Favoritos de la fortuna (99 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Favoritos de la fortuna
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—Serán libros de texto para los estudiantes de retórica y leyes —dijo Marco Tulio Cicerón, que le solicitó copias a título personal—. No podías ganarlo, desde luego, pero me alegro muchísimo de haber regresado a tiempo del extranjero para una oratoria mejor que la de Hortensio y Cayo Cotta.

—Yo también me alegro, Cicerón. Una cosa es que Cetego se deshaga en elogios y otra que un abogado de tu categoría te pida copias de los discursos —contestó César, muy ufano porque Cicerón se las solicitase.

—No puedes enseñarme nada en oratoria —dijo Cicerón, comenzando a demoler inconscientemente sus cumplidos—, pero ten la seguridad de que estudiaré con todo detalle tu método de investigación del caso y de presentación de pruebas. —Iba caminando por el Foro, y Cicerón no dejaba de hablar—. Lo que me fascina es cómo has sabido dar amplitud a tu voz. En conversación normal es muy grave y, sin embargo, cuando hablas en público la elevas de un modo que es perfectamente audible. ¿Quién te enseñó ese recurso?

—Nadie —contestó César extrañado—. Me he dado cuenta de que los que tienen voz grave cuestan más de oir que los que tienen voz más aguda. Y cuando quiero que me oigan la convierto en aguda.

—Apolonio Molon, con quien he estado estudiando estos dos últimos años, dice que la voz de un hombre está en función de la longitud de su cuello. Cuanto más largo es el cuello, más grave es la voz. ¡Tú tienes un cuello bien largo y escuálido! Yo, por suerte, tengo la longitud correcta —añadió complacido.

—Es corto —comentó César con ojos pícaros.

—Es mediano —replicó Cicerón tajante.

—Tienes buen aspecto y has engordado, que falta te hacía.

—Estoy bien, y deseando volver a los tribunales. Aunque —añadió, pensativo— no creo que deba enfrentar mis dotes a las tuyas. Los titanes no deben enfrentarse nunca. Prefiero a los del estilo Hortensio y Cayo Cotta.

—Yo esperaba una actuación más brillante por su parte —dijo César—. De no haber decidido el jurado de antemano y si se hubiera tenido en cuenta mi argumentación, habrían perdido el caso; son torpes y descuidados.

—Estoy de acuerdo. ¿Cayo Cotta es tío tuyo, verdad?

—Sí, pero no importa; a él y a mí nos gusta enfrentarnos.

Se detuvieron a comprar una empanada a un vendedor que hacía años estaba instalado con su tenderete ante la casa oficial del flamen dialis.

—Yo creo —dijo Cicerón devorando con fruición la empanada— que persisten muchas dudas legales respecto a tu antiguo flaminado. ¿No tienes tentaciones de recuperarlo y trasladarte a esa cómoda y bonita residencia detrás del tenderete de Gavius? Tengo entendido que vives en una casa del Subura. No es un domicilio adecuado para un abogado como tú, César.

César se sacudió las ropas y tiró el resto de la empanada en dirección a un pájaro.

—¡Ni aunque viviese en una choza del Esquilino me vendrían tentaciones, Cicerón! —respondió.

—Yo, te confieso que me alegra vivir en el Palatino —añadió Cicerón, atacando la segunda empanada—. Mi hermano Quinto vive en la casa familiar del Carinae —dijo con gesto ampuloso, como si fuese la casa solariega de la familia y no una vivienda adquirida cuando él era niño—. Hablando de conocidos —prosiguió, riendo al recordar algo—, habrás oído lo que dijo Quinto Calidio después de un juicio en el tribunal de extorsiones en que fue condenado por sus iguales, ¿no?

—Me temo que no. Explícamelo.

—Dijo que no le extrañaba haberlo perdido, porque la tarifa para sobornar al jurado en estos tiempos en que los jurados de los tribunales están todos formados por senadores, como dispuso Sila, es de cien mil sestercios, y que él no podía permitirse tal gasto.

César se echó a reír.

—Entonces, tendré cuidado de no acercarme al tribunal de extorsiones.

—Sobre todo cuando esté Léntulo Sura de portavoz del jurado.

Como Publio Cornelio Léntulo Sura había sido portavoz del jurado del proceso a Dolabela el viejo, César enarcó las cejas.

—¡Me alegra saberlo, Cicerón!

—Querido amigo, no hay nada en absoluto que yo pueda enseñarte sobre los tribunales —añadió Cicerón con ampuloso gesto—, pero si tienes alguna duda, consúltame.

—Pierde cuidado, que lo haré —dijo César, estrechándole la mano y alejándose en dirección al menospreciado Subura.

Quinto Hortensio salió de detrás de una columna y se acercó a Cicerón, que seguía contemplando la alta figura de César disminuir a lo lejos.

—Ha estado brillante —dijo Hortensio—. Unos años más, querido Cicerón, y tú y yo no podremos dormirnos sobre los laureles.

—Con un jurado honrado, querido Hortensio, habrías perdido tus laureles esta mañana.

—¡No seas cruel!

—Eso no durará, ¿sabes?

—¿El qué?

—Los jurados formados estrictamente por senadores.

—¡Tonterías! El Senado ha recuperado la hegemonía para siempre.

—Eso sí que es una tontería. Existe gran inquietud entre la ciudadanía a favor de que los tribunos de la plebe recuperen sus derechos. Y cuando los recuperen, Quinto Hortensio, serán caballeros quienes constituyan el jurado.

Hortensio se encogió de hombros.

—A mí me da igual, Cicerón. Senadores o caballeros, el soborno es el soborno… en caso necesario.

—Yo no soborno a mis jurados —replicó Cicerón muy tieso.

—Ya lo sé. Ni él tampoco —dijo Hortensio, señalando hacia el Subura—. ¡Pero es una costumbre generalizada, querido amigo, una costumbre!

—Una costumbre que no da satisfacción a un abogado. Cuando gano un proceso me gusta saber que lo he ganado por mérito propio, no por el dinero que me haya dado el cliente para comprar al jurado.

—Pues eres un loco y no te irán bien las cosas.

El rostro agradable, aunque no de belleza clásica, de Cicerón se contrajo y un fulgor terrible iluminó sus ojos marrones.

—¡Acabaré contigo, Hortensio, no te quepa la menor duda!

—Mi posición es sólida y no podrás moverme.

—Eso es lo que dijo Anteo antes de que Hércules le levantase del suelo. Ave, Quinto Hortensio.

A finales de enero del año siguiente, Cinnilla dio una hija a César, Julia, una niñita blanca y delicada que hizo las delicias de los padres.

—Un hijo representa un gasto enorme, querida esposa —dijo César—, mientras que una hija es una carta política muy valiosa cuando es de estirpe patricia por ambos lados y tiene una buena dote. Nunca se sabe cómo va a salir un hijo, y nuestra Julia es preciosa. Ya verás como tiene docenas de pretendientes como su abuela Aurelia.

—Yo no veo muchas perspectivas de una buena dote —dijo la madre, que, aunque había tenido un parto difícil, ya se recuperaba.

—¡No te preocupes, Cinnilla querida! Cuando tenga edad de casarse tendrá su dote.

Aurelia estaba en su elemento cuidando a aquella nieta que había conquistado totalmente su cariño. Tenía otros cuatro nietos: los dos hijos de Lia de distinto esposo y la niña y el niño de Ju-Ju, pero ninguno de ellos vivía en su casa ni eran progenie de su hijo, la luz de su vida.

—Tendrá los ojos azules porque son muy claros —dijo Aurelia, encantada de que la pequeña hubiese salido al padre—, y el pelito es blanco.

—Me alegro de que le veas pelo —dijo César muy serio—. A mí me parece pelona, cosa lamentable, siendo una César, que debería tener una profusa melena.

—¡Tonterías! ¡Claro que tiene pelo! Ya verás si tiene melena cuando cumpla un año; pero no se le oscurecerá mucho. La tendrá plateada en vez de dorada esta ricura.

—A mi me parece tan fea como Cnea.

—¡César, César, es una recién nacida! Y se va a parecer mucho a ti.

—Predestinada —comentó César, y salió del cuarto.

Se dirigió a la hospedería más lujosa de la ciudad en la esquina del Foro con el Clivus Orbius. Había recibido recado de los clientes que le habían encomendado el litigio contra Dolabela, que habían vuelto a Roma y deseaban verle urgentemente.

—Tenemos otro caso para encomendarte —dijo el jefe de los griegos, Ifícrates de Salónica.

—Me siento halagado —dijo César, frunciendo el ceño—. ¿A quién queréis acusar? Apio Claudio Pulcro lleva muy poco tiempo de gobernador para que tengáis una querella contra él, y eso en el caso de que el Senado consintiera en juzgar a un gobernador en desempeño de su mandato.

—Es un caso aparte que nada tiene que ver con los gobernadores de Macedonia —replicó Ifícrates—. Queremos que acuses a Cayo Antonio Hibrida por las atrocidades que cometió cuando fue prefecto de caballería con Sila hace diez años.

—¡Por los dioses, después de tanto tiempo! ¿Por qué?

—No esperamos ganarlo, César. No es el objeto de nuestra misión. Es que por nuestras experiencias con Dolabela el viejo nos hemos dado cuenta cabal de que se nos impone el sometimiento a ciertos romanos que son poco más que animales. Y creemos que ya es hora de que Roma lo sepa. Las peticiones de nada sirven, pues nadie las lee y menos el Senado. Los procesos por traición y extorsión son asuntos enrarecidos a los que sólo asisten las clases altas romanas. Ahora, lo que deseamos es llamar la atención de los caballeros y de las clases bajas, por lo que hemos pensado en un juicio ante el tribunal de homicidios, que es un foro al que acuden todas las clases. Y al pensar en un caso adecuado para ello, a todos nos vino inmediatamente a la cabeza el nombre de Cayo Antonio Hibrida.

—¿Qué es lo que hizo? —inquirió César.

—Era prefecto de caballería a cargo de las regiones de Tespias, Eleusis y Orcómenes cuando Sila y parte de su ejército acampaban en Beocia. Pero él no hizo muchos servicios de armas, sino que se complacía morbosamente en torturar, herir, forzar a mujeres y hombres, niños y niñas, y en matar.

—¿Hibrida?

—Sí, Hibrida.

—Yo siempre le tuve por un Antonio más… borracho más que sobrio, derrochón y ávido de mujeres y comida. Pero torturar… —añadió César, con gesto de repugnancia—. Incluso en el caso de un Antonio no es corriente. ¡Antes lo creería de un Ahenobarbo!

—Las pruebas son abrumadoras, César.

—Supongo que habrá salido a la madre, que no era romana, aunque siempre oi que era una mujer bastante decente; una apulia. Pero los apulios no son bárbaros, y lo que me contáis es pura barbarie. ¡Ni Cayo Verres llegó a tanto!

—Las pruebas son abrumadoras —repitió Ifícrates con mirada furtiva—. Quizás ahora entiendas nuestra lamentable situación. ¿Quién de las clases altas de Roma nos creerá si no habla toda la ciudad de nosotros y toda Roma ve con sus propios ojos las pruebas?

—¿Tenéis víctimas como testigos?

—Docenas si hace falta. Gente de intachable virtud y condición. Los hay sin ojos, sin orejas, sin lengua, mancos, sin pies, sin piernas, sin genitales, sin útero, sin brazos, despellejados, sin nariz… Ese hombre fue una bestia. Y sus amigos también, aunque ellos no importan porque no pertenecían a la nobleza.

—Entonces, son víctimas vivas —comentó César asqueado.

—La mayoría, cierto. Antonio actuaba como si se tratara de un arte, un arte que consistía en causar el mayor dolor y mutilación posible sin provocar la muerte. Su mayor placer era regresar a esas ciudades meses después para comprobar que las víctimas seguían vivas.

—Bien, me repugna, pero, desde luego, acepto el caso —dijo César con firmeza.

—¿Por qué ha de repugnarte?

—Es que su hermano mayor, Marco, está casado con una prima mía lejana, la hija de Lucio César, que fue cónsul y posteriormente asesinado por Cayo Mario. Hay tres niños sobrinos de Hibrida que son primos lejanos míos. Y no está bien visto acusar a miembros de tu misma familia, Ifícrates.

—¿Pero ese parentesco alcanza realmente a Cayo Antonio Hibrida? Tu prima no está casada con él.

—Cierto, y por ese motivo acepto el caso. Pero muchos lo desaprobarán. Existe consanguinidad con los tres hijos de Julia.

Fue a Lucio Decumio a quien decidió dirigirse, en vez de a Cayo Matius o alguien más afín a su rango.

—Tú que lo sabes todo, papá, ¿has oído algo de eso?

Dotado de un físico que le impedía parecer más viejo en la juventud y más joven en la vejez, Lucio Decumio seguía igual que siempre, y a César le costaba calcular su edad, pero debía de tener unos sesenta años.

—Un poco; no mucho. Los esclavos no le duran más de seis meses y nunca se ve que los entierre. A mí, eso de que no los entierren me hace sospechar. Suele ser señal de cosas muy raras.

—¡No hay nada más despreciable que la crueldad con los esclavos!

—Eso lo pensarás tú, César, que tienes la mejor madre del mundo y has sido educado como es debido.

—¡No debería tener nada que ver con la manera en que uno ha sido educado! —replicó César airado—. Es algo que atañe a la naturaleza propia de una persona. Entiendo que esas atrocidades las perpetren los bárbaros, pues sus costumbres, sus tradiciones y sus dioses les imponen cosas que los romanos ya hemos puesto fuera de la ley hace siglos. Pero pensar que un noble romano, ¡de la familia de los Antonios!, se deleite en infligir tales sufrimientos… ¡de verdad que me cuesta creerlo!

Pero Lucio Decumio estaba más informado.

—César, eso sucede cada día; y lo sabes. Quizá cosas no tan horribles, pero si no son más frecuentes es simplemente porque la gente teme que se sepa. ¡Piénsalo un poco! Ese Antonio Hibrida es noble, como tú dices; los tribunales le protegen y los de su clase le defienden. ¿Qué va a temer una vez que ha empezado? Lo que impide que la gente empiece a hacer cosas de ésas, César, es el temor a que les sorprendan, porque si les descubren son castigados. Y cuanto más alto sea uno, más dura es la caída. Pero a veces hay gente con agallas para llevar a cabo sus deseos y hace esas cosas. Como ese Antonio Hibrida. No hay muchos como él, ¡muchos, no! Pero siempre hay alguno, César, siempre hay alguno.

—Si, tienes razón. Claro que tienes razón —dijo César bajando los párpados, sumido en sus pensamientos—. Lo que tú dices es que a esas personas hay que pedirles cuentas. Castigarlas.

—Para que no haya muchas como ellas. Si se deja a uno, se atreven muchos mas.

—Así que tendré que pedirle cuentas. No será fácil.

—No será fácil.

—Aparte de esos rumores difusos de que desaparecen esclavos, ¿qué más sabes de él, papá?

—No mucho, salvo que todos le odian. Los comerciantes le detestan y la gente humilde también. Si pellizca a una niña cuando pasa por la calle, lo hace con fuerza para hacerla llorar.

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