Sin embargo, Arden llevaba unos meses muy tranquila. Era la última en sentarse a comer, la primera en levantarse y siempre estaba sola. Crecían mis sospechas de que reservaba la peor diablura para la graduación de mañana.
A todo esto, ella se dio la vuelta de pronto y se fue corriendo hacia el comedor, levantando nubes de polvo. La miré con suspicacia. No me apetecía nada que hubiese sorpresas en la ceremonia; bastante agobiada estaba ya con mi discurso. Decían que el propio rey iba a asistir por primera vez en la historia del colegio. Yo sabía que era un rumor difundido por la exagerada de Maxine, pero aun así se trataba de un día importante, el más importante de nuestras vidas.
—Directora Burns, ¿por favor, me permite ausentarme? —pedí—. He olvidado las vitaminas en la residencia. —Rebusqué en los bolsillos de mi uniforme, poniendo cara de frustración.
La directora estaba junto a la mesa de la comida.
—¿Cuántas veces tendré que recordaros que las metáis en la cartera? Vete, pero no te entretengas —advirtió mientras acariciaba el hocico del jabalí asado, cuya cabeza estaba chamuscada.
—Sí, sí —afirmé intentando localizar a Arden, que ya había sobrepasado el comedor—. Así lo haré, señora directora. —Y eché a correr, después de prometer a Pip que regresaría enseguida.
Doblé la esquina y me dirigí a la entrada principal del recinto. En ese momento Arden se agachaba junto al edificio y se metía bajo un arbusto. Se quitó el uniforme por la cabeza y se puso un jersey negro; la piel, blanca como la leche, le relucía bajo el sol del atardecer.
Me acerqué a paso enérgico mientras se estaba calzando las botas, las mismas de cuero negro que usaban las guardianas.
—No sé qué estás planeando, pero olvídalo —declaré, satisfecha cuando la vi erguirse al oír mi voz.
Tras una breve pausa, se ató las botas con fuerza, como si quisiera estrangularse los tobillos. Al cabo de un minuto de silencio dijo con serenidad, pero sin alzar la vista:
—Por favor, Eve, márchate.
Me arrodillé junto al edificio, levantándome la falda para no mancharla.
—Sé que te traes algo entre manos. Te han visto en el lago. —Ella movía las manos con rapidez, sin apartar los ojos de las botas atándose los cordones con nudos dobles. Había una mochila en una zanja, debajo del arbusto, en la que metió su uniforme gris—. ¿Dónde has robado ese uniforme de guardiana?
Fingió no haberme oído y miró algo a través de un hueco en la maleza. Seguí su mirada hasta la verja del recinto, que se estaba abriendo lentamente. Acababa de llegar un todoterreno verde y negro del gobierno que transportaba la comida para la ceremonia del día siguiente.
—Esto no tiene nada que ver contigo, Eve —dijo al fin.
—¿De qué se trata, entonces? ¿Vas a hacerte pasar por guardiana? —Busqué el silbato que colgaba de mi cuello. Nunca la había denunciado, ni jamás le había ido con cuentos a la directora, pero la ceremonia era demasiado importante para mí, para todo el mundo—. Lo siento, Arden, pero no puedo permitir.
Antes de que el silbato me rozase los labios, me arrancó la cadena del cuello y la tiró al suelo. Con un movimiento veloz, me empujó contra la pared del edificio. Tenía los ojos húmedos e inyectados en sangre.
—Escúchame bien —murmuró muy despacio, presionando el brazo contra mi cuello de tal forma que casi no me dejaba respirar—. Voy a salir de aquí dentro de un minuto. Si sabes lo que te conviene, volverás a la fiesta y harás como si no hubieses visto nada.
A seis metros de distancia, varias guardianas descargaban el vehículo y transportaban cajas al interior del colegio, mientras otras apuntaban hacia el bosque con sus metralletas.
—Pero no hay ningún lugar al que ir… —resollé.
—¡Espabila! —me espetó—. ¿Crees que vas a aprender una profesión? —Señaló el edificio de ladrillo al otro lado del lago. Apenas se veía en la penumbra—. ¿Ni siquiera te has preguntado por qué las graduadas no salen nunca, ni por qué hay una puerta aparte para ellas? ¿De verdad crees que vas a aprender a pintar? —Dicho esto, por fin me liberó.
Me froté el cuello. Me escocía la piel donde se había roto la cadena.
—Pues claro que sí —respondí—. ¿Qué vamos a hacer, si no?
Arden hizo una mueca imitando una carcajada y se echó la mochila al hombro; se me acercó, y percibí el olor a carne de jabalí con especias de su aliento cuando replicó:
—El noventa y ocho por ciento de la población ha muerto, Eve. No hay gente. ¿Cómo crees que va a continuar el mundo? No necesitan artistas —susurró—. Necesitan niños: los niños más sanos que consigan encontrar… o procrear.
—¿De qué hablas? —Arden se levantó sin apartar la vista del vehículo, cuya parte de atrás una guardiana estaba cubriendo con una lona; después se acomodó en el asiento del conductor.
—¿Por qué crees que les preocupa tanto nuestra altura, nuestro peso, lo que comemos y lo que bebemos? —Se sacudió la tierra del mono negro y me miró por última vez. Tenía las ojeras hinchadas, y venas moradas le sobresalían bajo la fina piel blanca—. Las he visto, he visto a las chicas que se graduaron antes que nosotras. Y no pienso acabar en la misma cama de hospital, dando a luz a una criatura tras otra durante los veinte años siguientes de mi vida.
Retrocedí, dando un traspié, como si me hubiese abofeteado.
—Mientes —protesté—. Estás equivocada.
Pero Arden se limitó a negar con la cabeza. Luego, cubriéndose los cabellos con un gorro negro, corrió hacia el vehículo. Antes de acercarse, esperó a que las guardianas de la verja se dieran la vuelta.
—¡Una más! —gritó y, saltando sobre el parachoques trasero, se introdujo en la plataforma cubierta del todoterreno.
La camioneta arrancó, dando tumbos por la carretera de tierra, y desapareció en la oscuridad del bosque. La verja se cerró poco a poco tras ella. Oí el ruido de la cerradura sin dar crédito a lo que acababa de ver. Arden se había marchado del colegio. Había huido. Había traspasado el muro, iba hacia lo desconocido, sin nada ni nadie que la protegiese.
No creí lo que me dijo; no podía creerlo. Tal vez regresaría poco después en el mismo todoterreno. A lo mejor era su travesura más demencial. Pero cuando contemplé el edificio sin ventanas del otro extremo del recinto, me temblaban las manos, y a mi boca afluyó un amargo vómito de frutas silvestres. Vomité allí mismo, sobre la tierra, mientras una idea me obsesionaba: ¿Y si Arden tenía razón?
Después de peinarnos, cepillarnos los dientes, lavarnos la cara y ponernos camisones blancos idénticos que nos llegaban hasta los tobillos, me acosté, fingiendo estar muy cansada. En los dormitorios no se hablaba más que de la desaparición de Arden. Las chicas asomaban la cabeza en las habitaciones para divulgar el último cotilleo: había aparecido un broche entre los arbustos, y la directora estaba interrogando a una guardiana en la verja. En medio de todo aquel embrollo, deseaba una de las cosas más difíciles de conseguir en el colegio, algo tan raro que ni siquiera se podía nombrar: quería estar sola.
—Noelle cree que Arden se ha escondido en las habitaciones de la doctora —le comentó Ruby a Pip, controlando las cartas que tenía en la mano—. Paso. —Se habían sentado en la estrecha cama gemela de Pip, y jugaban con una baraja que habían sacado de la biblioteca del colegio. Las viejas cartas de
Buscando a Nemo
estaban gastadas y rotas, algunas, incluso, pegoteadas con néctar de higos resecos.
—Estoy segura de que quiere escaquearse de la ceremonia —añadió Pip, cuya pecosa cara estaba salpicada de motitas de dentífrico seco, lo que ella denominaba su «limpiador de espinillas milagroso». Me miró, esperando que especulase sobre el paradero de nuestra compañera o que comentase algo sobre los grupos de guardianas que registraban el terreno alumbrándose con linternas. Pero no dije ni una palabra.
Yo le daba vueltas a lo que Arden me había contado. Era cierto que en los últimos meses la directora Burns se había mostrado muy preocupada por nuestra dieta, insistiendo en que debíamos comer bien; supervisaba nuestros análisis de sangre y pesajes semanales, y procuraba que todas tomásemos las vitaminas. Incluso envió a Ruby a la doctora Hertz cuando tuvo la regla una semana después que las restantes chicas.
Me cubrí con la ligera manta blanca hasta el cuello. Desde pequeña me habían dicho que existía un plan para mí, un plan para todas nosotras: doce años en el colegio, y el posterior traslado al recinto y el aprendizaje de una profesión durante cuatro años; después iríamos a la Ciudad de Arena, donde nos esperaban la vida y la libertad, y allí trabajaríamos y viviríamos, bajo el gobierno del rey. Siempre había hecho caso a las profesoras; no tenía motivos para no hacerlo. Incluso en aquel momento, la teoría de Arden me parecía absurda. ¿Por qué nos enseñaban a temer a los hombres si íbamos a tener hijos y a formar familias? ¿Por qué nos educaban si estábamos destinadas solo a parir? ¿Qué significaba la importancia que daban a nuestros estudios, o lo mucho que nos animaban para que perseverásemos?
—Oye, Eve, ¿has oído lo que he dicho? —Pip interrumpió mis pensamientos. Ruby y ella me estaban mirando.
—No…, ¿qué?
Ruby cogió las cartas; su abundante cabello negro todavía seguía desigual en la zona donde Arden lo había cortado.
—Queremos un adelanto de tu discurso antes de acostarnos.
Se me hizo un nudo en la garganta al pensar en mi alocución final: tres páginas escritas a mano y dobladas en el cajón de mi mesilla.
—Se supone que tiene que ser una sorpresa —contesté tras unos instantes. Había escrito un texto sobre el poder de la imaginación en la construcción de la Nueva América. Pero en ese momento se me antojaban dudosas las palabras que había elegido y el futuro que había descrito.
Ruby y Pip me observaban con fijeza, pero desvié la vista, incapaz de aguantar su mirada. No podía contarles lo que Arden había dicho: que la libertad de la graduación no era más que una fantasía, algo para mantenernos tranquilas y contentas.
—Vale, como quieras. —Pip apagó la vela de su mesilla. Parpadeé para adaptar los ojos a la oscuridad, y poco a poco distinguí su redonda cara bajo los grisáceos rayos de luna que se colaban por la ventana—. Pero somos tus mejores amigas.
Al cabo de unos minutos se oyeron los tenues ronquidos de Ruby; siempre era la primera en dormirse. Pip contemplaba el techo, con las manos sobre el corazón.
—Me muero de ganas de graduarme —susurró—. Vamos a aprender cosas, cosas de verdad. Y dentro de unos años saldremos al mundo, iremos a la nueva ciudad que está lejos del bosque. Será increíble, Eve. Seremos como… como personas de verdad. —Se volvió hacia mí, y confié en que la tenue luz no le permitiese ver las lágrimas que se me agolpaban en los ojos.
Me pregunté qué vida tendríamos Pip y yo. Ella quería ser arquitecta, como Frank Lloyd Wright, y construir casas nuevas que no se deteriorasen aunque nadie las cuidara, casas con refugios llenos de comestibles enlatados, donde no pudieran introducirse los virus mortales más insignificantes. Yo le decía que, cuando acabásemos nuestras carreras, viviríamos juntas en la Ciudad de Arena; tendríamos un piso como los que se describían en los libros, de camas enormes y ventanas desde las que veríamos los confines de la ciudad, donde vivían los hombres, muy lejos de nosotras; aprenderíamos a esquiar en las pronunciadas laderas a cubierto, de las que nos había hablado la profesora Etta, y pondríamos en práctica nuestra buena educación en restaurantes con mantelerías inmaculadas y cubiertos de plata; en ellos, elegiríamos la comida a la carta y pediríamos que nos cocinasen la carne como más nos gustase.
—Ya lo sé. —Se me acrecentó el nudo en la garganta—. Será genial.
Me sequé los ojos disimuladamente, agradeciendo que la respiración de Pip por fin se serenase. Pero me acosó la culpa y el miedo, cada vez mayor, de que al día siguiente tal vez no estuviese pronunciando un iluso e ingenioso discurso ante mis amigas, sino conduciéndolas al aniquilamiento.
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Esperé a que me venciera el sueño, pero este nunca llegaba. A las tres de la madrugada no pude aguantar más acostada. Me levanté, me acerqué a la ventana y contemplé el recinto. No había nadie, salvo una guardiana, identificable por una leve cojera, que recorría el jardín haciendo su ronda rutinaria.
Nuestra habitación se hallaba en el primer piso. Cuando la guardiana se perdió de vista, abrí la ventana como solía hacer en las noches calurosas, y me subí al alféizar. Todos los años en la escuela hacíamos simulacros: qué hacer en caso de asalto, en un terremoto, ante una jauría de perros, en un incendio. Recordé los sencillos y gastados gráficos que la directora Burns había repartido al finalizar una clase, y me descolgué por la ventana, agarrada al alféizar, preparándome para saltar.
Así lo hice y me golpeé contra el suelo. El dolor me acribilló el tobillo, pero me levanté y corrí todo lo que pude hacia el lago. Al otro extremo de la resplandeciente agua, el edificio de ladrillo era un rectángulo negro que se recortaba contra el oscuro cielo.
Al fin llegué a la orilla, pero me abandonó el valor cuando las suaves olas me lamieron los dedos de los pies. Nunca habíamos aprendido a nadar. Las profesoras contaban historias, de la época anterior a la epidemia, de gente que se había ahogado en el oleaje del océano o en la engañosa calma de sus propias piscinas.
Volví la vista hacia la ventana abierta de mi habitación. Faltaba poco para que la guardiana doblase la esquina y me sorprendiese a la luz de la linterna. Ya me había encontrado antes entre los arbustos después de la desaparición de Arden, con el uniforme manchado de vómitos; le había dicho que estaba muy nerviosa a causa de la graduación, pero no podía darle más motivos de sospecha.
Me metí en el agua. En la estrecha orilla sobresalían unos arbustos espinosos. Me quité los calcetines y me envolví las manos en ellos para agarrarme a las ramas puntiagudas. Avancé despacio hasta que el agua me llegó al cuello, pero apenas había caminado cien metros cuando el terreno blando cedió de pronto bajo mis pies. La boca se me llenó de agua, y me aferré a las ramas, cuyas espinas me pincharon la piel a través de los calcetines. No pude reprimir la tos.
La guardiana se detuvo en el jardín y barrió el césped y la superficie del lago con la linterna. Contuve el aliento, notando los pulmones acuchillados de dolor. Por fin el destello blanco se posó de nuevo en el césped, y la mujer desapareció una vez más para dar otra vuelta al recinto.