Asentí, aunque conocía el término difusamente. Tenía aspecto de haber contenido algo valioso. El desvencijado sofá estaba frente a él, como si la familia se sentase allí a mirarlo.
Todos los armarios de la cocina estaban abiertos y los estantes sembrados de cubiertos de plástico sucios y latas vacías. Había varias sillas en el suelo, cuyos desgarrados asientos dejaban a la vista sus grisáceas y enmohecidas entrañas; el techo se caía a trozos.
—Vete con cuidado —susurró Arden, tirando de mí y señalando un agujero en el suelo por el que había estado a punto de colarme.
Caleb saltó sobre el hueco y se dirigió a una escalera que conducía a un oscuro sótano.
—Voy a ver si hay algo abajo.
Mientras Arden fisgoneaba por la sala, me acerqué a un frigorífico que se hallaba en un rincón, sobre el que había fotografías y retratos antiguos. En una de las fotos se veía a una pareja joven con un bebé en brazos; la mujer tenía el flequillo pegado a la sudorosa frente, pero la cámara había captado sus grandes y brillantes ojos. Debajo había un dibujo infantil de una familia: los tres, el padre, la madre y la niña estaban rodeados por perversos fantasmas, de negros contornos pintados a lápiz.
Durante aquellos últimos días junto a mi madre, yo dibujaba todo lo que se me ocurría. Me sentaba en el piso de abajo, ante mi mesa de plástico azul, cogía un montón de papel y pintaba cosas para ella: dibujos en las que estábamos las dos en el parque infantil próximo a casa, como el del carrusel en el que me hacía dar vueltas y vueltas sin parar. También la dibujaba en la cama y le ponía al médico una varita mágica en la mano para que la curara; otras veces la representaba fuera de casa, rodeando el edificio con una verja para que el virus no entrase. Una vez hechos, deslizaba los dibujos por debajo de la puerta de su habitación para que los viese: sus regalos especiales. «Besos —decía ella, dando golpecitos al otro lado de la puerta—. Te daría un millón de besos si pudiese.»
Contemplé la cara de la mujer por última vez y regresé a la sala vacía. Oí un chasquido encima de mí y sentí curiosidad.
—Arden… —la llamé, y salí al silencioso pasillo. El suelo crujía a cada paso, y una brisa helada entraba por las ventanas abiertas—. ¿Dónde estás?
Me asomé a un minúsculo cuarto de baño sin baldosas en el suelo.
—¡Arden! —insistí, y el eco repitió la pregunta.
Al fondo del pasillo había una puerta entreabierta. Me encaminé hacia allí y, por el camino, pasé por un dormitorio en el que había una cama rota y los muelles del somier al descubierto.
Me acerqué, pegada a la pared. El empapelado se había desprendido en algunas partes y me rascaba los desnudos hombros. Se me aceleró el pulso y rompí a sudar. Habíamos entrado en la casa a toda prisa, pero deberíamos haberlo pensado dos veces antes de irrumpir en ella. Siempre cabía la posibilidad de que nos vigilasen.
La puerta entreabierta estaba agrietada. Miré qué había dentro: era una habitación infantil con un arcón lleno de juguetes polvorientos y las paredes pintadas de un azul brillante. Había varios animalitos raídos sobre la minúscula cama. Entré y cogí un osito manco que debía de haber sido muy viejo ya antes de la epidemia.
Todo sucedió muy rápido: oí pasos a mi espalda y caí al suelo con un golpe sordo. Grité cuando alguien oculto tras una máscara de payaso se echó encima de mí, aterrorizándome con su desfigurada sonrisa carmesí.
—¡No me mate, por favor! —imploré—. ¡No me mate!
El payaso se detuvo un instante, presionando mis hombros contra el cuarteado suelo. Luego oí risas sofocadas. Arden se quitó la máscara y cayó sobre mí, retorciéndose de risa.
—¿Acaso estás mal de la cabeza? —chillé, y me levanté de un salto—. ¿Por qué has hecho eso?
Caleb apareció en la puerta, demudado.
—¿Qué ha sucedido? Te he oído gritar. —Llevaba una lata oxidada en cada mano.
Señalé a Arden, que rodó hacia un lado, entre profundas carcajadas. Acabó llorando de risa y secándose las lágrimas con el dobladillo de la camisa.
—Arden me ha dado un susto a propósito. Eso es lo que ha sucedido.
Caleb nos miró a las dos. Intentó decir algo, pero no fue capaz de articular palabra. A mí se me salía el corazón del pecho.
—No tiene gracia —exclamé por fin—. ¡Si hubiese tenido un cuchillo, podría haberte matado! —Caminé de un lado a otro, golpeando una mano contra la otra para subrayar las palabras. Arden se arrodilló e inclinó la espalda y el rostro hacia el suelo—. Arden, mírame. ¿Te importaría levantarte y mirarme? —grité.
Caleb me sujetó por el brazo y me obligó a retroceder.
Pero ella siguió cabizbaja; sus cabellos eran una maraña de enredos. Retorciéndose, golpeó el suelo con la palma de la mano.
—Arden… —repetí con más amabilidad. Tenía los ojos cerrados y las mejillas enrojecidas y contraídas.
Se alzó al fin, respirando con dificultad. Le tendí una mano, pero no la cogió, sino que, haciendo un gran esfuerzo, se acurrucó hasta convertirse en un ovillo perfecto. Tosió muy fuerte; no se oía más que sus estertores. Me agaché y le apoyé la mano en la espalda, mientras ella se convulsionaba, tratando de liberar los pulmones del peso que los agobiaba. Cuando se calmó, ambas bajamos la vista.
Ella tenía las manos ensangrentadas.
—Anoche se empapó —le expliqué a Caleb cuando llegamos al bosque que rodeaba su campamento. Las toses de Arden se tornaron más violentas a medida que avanzábamos, y su paso se hizo más cansino, hasta que dejó de caminar. El chico y yo nos turnamos para llevarla en un carrito que él había encontrado, en uno de cuyos lados había garabateado el nombre RADIO FLYER. Tan pronto le castañeteaban los dientes como se inclinaba sobre el borde del carrito para expulsar la sanguinolenta flema acumulada en los pulmones. Acabó quedándose dormida, sujetando entre los brazos las latas de comida rescatadas de la basura—. Seguro que le ha afectado mojarse en el río y la lluvia.
—Conocí a un chico que enfermó así —comentó Caleb.
La levantamos entre los dos; los brazos le colgaban sobre los hombros de ambos.
—¿Y qué ocurrió? —pregunté, pero él no respondió—. ¿Me has oído, Caleb?
—Seguro que esto es distinto —afirmó, aunque detecté tensión en su rostro pese a la escasa luz del anochecer.
—Me encuentro bien —murmuró Arden, tratando de ponerse derecha. Le había quedado saliva seca en las comisuras de los labios.
Caminamos por el tupido bosque grisáceo, entre hojas que me hacían cosquillas en el cuello. Los animales se escabullían bajo la maleza, y a lo lejos aulló una manada de perros salvajes hambrientos. Por fin el arbolado desembocó en un claro, y descubrí la visión más deslumbrante de mi vida: ante nosotros se extendía un lago inmenso en cuya oscura superficie se reflejaban miles de estrellas.
—El lago Tahoe —informó Caleb.
Alcé la vista para observar las parpadeantes estrellas blancas. Algunas de ellas brillaban tanto, que parecían casi azuladas; otras se difuminaban en la distancia como polvo titilante.
—¡Qué esplendor! —Pero la palabra no bastaba para describir el asombro que sentí en aquel momento, abrumada por la inmensidad del cielo—. Mira, Arden… —Le di un ligero codazo. Ojalá hubiese tenido mis pinturas y pinceles para plasmar aunque solo fuese una levísima impresión de aquella escena. Pero allí únicamente estábamos nosotros, el negro anillo de tierra y la brillante bóveda celeste.
Pero ella se limitó a hacer una mueca, presa de dolor.
—¿Dónde está el campamento? —pregunté, amedrentada tras el asombro inicial—. Debemos llevarla dentro.
—Ahí lo tienes —respondió Caleb, acercándose a una empinada y fangosa cuesta, cubierta de hierbajos y ramas rotas.
Confundida, miré al chico, que cogió un trozo de madera podrida escondido en la tierra y, tirando de él, dejó al descubierto un tablero del tamaño de una puerta. Lo abrió de golpe. Tras él había un agujero que penetraba en una ladera de la montaña.
—Vamos —dijo indicándome que entrase.
Se me encogió el estómago, y la cabeza me dio vueltas. Ante la oscuridad regresaron todos mis temores, pues ya me había arriesgado mucho al seguir a aquel muchacho. No me imaginaba que el campamento fuese una madriguera subterránea. Sobre la tierra, siempre podía echar a correr, pero ahí abajo y en tinieblas.
—No… —murmuré retrocediendo—. No puedo.
—Eve, tu compañera necesita ayuda… de inmediato. —Me tendió la mano—. Entra. Nadie te va a hacer daño.
Arden se estremeció a mi lado; tosió y abrió los ojos un instante para decir algo que sonó a «hazle caso». Se apoyó en mí, y yo, temblándome las manos, la guíe por el tenebroso túnel. Caleb cerró la puerta detrás de mí.
—Por aquí —señaló él, agachándose para que Arden apoyase el otro brazo en sus hombros, y así ayudarme a llevarla. Avanzamos en la oscuridad; la fría pared de tierra me rascaba el costado, y notaba la dureza del suelo bajo mis pies.
—Este túnel. ¿Lo encontraste tú? —pregunté, y mi voz resonó en la cueva.
Caleb giró a la derecha y nos condujo por otro túnel, palpando el camino en la oscuridad.
—Lo hicimos. —Oí ruido de gente a cierta distancia. Murmullos, repiqueteo de ollas, risas tenues.
—¿Construisteis un túnel en la montaña? —insistí. Arden volvió a toser; los pies ya no la sostenían.
Caleb guardó silencio un rato.
—Sí —afirmó al fin, y noté su respiración mientras caminábamos—. Después de la epidemia, me llevaron a un orfanato improvisado en una iglesia abandonada. Los niños, chicos y chicas, dormían en los bancos y en los armarios, y a veces nos juntábamos de cinco en cinco para entrar en calor. Solo recuerdo a una persona adulta: la mujer que nos abría las latas de comida; nos llamaba los «restos». A los pocos meses aparecieron los camiones y se llevaron a las chicas a los colegios. Los chicos fuimos a campamentos, que eran campos de trabajo, donde nos pasábamos el día entero construyendo de todo. —Casi escupía las palabras, sin apartar la vista del suelo.
—¿Cuándo te escapaste? —inquirí. Avanzábamos por el túnel en dirección a una luz que brillaba más según nos acercábamos.
—Hace cinco años. Estaban empezando la excavación cuando llegué —explicó Caleb. Yo quería preguntarle más cosas, saber quién lo había organizado y cómo, pero me daba miedo insistir.
Doblamos un recodo y el pasadizo desembocó en una amplia estancia circular en la que había una fogata en el centro. La caverna me recordaba la madriguera de un animal. Las paredes de barro estaban revestidas de losas grises, y del recinto central salían otros cuatro túneles. Antes de que siguiésemos avanzando, una flecha me rozó la cara y a punto estuvo de rajarme una oreja.
—¡Mira dónde te metes! —exclamó riéndose un chico, de músculos grandes y fibrosos, y se aproximó a la pared que teníamos al lado, donde dos gigantescos círculos formaban una diana. Clavó los ojos en mí mientras arrancaba la flecha de un tirón.
Desnudos de cintura para arriba, un grupo de chicos rodeaba la fogata. Cuando vieron a Caleb, se pusieron a gritar.
—No sabíamos dónde estabas —dijo uno de ellos, de espesos cabellos negros recogidos en la parte superior de la cabeza. Los demás se golpearon el pecho con los puños a modo de saludo primitivo. Se me erizó la piel cuando repararon en mí y me miraron sin pestañear.
—Al menos la caza ha sido un éxito —comentó el de la flecha, fijándose en mis piernas desnudas y en la camisa de manga larga que caía informe sobre mi pecho. Crucé los brazos, deseando tener algo más con que cubrirme—. ¡Mirad lo que tenemos aquí, muchachos! Una señorita. —Se me aproximó, pero Caleb levantó la mano para frenarlo y le advirtió:
—Ya basta, Charlie.
Otros dos chicos, de unos quince años, salieron de un túnel lateral transportando un jabalí. Dejaron la presa en el suelo y, tras ellos, quedó un reguero de sangre coagulada procedente de las entrañas del animal.
—¿Leif está al tanto? —preguntó un chico alto y delgado, que usaba unas gafas rotas.
—No tardará en enterarse —respondió Caleb.
Otro de los allí presentes se arrodilló junto al animal muerto y afiló dos cuchillos entre sí; el ruido agudo y chirriante que se produjo me puso los pelos de punta. Miró a Arden de arriba abajo y, cuando se cansó de ello, volvió a centrarse en el jabalí y le pegó un tajo en el cuello. Esquirlas de hueso le saltaron a la cara. Hincaba el cuchillo una y otra vez salvajemente en la intersección entre la cabeza y el cuerpo del animal. A cada golpe me estremecía.
No cesó hasta que la cabeza del jabalí se desprendió y rodó por el suelo. El animal, al que una bruma grisácea velaba las pupilas, me miraba. Me dieron ganas de echar a correr por el pasadizo, de desandar el camino, de no parar hasta estar en pleno aire libre. Pero Arden seguía inválida a mi lado, y recordé por qué estábamos allí. En cuanto ella mejorase, nos iríamos muy lejos de aquel malsano refugio subterráneo habitado por unos chicos que me contemplaban como si quisiesen devorarme.
Un joven corpulento, de pelo rubio apelmazado, arrojó leña al fuego y examinó la frágil figura de Arden.
—Pueden quedarse en mi habitación —ofreció riéndose; y yo estreché a mi protegida—. No tengo inconveniente en compartir la cama.
—No se van a quedar en la habitación de nadie —tronó una voz ronca—. No se van a quedar y se acabó.
Un chico mayor salió de uno de los túneles. Llevaba unos pantalones que le llegaban por debajo de las rodillas; un oscuro vello rizado le cubría el pecho, y se había recogido el pelo —negro— en un moño que dejaba al descubierto la parte superior de la espalda, surcada por gruesas cicatrices. Lo seguía una fila de chicos mayores, que se dispersaron por la estancia. Del miedo que tenía, se me puso la piel de gallina. Eran unos diez, todos más altos y gruesos que yo, y ponían cara de pocos amigos.
—Esto no va bien —murmuró Arden.
Caleb se interpuso entre ellos y nosotras, y manifestó:
—No hay nada que discutir, Leif. Las encontré en el bosque. A la chica la atacó un oso. —Bajé la vista para esquivar las miradas—. Han de quedarse.
Unas espesas pestañas negras bordeaban los ojos de color castaño oscuro de Leif, que sentenció:
—Es demasiado peligroso. Ya sabes cómo se pone el rey con el tema de las cerdas. Seguramente las estarán buscando. —Se nos aproximó, deteniéndose a unos pocos centímetros de Caleb. Estaba tan cerca que vi trocitos de hojas entre sus cabellos, y percibí el olor a ceniza que despedían sus tensos y musculosos brazos.