que quisiera escucharme), estaban inspirados por los guardianes de sus ídolos. He dicho que no había religión en su país, lo cual es cierto —su superstición no tenía una base organizada—, pero estaban aquellos tipos que leían profecías y cuidaban las piedras y bastoncillos y montones de barro que pasaban por dioses domésticos. (Ranavalona tenía dos, un colmillo de jabalí y una botella, a la que solía hablarle.)
Bueno, pues los guardianes de ídolos le habían ayudado a acceder al trono cuando era joven, después de la muerte de su marido, el rey, cuando su sobrino, el heredero legal, fue designado para ascender al trono. Los guardianes de ídolos, en su papel de augures, decían que los oráculos favorecían a Ranavalona para sucederle y como ella al mismo tiempo estaba organizando apresuradamente un golpe de Estado, asesinando al infeliz sobrino y al resto de sus parientes más cercanos, no se podía decir que los guardianes de ídolos se hubiesen equivocado: apostaron por el ganador. Obtuvieron tal influencia con ella que incluso la persuadieron de que asesinara a los amantes que la habían ayudado en el golpe, y ella se apoyó en ellos buscando su guía a partir de entonces.
Yo mismo fui siempre muy educado con ellos, y les saludaba con un alegre «buenos días» y un dólar o dos, aunque eran unos asquerosos y unos brutos, bufando por el palacio con sus trapos, cuerdas y cintas... que probablemente eran ídolos de terrible poder, no lo sé. Ayudaban a Ranavalona a decidir su política tirando judías a una especie de tablero de ajedrez, y calculando las combinaciones,
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que generalmente acababan en masacre, como las decisiones del consejo de ministros. Ella los recibía a todas horas del día: la he visto sentada en el trono, con sus chicas ayudándola a intentar ponerse unas zapatillas francesas, mientras aquellos tipos estaban agachados a su lado, murmurando sobre sus judías, y ella asentía ominosamente a sus decisiones, echaba un vistazo a su botella o su colmillo para asegurarse y pronunciaba sentencia. Una vez entraron cuando ella y yo estábamos tomando un baño juntos... Fue bastante embarazoso actuar mientras ellos arrojaban sus judías, pero a Ranavalona pareció no importarle en absoluto.
Si había otra influencia en su vida, aparte de los hombres de los fetiches y sus propias locuras, era su único hijo, el príncipe Rakota, el tipo con quien Laborde se las había arreglado para llevar a Elspeth. Era el heredero del trono, aunque no era hijo del viejo rey, sino de uno de sus amantes, a quien ella después repudió, naturalmente. Sin embargo, bajo la ley malgache, cualquier hijo de una viuda, sea legítimo o no, es considerado hijo del marido muerto, así que Rakota era el sucesor legítimo, y mi impresión es que Madagascar no podía esperar para gritar: «¡Larga vida al rey!». Como verán, a pesar de mis aprensiones cuando oí hablar de él por primera vez, era todo lo contrario de su atroz madre. Un chico amable, alegre, de buen carácter, que hacía lo que podía para contener la sed de sangre de su madre. Era del dominio público que si aparecía él cuando estaban a punto de asesinar a alguien siguiendo las instrucciones de la reina, y él les decía que soltaran a aquel infeliz, lo hacían, y mamá ni rechistaba siquiera. Tendría que haber pasado todo su tiempo corriendo por el país y gritando: «¡Soltadlo!» para afectar a la tasa de mortalidad, pero hacía lo que podía, y el populacho le adoraba, como era de esperar. Por qué no se lo cargaba Ranavalona, no puedo imaginarlo; alguna debilidad fatal de su carácter, supongo.
Sin embargo, mencionar a Rakota adelanta mi narración, porque tres semanas después de hacerme cargo de mis obligaciones tuve la oportunidad de conocerle, y, aunque brevemente, me reuní con la esposa de mi corazón. Vi a Laborde un par de veces antes, cuando creyó que sería seguro acercarse a mí, y le apremié para que me llevara con Elspeth, pero él me insistió en que era altamente peligroso, y tendría que esperar una oportunidad favorable. La cosa era como sigue: Laborde le había dicho a Rakota que Elspeth era mi mujer, y le había rogado que la cuidara y la mantuviera escondida, porque si la reina descubría que su nuevo amante y esclavo favorito tenía una mujer al alcance de la mano, podía ser el final para la señora Flashman y probablemente también para el joven Harry. ¡Vieja perra celosa! Rakota, como era un chico amable, aceptó, así que allí estaba Elspeth protegida y bien cuidada, no la trataban como una esclava, sino más bien como una invitada. Mientras yo, dense cuenta, estaba disfrutando de aquella insaciable hembra babuino para salvar la vida. Esto no se lo habían contado a Elspeth, gracias a Dios, sino que le decían que yo había aceptado un importante cargo militar, lo cual era bastante cierto.
Un extraño estado de cosas, como comprenderán, pero nada raro para ser Madagascar, y no más increíble que algunas de las cosas que yo había conocido en mis tiempos. De todos modos, estaba tan preocupado por lo que había ocurrido en los últimos meses, que me limité a aceptar la extraña situación. Sólo dos cosas me preocupaban. ¿Cómo era posible que la reina, que lo averiguaba todo a través de sus espías dirigidos por el señor Fankanonikaka, no hubiera sido capaz de enterarse de la presencia de una esclava de cabellos dorados en el palacio de su hijo? ¿Y por qué —y éste era el auténtico acertijo— estaban el príncipe Rakota y Laborde tan ansiosos por ayudarnos a Elspeth y a mí? En resumidas cuentas, ¿qué significaba yo para ellos? Soy un tipo suspicaz, ya lo ven, y no me creo demasiado lo de las virtudes altruistas; allí había gato encerrado. Tenía razón.
Laborde me presentó al príncipe una tarde que Ranavalona estaba fuera, viendo una corrida de toros, que era su hobby principal. Se decía que las corridas de toros eran lo único que le inspiraba algún sentimiento; las pocas veces que se la veía llorar era cuando uno de los toros moría, o quedaba malherido en la arena. Podía apartarme de la revista de las tropas durante una hora con bastante seguridad, así que me condujeron ante Fankanonikaka, Laborde y un general importante llamado conde Rakohaja al jardín del palacio del príncipe en las afueras de Antan.
Rakota me recibió en su salón del trono, donde me fue graciosamente permitido postrarme ante él y su princesa. Eran menudos: él no medía más de un metro y medio de alto, e iba vestido como un torero, con una chaquetilla dorada y pantalones ajustados, zapatos con hebilla y un sombrero mexicano. Tenía unos dieciséis años y era vivaz y sonriente con una cara olivácea y redonda y un bigote en ciernes.
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Su mujer era más o menos como él, pequeña y rechoncha, vestida de seda amarilla; también llevaba un bigote parecido al de él. Hablaban un buen francés, y cuando me puse de pie Rakota dijo que tenía brillantes informes de la forma en que estaba entrenando a las tropas, especialmente a los guardias reales.
—El sargento general Flashman ha hecho maravillas con los hombres y los mejores oficiales —asintió el conde Rakohaja, un aristócrata hova alto y delgado, con una cicatriz en la mejilla, vestido con una chaqueta y pantalones que podían haber quedado muy bien en Saint James, si no hubieran estado confeccionados de terciopelo verde claro—. Su Alteza estará encantado de saber que él ha ganado ya la lealtad de todos los que están bajo su mando, y ha demostrado ser un oficial muy capaz y fiable.
Todo aquello iba demasiado lejos, pero el príncipe me sonrió.
—Muy gratificante —dijo—. Ganarse la confianza de las tropas es lo primero y esencial en un líder. Como comandante en jefe —bajo la sublime autoridad de Su Majestad, La Gran Vaca que Nutre Todo el Mundo con su Leche, por supuesto— le felicito, sargento general, y le aseguro que su celo y lealtad serán ampliamente recompensados.
Me pareció un poco extraño. Yo no era un comandante, no pasaba de ser un simple instructor glorificado, eso todo el mundo lo sabía. Sin embargo, respondí educadamente que nunca había dudado de que las tropas me seguirían desde el infierno hasta Huddersfield la vuelta incluida, lo que pareció complacer a Su Alteza, pues hizo traer chocolate y nos quedamos allí de pie tomándolo en unas tazas de plata, sujetándolas con las dos manos. (Los malgaches no tienen idea de la cantidad; debía de haber tres litros de aquel nauseabundo brebaje en cada taza, y el gorgoteo del consumo real era algo que merecía la pena ser oído.)
Me pareció que el príncipe y la princesa estaban un poco nerviosos; él dirigía rápidas miradas a Rakohaja y Fankanonikaka, y su pequeña y rechoncha consorte, cada vez que sus ojos se cruzaban con los míos, sonreía tímidamente y movía la cabeza como una mujer de la limpieza buscando empleo. El príncipe me preguntó un par de cosas más de una manera informal: sobre la calidad de los mandos inferiores, la guardia de palacio, el nivel de puntería y cosas así, a lo que respondí satisfactoriamente, notando que él parecía especialmente interesado en las tropas del palacio. Entonces dio un último sorbo a su chocolate, se secó el bigote con la manga y me dijo, con una pequeña sonrisa y un gesto:
—Se le permite retirarse al otro extremo de la habitación —y empezó a hablar en malgache con los demás.
Extrañado, incliné la cabeza y me retiré, se abrió una puerta al fondo y allí estaba Elspeth, sonriendo radiante, vestida con un gusto pésimo, con un vestido de tafetán púrpura —una rubia vestida de púrpura, Dios nos asista— corriendo hacia mí con los brazos abiertos. En un momento me olvidé de Madagascar, de su reina y sus horrores y sus charlatanes disfrazados; la cogí entre mis brazos, la besé y ella murmuró ternezas en mi oído. Entonces volvió el sentido común y miré a mi alrededor buscando a los otros. Todos prescindían de nosotros excepto Fankanonikaka, que echó una rápida mirada, la abracé de nuevo, inhalando su perfume mientras ella parloteaba con deleite al verme.
—... porque ha pasado tanto tiempo, y aunque Sus Altezas han sido la amabilidad personificada, te he echado de menos noche y día, mi amor. ¿Te gusta mi vestido nuevo? Su Alteza en persona lo eligió para mí, y creemos que es de lo más adecuado, y es tan
maravilloso
poder tener ropas adecuadas de nuevo, después de todos esos horribles
sarongas...
pero no hablemos de eso, ni de la horrible separación, ni de la odiosa conducta de aquel... aquel hombre, Don Solomon. Ahora nos hemos librado de él y estamos a salvo aquí, y es tan divertido... si no fuera porque tus deberes te mantienen apartado de mí. ¡Oh, Harry!, ¿tiene que ser así? Pero yo debo ser una buena esposa, como he prometido, y no interponerme en lo que concierne a tu deber, y en realidad yo sé que la separación es tan cruel para ti como para mí... ¡Oh, te he echado tanto de menos...!
Ahora me abrazaba de nuevo, y me llevaba hasta un asiento. Los otros estaban sumergidos en su propia conversación, aunque la pequeña princesita nos saludó con los dedos tímidamente y Elspeth debió levantarse para hacer una reverencia (incluso la realeza negra la volvía loca, obviamente) antes de resumir su discurso principal. Yo no podía ni meter baza, como de costumbre, pero dudo que hubiese sido coherente de todos modos. Asombrado quedé al ver que Elspeth parecía no tener ninguna preocupación... Siempre he sabido que a ella le faltaba un tornillo, y que era incapaz de ver más allá de su propia y preciosa nariz (lo cual me recordó que debía besarla tiernamente), pero aquello era increíble. Estábamos prisioneros en aquel agujero del infierno, y al oírla uno hubiera imaginado que se trataba de unas vacaciones en Brighton. Lentamente comprendí que ella no tenía una verdadera noción de lo espantoso de nuestra situación, ni siquiera de lo que era realmente Madagascar, y mientras ella hablaba empecé a comprender por qué.