Favoritos de la fortuna (104 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Favoritos de la fortuna
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—¿Luchamos, César? —dijo Burgundus, acercándose en aquel momento.

—No, claro que no. Una cosa es luchar aun cuando la posibilidad de victoria es remota, pero no cuando enfrentarse al enemigo es suicida. Tranquilo, Burgundus. ¿Entendido?

—Entiendo.

—Pues díselo a todos; no quiero héroes temerarios. Así que no podré encontrar la ensenada ¿eh? —inquirió, volviéndose hacia el capitán.

—Jamás, senador, creedme. Muchos lo han intentado.

—En Roma estábamos convencidos de que Publio Servilio Vatia había acabado con los piratas al someter a los isáuricos. Hasta adoptó el sobrenombre de Vatia Isáurico por lo magnífico de su campaña.

—Los piratas son como insectos, César. Se les ahuyenta con el humo, sí, pero en cuanto el aire se aclara, vuelven.

—Ya. Entonces, cuando Vatia se denominó Vatia Isáurico, y acabó con el reinado de Cenicetes, jefe de los piratas, lo único que hizo fue eliminar la espuma superficial. ¿No es así, capitán?

—Sí y no. El rey Cenicetes no era más que un caudillo pirata. En cuanto a los isáuricos —añadió el hombre, encogiéndose de hombros— ninguno de los que surcamos esas aguas ha entendido nunca por qué un gran general romano emprendió guerra contra una tribu isleña de salvajes pisidios pensando en que asestaba un duro golpe a la piratería. Quizás algunos nietos de los isáuricos se hayan unido a los piratas, pero los isáuricos se hallan demasiado lejos del mar para atribuirles actos de piratería.

Las dos galeras de guerra les habían abordado y los piratas ya comenzaban a saltar a bordo.

—¡Ah! Ahí llega el jefe —dijo César sin perder la calma.

Un hombre joven y alto vestido con túnica púrpura de Tiro, profusamente bordada en oro, se abrió paso entre la horda y comenzó a subir la escalinata de popa. No iba armado ni tenía aspecto marcial.

—Buenos días —dijo César.

—¿Me equivoco o eres el senador romano Cayo Julio César, ganador de la corona cívica?

—No, no te equivocas.

Los ojos verde claro del jefe de los piratas se estrecharon y se llevó la cuidada mano a su cabello rubio rizado.

—Estás muy sosegado, senador —dijo el pirata, en un griego que traicionaba su procedencia de alguna de las islas espóradas.

—No veo por qué no habría de estarlo —replicó César, enarcando las cejas—. Supongo que permitirás que pague rescate por mí y los míos, y no veo que haya de temer.

—Cierto, pero eso no obsta para que mis cautivos se caguen de miedo.

—¡Yo no!

—Claro, eres un héroe.

—Y ahora que sucede… ¿cómo has dicho que te llamas?

—Polígono —dijo el pirata, volviéndose hacia sus hombres, que habían separado en dos grupos a la tripulación y al séquito de César.

Igual que su jefe, el resto de los piratas eran un cromo; los había con peluca, otros se notaba que se rizaban el pelo, otros iban pintados como rameras, aunque algunos estaban muy bien rasurados y tenían aspecto masculino, y todos vestían muy bien.

—¿Qué sucede ahora? —repitió César.

—La tripulación pasa a bordo de mi barco, mis propios hombres se pondrán a los remos de éste y nos alejaremos rumbo sur lo más rápido posible, senador. Al caer el sol habremos dejado Cnido atrás, pero seguiremos navegando. Dentro de tres días estarás sano y salvo en mi casa, en donde serás huésped mío hasta que se pague el rescate.

—¿Y no sería más fácil que partiesen en un navío ligero parte de mis criados y fuesen a Mileto, que es una ciudad rica, en donde no les sería difícil reunir el rescate? ¿A cuánto asciende, por cierto?

El jefe pirata hizo caso omiso de la segunda pregunta y meneó enérgicamente la cabeza.

—No, ya cobramos el último rescate de Mileto. Los cobros se distribuyen, porque a veces los cautivos tardan en pagar, y ahora les toca a Xantos y a Patara en Licia. Así que dejaremos que tus sirvientes se marchen cuando lleguemos a Patara. En cuanto a la suma —añadió Polígono, meneando la cabeza y haciendo flotar sus rizos—, será de veinte talentos de plata.

—¿Veinte talentos de plata? —exclamó César, ofendido, dando un paso atrás—. ¿Es eso cuanto valgo?

—Es la tarifa actual de los senadores, según lo acordado por todos los piratas. Eres demasiado joven para ser magistrado.

—¡Soy Cayo Julio César! —replicó altanero el cautivo—. Ya se nota que no sabes nada. No sólo soy patricio, sino un Juliano. ¿Y qué significa ser un Juliano, dirás? Significa que desciendo de la diosa Afrodita a través de su hijo Eneas. Soy de familia consular y seré cónsul cuando tenga la edad precisa. ¡No soy un simple senador! Poseo una corona cívica, hablo en la Cámara, me siento en las gradas del medio, y cuando entro en el Senado, todos —incluidos los consulares y los censores— tienen que ponerse en pie y aplaudirme. ¿Veinte talentos de plata? ¡Yo valgo cincuenta talentos!

Polígono escuchaba fascinado. Sí que era un cautivo excepcional. ¡Aquellas cosas no las decía nadie! ¡Tan seguro de sí mismo, tan impávido, tan arrogante! Y había algo en aquel rostro bien parecido que al pirata le gustaba… ¿Sería el centelleo de la mirada? ¿No se estaría aquel Cayo Julio César burlando de él? Pero ¿por qué se iba a burlar de un modo en virtud del cual iba a pagar más del doble de lo que él pedía? No, tenía que hablar en serio. No obstante… ¡ Sí era aquel brillo en la mirada!

—De acuerdo, vuestra majestad, cincuenta talentos de plata —dijo Polígono, también con ojos chispeantes.

—Eso está mejor —dijo César, volviéndole la espalda.

Tres días más tarde —sin haber encontrado ninguna flota de Rodas o de otra ciudad que patrullase las aguas— la servidumbre de César fue llevada a tierra enfrente de Patara. Polígono había transbordado a su galera y César no había vuelto a verle, pero sí que apareció para vigilar la maniobra del traslado de los criados del romano a un navío ligero.

—Si quieres puedes quedarte con todos menos uno —dijo el jefe pirata—. Basta con uno para recoger el rescate.

—No para un hombre de mi rango —replicó César ásperamente—. Me quedaré con tres: mi criado personal Demetrio y dos escribas. Si tengo que esperar mucho, necesitaré quien copie mis poemas. O quizás escriba una comedia. ¡Una comedia! Si, tengo mucho material para una comedia. O tal vez una farsa.

—¿Quién irá al frente de tu séquito?

—Mi liberto Cayo Julio Burgundus.

—¿El gigante? ¡Qué hombre! De esclavo valdría una fortuna.

—En su día la valió. Tendrá que llevar su caballo niseano —prosiguió César en tono exigente—, y los otros también necesitan sus monturas. Insisto en que tienen que mantener mi rango.

—Insiste en lo que quieras, majestad, pero los caballos son buenos y me los quedo.

—¡Ni hablar! —espetó César—. Vas a cobrar cincuenta talentos de rescate, así que puedes darles los caballos. Yo me reservo a Pezuñas… ¿Tenéis calles empedradas? Dedos no está calzado y no puede andar por vías con firme.

—¡Eres el colmo! —exclamó Polígono pasmado.

—Desembarca los caballos, Polígono —añadió César.

Los caballos fueron desembarcados. Burgundus estaba muy malhumorado por tener que dejar a César tan mal servido en manos de aquellos villanos, pero no le quedaba más remedio. Su cometido era reunir el rescate.

A continuación, siguieron navegando hacia Licia oriental a lo largo de una costa deshabitada. No se veían casas, caminos ni pueblos pesqueros, y el único paisaje eran los imponentes montes Solimes, coronados de nieve, que descendían hasta el mar. Llegaron de pronto a las escondidas calas sin haber adivinado su presencia, pues eran reducidas quebradas en las laderas, pequeñas franjas de arena amarillo-rojiza al pie de acantilados amarillo-rojizos. ¡ Pero no se veía el menor signo de guaridas de piratas! César permaneció inmóvil en la popa desde el momento en que el barco dejó atrás el río en que estaban Patara y Xantos, mirando la costa atentamente hora tras hora.

Al caer el sol, las dos galeras y el navío mercante se acercaron a la orilla hacia una de aquellas radas tan iguales y vararon en ella. Sólo cuando hubo saltado a tierra, vio lo que era imposible ver desde la mar: el acantilado de la cala era doble y el espolón del primero ocultaba al segundo, al pie del cual había una extensión de tierra. ¡La guarida de los piratas!

—Estamos en invierno, y los cincuenta talentos que vamos a cobrar por tu rescate nos permitirán darnos unas buenas vacaciones en vez de salir a navegar durante los temporales de principios de primavera —dijo Polígono, aproximándose a César en el momento en que cruzaba el desfiladero entre los dos acantilados.

Sus hombres estaban ya fijando rodillos a las proas de las galeras y el mercante, y César y Polígono observaron cómo sacaban los navíos de la arena, los hacían cruzar el desfiladero y los colocaban sobre unos puntales dentro del valle oculto.

—¿Siempre hacéis esta operación? —inquirió César.

—No, si vamos a zarpar de nuevo. Pero no suele hacerse. Siempre que vamos en busca de presa nunca volvemos a casa.

—¡Está muy bien el escondrijo! —exclamó César en tono de admiración.

La cuenca de tierra tendría unos dos kilómetros de largo y uno de ancho y era de forma ovalada. En el extremo más alejado había una cascada que formaba un estanque del que partía un riachuelo que se deslizaba serpenteando hasta la cala sin que se viera desde el mar. Los piratas (o la madre Tierra) habían excavado un pequeño canal de desagüe al pie del acantilado.

Una ciudad bien construida y distribuida llenaba la mayor parte de la extensión de tierra. Casas de piedra de cuatro pisos se alineaban en calles de grava, y había varios silos y almacenes grandes, también de piedra, enfrente del lugar en que estaban situados los barcos, además de una plaza de mercado con templo, que era el centro de la vida pública.

—¿Cuántos habitáis aquí? —inquirió César.

—Incluidas esposas, queridas y niños, y los amantes de algunos hombres, unos… mil, y quinientos más. Y están los esclavos.

—¿Cuántos esclavos?

—Unos dos mil. Nosotros no damos golpe —dijo ufano Polígono.

—Me sorprende que no se subleven en ausencia de los hombres. ¿O es que las mujeres y los amantes de los hombres son temibles guerreros?

El jefe pirata se echó a reír con desdén.

—¡No somos tontos, senador! Todos los esclavos están encadenados. Y como no pueden escapar, ¿para que van a rebelarse?

—A mí eso no me disuadiría —comentó César.

—Te apresaríamos cuando regresásemos. No hay barcos para huir.

—Quizá sería yo quien os apresase cuando regresaseis.

—Pues me alegro de que estemos todos aquí hasta que llegue tu rescate, senador. No levantarás pasiones.

—¡Oh! —exclamó César con gesto de decepción—. ¿Quieres decir que tengo que entregarte cincuenta talentos sin siquiera tener a cambio una pequeña diversión femenina mientras espero? No me van los hombres pero soy bastante famoso con las mujeres.

—Seguro que sí, si es lo que te gusta —replicó Polígono, conteniendo la risa—. ¡ No te preocupes, mujeres no nos faltan!

—¿Tenéis biblioteca en este dulce remanso?

—Hay algunos libros, pero no somos intelectuales.

Llegaron ante un gran edificio.

—Ésta es mi casa. Te alojarás aquí, pues será mejor tenerte a la vista, aunque dispondrás de tus propios aposentos, desde luego.

—Agradecería mucho un baño.

—Como tengo todas las comodidades del palatino, tendrás un baño, senador.

—Prefiero que me llames César.

—Bien, César.

Los aposentos eran suficientes para alojar a Demetrio y a los escribas, y César no tardó en deleitarse en un baño con la temperatura exacta, un poco por encima de tibio.

—Demetrio, tendrás que afeitarme y depilarme los días que estemos aquí —dijo César, peinándose hacia abajo las suaves ondas de su pelo rubio y dejando el espejo de oro con incrustación de piedras preciosas—. Hay una fortuna en esta casa.

—No hacen más que robar fortunas —añadió Demetrio.

—Y esos edificios deben estar repletos con el botín, porque no están todos habitados.

Tras lo cual salió a reunirse con Polígono en el comedor. La comida era variada y excelente y el vino excepcional.

—Tienes buen cocinero —comentó César.

—Ya veo que eres parco comiendo y que no bebes vino —dijo Polígono.

—No soy apasionado en nada salvo en mi trabajo.

—¿Con las mujeres tampoco?

—Las mujeres son trabajo —replicó César, lavándose las manos.

—¡Nunca había oído semejante calificación! —exclamó Polígono riendo—. Eres un bicho raro que dedica la pasión al trabajo, César —añadió el pirata, palmeteándose el vientre y oliendo con deleite el contenido de la copa de cristal—. A mí, lo que más me agrada de ser pirata es la buena vida que me doy cuando no navego. ¡Pero sobre todo me gusta el buen vino!

—A mi el sabor no me disgusta —replicó César—, pero detesto la sensación de perder la cabeza, y he advertido que media copa de vino aguado me embota los sentidos.

—Pero cuando te despiertas te sientes estupendamente todo el día —dijo Polígono.

—No necesariamente —replicó César con una sonrisa.

—¿Qué quieres decir?

—Que yo, mi querido amigo, me despertaré totalmente sobrio y en plenas facultades el día en que venga aquí al mando de una flota para tomar la plaza y haceros prisioneros. Te aseguro que cuando te vea encadenado me sentiré infinitamente mejor que al despertarme. Y el día que te crucifique, Polígono, me sentiré mejor que nunca.

Polígono soltó una carcajada.

—César, eres el huésped más ameno que he tenido. ¡Me encanta tu sentido del humor!

—Eres muy amable. Pero no reirás cuando te crucifique, amigo.

—No habrá lugar.

—Sí que lo habrá.

Entre pliegues de oro y púrpura, con las manos llenas de anillos y el pecho de collares, Polígono se tumbó de espaldas en la camilla sin dejar de reír.

—¿Es que crees que no te he visto en la popa de tu barco escrutando la orilla? ¡Olvídate, César! ¡Aquí nadie sabe volver!

—Tú lo haces.

—Porque lo he hecho mil veces. Las primeras cien veces me perdí.

—No me extraña. Tú, a mi lado, eres un zoquete.

Ofendido, Polígono se puso en pie.

—¡Lo bastante inteligente para capturar a un senador romano y sacarle cincuenta talentos!

—Aún no los has cobrado.

—Si no los cobro, te pudrirás aquí.

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