Poco después de este diálogo, Polígono dejó el comedor y César regresó solo a sus aposentos. En ellos le esperaba una muchacha preciosa, un regalo muy apreciado, después de que la hizo pasar por manos de Demetrio para asegurarse de que estaba limpia.
Cuarenta días estuvo César en el escondrijo de los piratas; nadie le impidió moverse con entera libertad ni hablar con quien le placiera. Su fama se extendió por todo el lugar y muy pronto todos supieron que él estaba dispuesto a regresar después de ser rescatado para apresar a los piratas y crucificarlos a todos.
—¡No, no; sólo a los hombres! —dijo él, sonriendo con gran encanto a un grupo de mujeres que le preguntaban—. ¿Cómo voy a crucificar a semejantes beldades?
—Pues ¿qué harás con nosotras? —inquirió la más decidida, con mirada seductora.
—Venderos. ¿Cuántas mujeres y niños sois?
—Mil.
—Mil. Si en el mercado que os venda me pagan una media de mil trescientos sestercios, habré recuperado mi rescate para devolvérselo a los que lo hayan prestado, y aún haré un modesto beneficio. Pero las mujeres y los niños de aquí sois mejores de lo que suelen serlo en un pueblo, así que podré obtener unos dos mil sestercios por cabeza y hacer una buena ganancia.
Las mujeres se alejaron entre risitas. ¡Era encantador!
De hecho, se congraciaba con todos. Era muy agradable, gracioso e ingenioso y jamás daba muestra del menor temor o depresión; bromeaba con todos y, sobre todo, tanto sobre aquello de la crucifixión de los hombres y la venta de las mujeres y niños como esclavos, que para ellos era un verdadero entretenimiento. Le brillaban los ojos y hacía muecas y se divertía tanto como ellos. La primera muchacha hizo elogios de su capacidad sexual y todas las demás no le quitaban los ojos de encima, pero los hombres vieron en seguida que era muy escrupuloso en sus elecciones y nunca se iba con una que estuviera emparejada permanentemente con otro.
—Yo sólo pongo los cuernos a mis iguales —comentaba con aire eminentemente aristocrático.
—¿Amigos? —le preguntaban entre risotadas.
—Enemigos —contestaba él.
—Pues ya que somos tus enemigos…
—Sí, pero no mis iguales. ¡Sois una escoria despreciable! —contestaba.
Y todos se echaban a reír, encantados de que les insultase con tan buen humor.
Y una tarde en que cenaba con Polígono, el jefe pirata lanzó un suspiro.
—Sentiré que te vayas, César.
—¡Ah! Ya está el rescate.
—Llegará mañana con tu liberto.
—¿Y cómo vendrá? Supongo que le traerá un guía, ya que dices que nadie puede encontrar el sitio.
—Oh, le han acompañado constantemente mis hombres. Y cuan·do se recogió el último talento me enviaron un mensaje. Estará aquí mañana hacia mediodía.
—Y podré marcharme.
—Sí.
—¿Y mi barco?
—También.
—¿Y el capitán y la tripulación?
—Con el barco. Zarparéis al anochecer rumbo al oeste.
—Así que, has incluido el barco alquilado en el precio del rescate.
—¡Ni mucho menos! —replicó Polígono, sorprendido—. El capitán aumentó diez talentos para recuperar barco y tripulación.
—¡Ah! —exclamó César—. Otra deuda que tendré que pagar.
Tal como estaba previsto, Burgundus llegó a mediodía al día siguiente, el cuadragésimo del cautiverio de César.
—Cardixa me permitirá que siga siendo el padre de sus hijos —dijo el gigantón, enjugándose las lágrimas—. Tienes buen aspecto, César.
—Han sido buenos anfitriones. ¿Quién ha reunido el rescate?
—Patara la mitad y Xantos la otra mitad. No les gustó mucho, pero no se atrevieron a negarse. No hace mucho que Vatia estuvo por aquí.
—Les devolveré el dinero antes de lo que piensan.
Toda la ciudad pirata salió a verle marchar, y algunas mujeres llorando, igual que Polígono.
—¡No volveré a tener un cautivo como tú! —dijo entre suspiros.
—Bien cierto —replicó César sonriente—. Ha terminado tu carrera de pirata, amigo. Volveré antes de primavera.
Como de costumbre, aquella amenaza a Polígono le hizo mucha gracia y seguía riéndose con disimulo en la playa, mirando cómo el capitán del barco alquilado por César maniobraba para poner rumbo al oeste en aquella oscuridad.
—¡No te detengas, capitán! —gritó el jefe de los piratas—. Si te paras te envío a mis hombres. —Y de detrás del primer acantilado salió una hemiolia capaz de enfrentarse a cualquier navío.
Pero al amanecer ya no la avistaron y vieron que estaban ante el río en que estaba situada Patara.
—Voy a despejar ciertas dudas financieras —dijo César, mirando al capitán—. Te pagaré los diez talentos que entregaste como rescate del barco y la tripulación.
Era evidente que el capitán no creía que César pudiera hacerlo.
—¡Ha sido un viaje desafortunado! —musitó.
—Te digo yo que cuando acabe volverás a Bizancio muy contento —dijo César—. Ahora, llévame a tierra.
Fue una visita corta, volvió en seguida deseando zarpar al día siguiente apenas embarcasen los caballos y las mulas. Ya con todo su séquito, parecía impaciente.
—¡Vamos, capitán, date prisa!
—¿Rumbo a Rodas?
—A Rodas, por supuesto.
El viaje duró tres días, haciendo escala en Telmessus la primera noche y en Caunus la segunda, sin que César consintiese en desembarcar a los animales en ninguno de los dos sitios.
—Tengo mucha prisa; no se morirán —dijo—. ¡Suerte la mía, favorecido por la Fortuna como siempre! Gracias a mi experiencia anterior reuniendo flotas, sé exactamente a dónde ir y a quién hablar en cuanto lleguemos a Rodas.
Y tan bien lo sabía, que apenas dos horas después de atracar el barco ya estaban congregadas las personas con quienes quería hablar.
—Necesito una flota de diez trirremes y unos quinientos hombres aguerridos —dijo al grupo de notables congregados en la sede del jefe del puerto.
—¿Para qué? —inquirió el joven almirante Lisandro.
—Para volver a la guarida del jefe de piratas Polígono y asaltarla.
—¿Polígono? ¡Jamás darás con su guarida!
—La encontraré —replicó César—. ¡Dejadme la flota! Habrá buen botín para Rodas.
Ni su entusiasmo ni su confianza lograron persuadir a los rodios para que apoyasen su loca empresa, pero por su autoridad pudo obtener las diez trirremes y quinientos soldados; le conocían y la fama de Vatia aún seguía causando respeto. Aunque el rey Cenicetes había prendido fuego a su reducto inexpugnable del monte Termessus cuando había ido a apresarle, la fama de Vatia en Rodas había crecido enormemente; impasible ante lo que parecía la pérdida de un inmenso botín, Vatia había esperado a que se enfriasen las cenizas para escarbar y detraer los metales preciosos. Si Vatia era capaz de aquello, su antiguo legado, César, sería hombre de recursos parecidos. Y por eso dedujeron que valía la pena confiar en él.
En la desembocadura del río de Patara la flota echó el ancla la última noche antes de iniciar la búsqueda de la guarida de Polígono; César fue a la ciudad y requisó cuantos mercantes había para que siguieran a la flota, y al día siguiente estuvo en la popa de su barco escrutando la accidentada costa hora tras hora.
—Antes de que Polígono saliera de Patara —dijo al capitán— ya sabía yo bastante, por oir a los piratas hablar, del aspecto de las calas. Y llegué a la conclusión de lo que eran calas y lo que no. Y me dediqué a contarlas todas.
—Yo iba oteando puntos de referencia en tierra, farallones de diversas formas, montañas de perfil extraño… cosas así —dijo el hombre con un suspiro—. ¡Pero ya ni sé dónde estoy!
—Las referencias de tierra son engañosas y su recuerdo más. A mí dame cifras —dijo César sonriente.
—¿Y si equivocas la cuenta?
—No me he equivocado.
Efectivamente. La cala en que desembarcaron los quinientos soldados de Rodas no se diferenciaba en nada de tantas otras. La flota estuvo anclada toda la noche al oeste de ella sin que la descubriesen, porque resultó que Polígono no había dispuesto vigías y sus cuatro galeras de guerra seguían en tierra, al creerse fuera de peligro. Pero apenas había salido el sol cuando él y sus hombres ya estaban encadenados con los mismos grilletes que usaban para sus esclavos.
—No dirás que no te previne —le dijo César.
—¡Aún no estoy crucificado, romano!
—Lo estarás, lo estarás.
—¿Cómo diste con el lugar?
—Pura aritmética. Conté las calas que hay desde Patara a aquí —respondió César, volviéndose hacia el almirante Lisandro—. Ven, veamos las fortunas que tiene escondidas Polígono.
Resultó que guardaba cuantiosas fortunas. No sólo estaban los silos casi a rebosar, sino que había alimentos suficientes para los habitantes de Xanto y Patara para el resto del invierno y la primavera. Un gran edificio estaba lleno de telas y púrpuras de incalculable valor, mesas de cedro y de maderas exóticas, camillas doradas y sillas lujosísimas; otro, lleno de arcas repletas de monedas y alhajas —en su mayor parte egipcias— y jarrones con piedras preciosas como berilos, cornalinas, ágatas, ónices, lapislázuli y turquesas. Al abrir un arcón hallaron varios centenares de perlas marinas, algunas gruesas como huevos de paloma y otras de exóticos colores.
—No me extraña —dijo Lisandro—. Este Polígono lleva veinte años pirateando por estos mares y tiene fama de atesorar sin tasa. Lo que no sabía yo es que había estado asaltando los barcos entre Chipre y Egipto.
—¿Lo dices por las perlas y las alhajas?
—Esos objetos no se ven en ninguna otra parte.
—¡Y los alejandrinos de Chipre tuvieron el descaro de decirme que sus rutas de navegación no corrían peligro!
—No les gusta que los extranjeros sepan sus puntos débiles, César.
—Me di cuenta en seguida —replicó César, fingiéndose ofendido—. Bien, Lisandro, repartamos el botín.
—A decir verdad, César, nosotros somos tus agentes. Con que nos pagues el alquiler de los barcos y de los hombres, el botín te pertenece —dijo Lisandro.
—Parte, pero no todo, amigo mío. No quiero interpelaciones en el Senado que no pueda contestar con plena veracidad. Así que tomaré mil talentos en monedas para el Erario de Roma, quinientos talentos más en monedas para mí y un puñado de esas perlas si me dejas escoger las que me gusten. Propongo que el resto de las monedas y las alhajas sean la parte para Rodas. Puedes vender los muebles y las telas pero quisiera saber la suma para erigir un templo en Rodas en honor de mi antepasada Afrodita.
Lisandro no salía de su asombro.
—¡Eres sumamente generoso, César! ¿Por qué no te quedas con todo el arcón de perlas? Así no tendrás dificultades dinerarias para el resto de tu vida.
—No, Lisandro, sólo me llevaré un puñado. Me gusta la riqueza como a cualquiera, pero demasiada puede hacerme avariento.
César se agachó para manosear las perlas y fue escogiendo de una en una: veinte oscuras e iridiscentes procedentes del Palus Asphaltites de Palestina, otra, grande como una fresa, una docena color luna de otoño, una gigante con tonos púrpura y seis perfectas color crema plateada.
—¡Ya está! No podré venderlas sin que Roma se pregunte de dónde proceden, pero puedo regalárselas a mujeres cuando lo necesite.
—Crecerá tu fama de hombre poco avaricioso.
—¡Bajo ningún concepto quiero que comentes nada, Lisandro! Mi continencia nada tiene que ver con falta de avaricia, sino con mi reputación en Roma y con el juramento que hice de no dar pie a que se me acuse de extorsión ni de robo de los bienes de Roma. Además —añadió, encogiéndose de hombros—, cuanto más dinero tengo antes lo gasto.
—¿Y Patara y Xantos?
—Tendrán el importe de vender las mujeres y los niños como esclavos y todas las provisiones. Con la venta de esclavos obtendrán mucho más de lo que aportaron para el rescate, y los alimentos son mi regalo. Pero con tu permiso voy a coger diez talentos más para el capitán de mi barco que también tuvo que pagar rescate —César puso su mano en el hombro de Lisandro y salieron del edificio—. Los barcos de Xantos y Patara llegarán al atardecer. ¿Por qué no vas embarcando en tus galeras la parte que corresponde a Rodas antes de que lleguen? Haré que mis escribas lo inventaríen todo y enviaré a Roma el dinero con una escolta para el Erario.
—¿Y qué dispones que se haga con los piratas?
—Embárcalos en los navíos de Patara o Xantos y yo los llevaré a Pérgamo. No soy magistrado curul y no tengo autoridad para ejecutar en las provincias. Es decir, que tengo que entregarlos al gobernador en Pérgamo y pedirle permiso para cumplir mi promesa de crucificarlos.
—Pues embarcaré la parte de Roma en mis galeras. No ocupa mucho lugar, y cuando llegue el buen tiempo a principios de verano lo enviaré a Roma desde Rodas. Te daré cuatro de mis barcos como escolta hasta Pérgamo —añadió Lisandro, solícito—. Has dado tanta riqueza a Rodas que te ayudaremos encantados en lo que sea.
—¡Sólo quiero que recordéis el hecho! Quién sabe si algún día necesitaré pediros un favor —respondió César.
Fueron conduciendo a los piratas a la playa; Polígono, que iba encadenado el último de la larga fila, dirigió un seco saludo a César.
—¡Qué afición al lujo tenían! —comentó éste, meneando la cabeza—. Yo pensaba que los piratas eran gente sucia, inculta y pendenciera; pero éstos eran afeminados.
—Claro que sí —añadió Lisandro—. Se exagera su belicosidad. ¿Cuántas veces necesitan luchar para hacerse con esas riquezas? Pocas veces, César. Cuando combaten lo hacen dirigidos por sus propios almirantes, que son grandes estrategas. Los piratas de poca monta como Polígono no asaltan convoyes, se dedican a mercantes que van sin escolta. Los piratas que combaten con escuadras se ven sobre todo cerca de Creta, pero con una guarida como la de Polígono, uno se cree perfectamente a salvo y se actúa como un reyezuelo.
—Rodas podría hacer algo más en contra de la piratería —comentó César.
Pero Lisandro meneó la cabeza, conteniendo la risa.
—¡La culpa es de Roma! Fue Roma quien nos obligó a reducir la potencia de nuestras escuadras al asumir el papel de potencia hegemónica en el Mediterráneo oriental. Pensó que podría controlarlo todo, astilleros incluidos; pero actúa con mucha parsimonia en sus inversiones, y como Rodas sigue actualmente sus directrices, hacemos lo que se nos dice. Si nosotros emprendiésemos la tarea de aumentar nuestra potencia naval para erradicar la piratería, Roma pensaría que estaríamos incubando otro Mitrídates.