Favoritos de la fortuna (100 page)

Read Favoritos de la fortuna Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Favoritos de la fortuna
7.65Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Y cómo se explica lo de mi prima Julia?

—Pregúntaselo a tu madre, César; no a mi.

—¡A mi madre no se lo puedo preguntar, Lucio Decumio!

El suburano pensó un instante y asintió con la cabeza.

—No, claro que no —hizo una pausa—. Bien, esa Julia es una tonta… no una de las Julias listas, desde luego. Su Antonio es poco formal, no sé si me entiendes, pero no es un hombre cruel. Un atolondrado que no sabe cuándo hay que dar a los niños una patada en el culo.

—¿Quieres decir que los niños son unos salvajes?

—Como jabalíes.

—Vamos a ver… Marco, Cayo y Lucio. ¡Ah, me gustaría saber más sobre asuntos de familia! Lo que pasa es que no escucho lo que cuentan las mujeres. Mi madre me lo podría explicar en un periquete… Pero ella es muy lista, papá, y en seguida sabrá por qué me interesa y luego querrá disuadirme de que acepte el caso. Y nos pelearemos. Si, está claro que es mejor que no sepa que voy a aceptarlo —añadió con un suspiro y gesto entristecido—. Creo que será mejor que me entere de más cosas sobre los hijos del hermano de Hibrida.

Lucio Decumio torció el gesto y alzó los ojos al cielo.

—Yo los veo por el Subura… Por el Subura no deberían campar a sus anchas sin pedagogo ni criado, pero lo hacen, y roban comida en las tiendas más por fastidiar que por necesidad.

—¿Qué edad tienen?

—Pues no sé exactamente, pero Marco debe de tener unos doce por la estatura, pero actúa como uno de cinco; yo creo que tendrá siete u ocho. Los otros dos son más pequeños.

—Sí, todos los Antonios son unos bestias. Imagino que el padre de los niños no tendrá mucho dinero.

—Siempre andan apurados, César.

—Le perjudicaré a él y a los hijos si llevo el caso a los tribunales.

—No lo aceptes.

—Tengo que aceptarlo, papá.

—¡Eso ya lo sé!

—Lo que necesito son testigos. A ser posible libertos… o mujeres, o niños, dispuestos a declarar. Debe estar cometiendo también aquí esas atrocidades. Y no todas las víctimas serán esclavos que desaparecen.

—Ya miraré yo, César.

En cuanto le vieron entrar por la puerta, las mujeres se dieron cuenta de que le había sucedido algo, pero ni Aurelia ni Cinnilla le preguntaron nada. En circunstancias normales, Aurelia lo habría hecho, pero la niña centraba todos sus afanes y no dio tanta importancia a la desazón de César y, así, no tuvo oportunidad de disuadirle de que procesara a Cayo Antonio Hibrida, cuyos sobrinos eran primos de César.

El de homicidios era el tribunal lógico para sacar adelante el proceso, pero cuanto más lo pensaba, menos le gustaba a César celebrarlo ante aquel tribunal. Para empezar, el presidente era el pretor Marco Junio Junco, que estaba resentido porque no se hubiese designado para el cargo a un ex edil, pero aquel año no había habido ex ediles voluntarios; César ya había tenido un choque con él en un caso en que había intervenido en enero. La otra gran dificultad radicaba en que se trataba de querellantes no romanos, y era muy difícil lograr en ningún tribunal un veredicto favorable tratándose de extranjeros defendidos por un romano de alcurnia. Estaba muy bien que sus clientes dijeran que no les importaba perder el proceso, pero César sabía que un juez como Junco se aseguraría de que el juicio no tuviera repercusión y que el tribunal hiciera algo para impedir la asistencia masiva de público. Y lo peor de todo era que el tribuno de la plebe Cneo Sicinio monopolizaba la asistencia del público agitándolo incesantemente para que se restablecieran plenamente los antiguos poderes de los tribunos de la plebe, y era el único tema que interesaba a la gente, y más desde que Sicinio había replicado con una ocurrencia que figuraba ya en la antología de los diletantes literarios que coleccionaban chistes políticos.

—¿ Por qué —le había preguntado exasperado el cónsul Cayo Escribonio Curion— me acosas a mí y a mi colega Cneo Octavio, a los pretores, a los ediles, a tu colega tribuno de la plebe Publio Cetego, a todos los consulares y hombres de pro, a banqueros como Tito Atico, y hasta a los pobres cuestores, y nunca dices una palabra contra Marco Licinio Craso? ¿Es que nada tienes que reprocharle a Marco Craso? ¿O es Marco Craso quien te impulsa a esta tontería? Vamos, Sicinio, perrillo chillón, dime por qué a Craso le dejas al margen.

Consciente de que Curio y Craso estaban reñidos, Sicinio fingió reflexionar profundamente para responder.

—Porque Marco Craso tiene heno en los dos cuernos —contestó muy serio.

El numeroso público asistente al juicio se había retorcido de risa por los suelos, pues era cosa corriente ver un buey con heno atado a un cuerno para señalar que, aunque era manso, podía atacar con el asta, y de los bueyes con heno en los dos cuernos la gente se apartaba sin pensárselo dos veces. Si Marco Craso no hubiese tenido el aspecto imperturbable, cuadrado y parsimonioso de un buey, el comentario no habría causado tanta hilaridad.

Por consiguiente, ¿cómo atraer al incondicional público de Sicinio? ¿Cómo conseguir el público que el caso merecía? Mientras César daba vueltas en la cabeza a estos particulares, sus clientes emprendían viaje de regreso a Beocia para allegar pruebas y testigos tal como les había indicado él. Transcurrieron los meses, los clientes regresaron y César aún no había solicitado a Junco la instrucción del proceso.

—¡NO lo entiendo! —exclamó Ifícrates decepcionado—. Si no nos damos prisa no nos escucharán.

—Tengo la impresión de que hay un método mejor —dijo César—. Ten un poco de paciencia conmigo, Ifícrates. Te prometo que tú y tus colegas no tendréis que esperar mas meses en Roma. ¿Están bien ocultos los testigos?

—Totalmente. Tal como tú dijiste; en una villa de las afueras de Cumas.

Y un día de primeros de junio llegó noticia. César se había pasado por el tribunal del praetor peregrinus Marco Terencio Varrón Lúculo; el hermano menor del hombre considerado en Roma como el de más brillante futuro era muy parecido a Lúculo, por quien sentía gran afecto. Separados cuando niños por las vicisitudes de la fortuna, el vínculo no se había roto sino que se había reforzado. Lúculo había retrasado su ascenso en el cursus honorum para que él pudiese ser edil curul de pareja con Varrón Lúculo y juntos habían organizado unos juegos tan excepcionales que la gente aún hablaba de ellos. Se comentaba que los Lúculos no tardarían en alcanzar el consulado y eran tan populares entre el electorado como aristócratas.

—¿Qué tal la jornada? —había preguntado César sonriente; estimaba al pretor de extranjeros, en cuyo tribunal había intervenido en multitud de casos corrientes con una confianza y una libertad que pocos jueces infundían. Varrón Lúculo sabía muchísimo de leyes y era hombre de probada integridad.

—Aburrida —contestó Varrón Lúculo, devolviéndole la sonrisa.

La brillante idea de César cristalizó entre su saludo y la respuesta de Varrón Lúculo; era lo que solía suceder: de pronto se hacía la luz respecto a cómo actuar en un problema que se arrastra durante meses.

—¿Cuándo marchas de Roma para presidir las sesiones rumíes?

—La costumbre es que el pretor de extranjeros acuda a la costa de Campania en el momento más insufrible del verano —contestó Varrón Lúculo con un suspiro—. De todos modos, creo que estaré en Roma un mes más como mínimo.

—¡Pues no lo reduzcas! —exclamó César.

Varrón Lúculo se quedó boquiabierto; estaba charlando con un hombre cuyos conocimientos y habilidad jurídica estimaba enormemente y, de pronto, le había dejado con la palabra en la boca.

—¡Ya sé cómo vamos a hacerlo! —decía poco después César a Ifícrates en el salón privado que había alquilado en la hospedería.

—¿Cómo? —inquirió el prohombre de Salónica.

—¡Razón tenía yo en retrasarlo, Ificrates! No vamos a plantearlo ante el tribunal de homicidios, ni vamos a presentar cargos por homicidio contra Cayo Antonio Hibrida.

—¿Que no vamos a acusarle de crímenes? —inquirió Ifícrates asombrado—. ¡ Pero si de eso se trata…!

—¡Bah, de lo que se trata es de crear un gran revuelo en Roma! Y eso no lo conseguiríamos en el tribunal de Junco porque el público no desertará de Sicinio para acudir a ese tribunal y Junco lo presidiría en el rincón más oscuro de la basílica Porcia u Opimia, para que la gente se muera de calor y acuda el menor público posible. El jurado nos tomará manía y Junco lo dirigirá a toda prisa, acosado por jurados y abogados.

—¿Y qué alternativa existe?

César se inclinó hacia adelante.

—Voy a llevar el caso ante el pretor de extranjeros en juicio civil —dijo—. En vez de acusar a Hibrida de asesinato, nos querellaremos por daños derivados de su conducta como prefecto de caballería en Grecia hace diez años. Y tú depositarás una enorme sponsio en manos del prefecto de extranjeros, una suma de dinero mayor que la fortuna de Hibrida. ¿Podrás reunir dos mil talentos y estar dispuesto a perderlos si algo sale mal?

Ifícrates lanzó un profundo suspiro.

—Si que es una suma enorme, pero hemos venido dispuestos a gastar lo que haga falta para que Roma comprenda que debe dejar de atormentarnos con hombres como Hibrida… y Dolabela el viejo. Sí, César —añadió resuelto—, reuniremos dos mil talentos. Nos costará, pero podremos hallarlos aquí en Roma.

—Muy bien: depositamos la sponsio de dos mil talentos en el despacho del pretor de extranjeros para juicio civil contra Cayo Antonio Hibrida. Sólo con esto causaremos sensación. Y además demostraremos a Roma que somos serios.

—Hibrida no podrá encontrar ni la cuarta parte de esa suma.

—Exactamente, Ifícrates, no podrá. Pero es competencia del pretor de extranjeros suprimir el depósito de la sponsio si lo considera oportuno. Y no cabe duda de que Varrón Lúculo es justo. Estoy seguro de que no impondrá una sponsio equivalente a Hibrida.

—Pero si ganamos sin que Hibrida haya depositado la sponsio de dos mil talentos, ¿qué sucede?

—¡Pues que tendrá que buscarlos, Ifícrates! Porque tiene que pagar con arreglo a la ley romana para los juicios civiles.

—¡Ah, ya entiendo! —dijo Ifícrates, reclinándose y cogiéndose las rodillas entre los brazos, sonriente—. Luego si pierde, se arruina; tendrá que abandonar Roma y nunca podrá regresar, ¿cierto?

—Nunca más.

—Por el contrario, si perdemos, él se lleva los dos mil talentos.

—Exacto.

—¿Crees que perderemos, César?

—No.

—Entonces, ¿por qué me previenes de que algo puede salir mal? ¿Por qué dices que pensemos en que podemos perder el dinero?

César frunció el ceño y trató de explicar al griego lo que él, romano, había aprendido desde niño.

—Porque la ley romana no es tan irrecusable como parece. Depende en gran parte del juez y, según la ley de Sila, el juez no puede ser Varrón Lúculo. A ese respecto, tengo fe en la integridad de Varrón Lúculo para que designe un juez imparcial. Pero existe otro riesgo. A veces un buen abogado descubre un fallo en la ley que deshace toda la argumentación, y a Hibrida le defenderán los mejores abogados de Roma —añadió César, tenso, con las manos como garras—. Si yo estoy inspirado para solventar nuestro problema, ¿crees que no hay nadie más inspirado capaz de solventar el problema de Hibrida? Por eso mismo los hombres como yo disfrutan con la práctica legal, Ifícrates, cuando el juez y el proceso son intachables. Por muy claro y terminante que sea el cargo, hay que desconfiar del abogado de la parte contraria. ¿Y si le defiende Cicerón? ¡Tremendo! Ahora que yo creo que no le apetecerá cuando conozca los detalles. Pero Hortensio no le hará ascos. Y no debes olvidar que una de las partes tiene que perder. Vamos a luchar por un principio y eso es la razón más peligrosa para acudir ante los tribunales.

—Consultaré con mis colegas y mañana te daré una contestación —dijo Ifícrates.

Y le contestaron que fuese al pretor de extranjeros a solicitar un proceso civil contra Cayo Antonio Hibrida. Y al tribunal de Varrón Lúculo se dirigió César con sus clientes a depositar una sponsio de dos mil talentos, la suma que reclamaban a Hibrida por daños y perjuicios.

Varrón Lúculo les escuchó sin decir palabra, atónito; luego, meneó la cabeza aturdido y alargó la mano para examinar el documento bancario.

—Veo que es auténtico y habláis en serio —comentó a César.

—Totalmente, praetor peregrinus.

—¿Y por qué no apeláis al tribunal de extorsiones?

—Porque el pleito no implica extorsión. Implica homicidio ¡y más que homicidio! Hay torturas, violaciones y constantes mutilaciones. Al cabo de tantos años, mis clientes no quieren entablar un proceso criminal. Quieren reclamar daños en nombre de las gentes de Tespias, Eleusis y Orcómenos a quienes dañó Cayo Antonio Hibrida. Son personas que no pueden trabajar ni ganarse la vida, ni engendrar hijos, por lo que su manutención cuesta a los demás ciudadanos de Tespias, Eleusis y Orcómenos una fortuna que mis clientes consideran que Cayo Antonio Hibrida debe abonarles. Es un proceso civil, praetor peregrinus, para resarcirse de daños.

—Pues presenta una síntesis de las pruebas, abogado, para que decida si ha lugar al proceso.

—Presentaré ante el tribunal y el juez que designes el testimonio de ocho víctimas o de testigos de las atrocidades. Seis de ellas son vecinos de la ciudad de Tespias, Eleusis y Orcómenos; las otras dos residen en Roma, uno es un liberto y el otro un sirio.

—¿Por qué aportas testimonio de romanos, abogado?

—Para demostrar al tribunal que Cayo Antonio Hibrida sigue cometiendo esas atrocidades, praetor peregrinus.

Dos horas más tarde, Varrón Lúculo aceptaba el pleito ante su tribunal y registraba la sponsio de los griegos. Se envió un exhorto de comparecencia a Cayo Antonio Hibrida para que respondiese de los cargos al día siguiente. Luego, Varrón Lúculo designó juez a Publio Cornelio Cetego. Dominándose, César gritó de alegría para sus adentros. El juez era un hombre tan rico, que debía su fama al simple hecho de ser insobornable y persona tan cultivada y refinada, que lloraba cuando moría un pez o un perrillo casero, y hasta se había tapado la cabeza con la toga al ver que decapitaban a un pollo en la plaza del mercado. Y era un hombre que no sentía afecto alguno por los Antonios. ¿Consideraría Cetego que había que amparar a un senador colega suyo, fuese cual fuese el crimen o los cargos civiles? ¡No, Cetego no! Al fin y al cabo, no cabía la posibilidad de que el acusado fuese condenado a perder la ciudadanía romana o a ser desterrado. Era un pleito civil en el que sólo se trataba de dinero.

Other books

The Ideal Bride by Stephanie Laurens
The Moneyless Man by Boyle, Mark
A Family Come True by Kris Fletcher
The Legacy by Craig Lawrence
Kolchak's Gold by Brian Garfield
Earlier Poems by Franz Wright
An Imperfect Miracle by Thomas L. Peters
On My Way to Paradise by David Farland