—¿Cerdas? —susurró Arden, cuyo cálido aliento me rozó el cuello—. ¿Eso es lo que somos?
—Así es como nos llaman ellos —puntualicé—. Pero no lo somos.
El grupo de chicos nos rodeó, bloqueando nuestra vía de escape.
Arden tosió, estremeciéndosele el cuerpo a causa del esfuerzo.
—¿Está enferma? —preguntó un chico desdentado, suavizando el gesto. Me fijé en el tatuaje que llevaba en un hombro: un círculo con el emblema de la Nueva América, igual al de Caleb y en el mismo lugar. Eché una ojeada y me percaté de que todos los chicos iban tatuados.
—Mucho —respondí. Retrocedieron al oír esta palabra y cuchichearon; un chico bajito y regordete dijo algo que sonó a «epidemia». Arden ladeó la cabeza y la apoyó en mi hombro.
Caleb seguía frente a Leif.
—Si las echamos, la chica morirá. No lo consentiré.
Leif esbozó una mueca de desagrado que me recordó a un perro gruñón.
—Se quedarán en el cuarto de invitados, separadas de los demás —dijo al fin. Arden, que casi no podía levantar la vista, se limitó a mirarme con los ojos entrecerrados—. No podéis subir a la superficie sin permiso. Y nada de fisgonear ni de andar molestando. ¿Entendido?
Dio un vistazo al chico que estaba a su lado, quien llevaba un montoncito de cuencos. Como si fuese algo instintivo, el muchacho se arrodilló y, llenándolos con habas de una olla que había junto al fuego, se los entregó a Leif. Di un paso, y mis ojos quedaron a la altura de sus enormes hombros. Me ofreció un cuenco. Yo lo cogí, pero él no lo soltó.
—Bienvenidas —dijo en un tono que significaba todo lo contrario. Me retuvo y me escudriñó el rostro hasta que recorrió con la vista mis pechos, mi cintura y mis piernas. Sentí una oleada de pánico y tiré del cuenco para librarme de aquella mirada. Lo soltó de pronto, y caí hacia atrás. Las habas se volcaron sobre mi camisa. Otro chico se echó a reír a carcajadas.
Ardiéndome las mejillas, froté la mancha. No bastaba con que me sintiera desprotegida en aquel campamento, ni con que Leif me aterrorizase, sino que además tenía que humillarme.
—Vamos —dijo Caleb, cogiendo la cena de Arden—. Os enseñaré vuestro sitio. —Rodeó con un brazo a Arden, y caminamos por un túnel iluminado por filas de linternas colocadas en el suelo—. Leif es así —susurró.
Volví la cabeza y vi que este propinaba una patada a la cabeza del jabalí. Los chicos reanudaron sus actividades: el de elevada estatura lanzó otra flecha, dos muchachos muy delgados se pusieron a pelear, mientras otros se dedicaban, afanosamente, a insertar trozos de carne en palitos afilados. Me acordé de
El señor de las moscas
y del día en que la profesora Florence nos había leído la escena en que Simon es asesinado por la horda de chicos salvajes obedeciendo el razonamiento de la pandilla. «Cuando los hombres están aislados, y el único estímulo es la violencia de los demás, es cuando son más peligrosos», había dicho la profesora sentada en el borde de su mesa, con el libro abierto sobre el regazo.
Recordé el coro de gritos, los ojos que desnudaban mi cuerpo con avidez, el intercambio de murmullos… y supe que algunas cosas de las que nos habían dicho eran ciertas. A pesar de todo.
—¿Quieres más? —pregunté sosteniendo la cuchara de habas delante de los agrietados labios de Arden. Murmuró algo parecido a un «no», se puso de lado, apartó la colcha de las piernas llenas de manchas y cerró los ojos.
Llevábamos toda la noche así. Ella se despertaba de vez en cuando, pedía comida o agua y después se desplomaba en el hundido colchón. A veces se retorcía de dolor, quejándose de un malestar que le ascendía por la columna. Caleb había traído a rastras una tina llena de agua del lago, y yo había conseguido mantener a Arden despierta el tiempo suficiente para limpiar el sudor que le impregnaba la piel y quitarle las hojas del pelo con un peine roto.
La caverna de tierra estaba al final de uno de los túneles principales; era una estancia sofocante que contaba con un colchón y una mesa llena de amarillentos libros infantiles. Registré los cajones de la mesa buscando, contra toda lógica, medicamentos. Como en el colegio teníamos muchísimos, nunca me había dado cuenta de su valor.
Dábamos por supuesta su existencia y la facilidad para tratar cualquier problema: la tos, una infección, un corte hecho con un farol roto. Disponíamos de pastillas, de inyecciones para adormecer la piel antes de que te dieran puntos de sutura, o de dulce jarabe de color rosa chicle que se deslizaba por la garganta. Cuando Ruby se quedó paralizada en el jardín debido a un desgarrador dolor en el costado, la llevaron a la enfermería, de donde salió días después luciendo una marca de costurones negros en el abdomen, en la zona en que le habían extirpado el apéndice. «¿Qué le habría ocurrido fuera de los muros del colegio?», nos preguntamos en voz alta mientras le examinábamos la cicatriz. Maxine sugirió que habría tenido que extirpárselo ella sola, seguramente con unas tijeras oxidadas. «No; os equivocáis —corrigió la directora, que vigilaba nuestras mesas en el comedor para cerciorarse de que todas tomásemos las vitaminas—. Simplemente habría muerto.»
Retiré el espeso cabello negro de la cara de Arden y noté que la piel le ardía. Recordé entonces la primera vez que la había visto: en los años posteriores a la epidemia, llegaban nuevas alumnas de vez en cuando; algunas de ellas aparecían en el bosque y otras eran enviadas por adultos que no podían cuidarlas. Arden era una chica alta que vestía un gastado vestido azul, una niña de ocho años que había entrado por la puerta lateral del colegio tres años después que yo. Estuvo un mes en la sala de cuarentena, sola, igual que todas nosotras cuando llegábamos. Pip y yo la habíamos observado por el ventanuco de cristal de la puerta, mientras se cepillaba los dientes; escupía la espuma blanca en el cubo de desperdicios, pero no sabíamos si sería distinta a nosotras. Era un juego habitual entre las alumnas: todas nos deteníamos ante esa sala cuando pasábamos por el pasillo, mirando a ver si le aparecían los reveladores hematomas azules bajo la piel, o esperando que el blanco de los ojos adquiriese un tono amarillento como consecuencia de las flemas. Pero nunca ocurrió nada semejante.
Arden daba vueltas en la cama y se quejaba con una profunda voz gutural que me aterrorizaba. Me recordaba a mi madre al final de su vida, cuyos síntomas repasé mentalmente en la oscura y fría estancia. Arden había perdido peso, aunque no de forma exagerada; no sufría hemorragias nasales, ni se le habían hinchado las piernas, ni le supuraban, cosa que habría formado charcos en torno a sus pies. Sin embargo, tenía una tos espantosa, los escalofríos la estremecían, ponía los ojos en blanco.
Le apreté la gélida mano, deseando que se incorporase, despierta y más viva que nunca, que me dijese que no la rondase alrededor y que me espantase con un mal gesto. Pero nada. Únicamente otro estremecimiento en las piernas, otro gemido. Pronuncié las palabras que no le había dicho a mi madre, las que me quemaban la garganta aquel día de julio en que los camiones cruzaron la barricada, las que desde entonces se habían quedado ahí, junto a mi corazón, convertidas en una gran losa.
Mi memoria regresó a la época de mis cinco años, cuando bajaba la escalera sin hacer ruido: mi madre había dejado de esperar que la visitaran los médicos tras escuchar en las noticias que solamente atendían a los ricos. Aquel día abrió la puerta de su habitación y yo corrí a abrazarla, pero me tapó la boca con un plástico y me arrastró hasta la calle, gritando con voz ahogada, pidiendo a los camiones que parasen. Me aferré al buzón cuando ella regresó corriendo a la casa, sin besarme siquiera por miedo al contagio. Intenté aferrarme al poste de madera, pero me desprendieron de él y me introdujeron en la parte de atrás del camión; quedé indefensa entre los fuertes brazos de la mujer que me sujetaba.
—Por favor, no me dejes —pedí a Arden con los ojos cerrados, meciéndome con el sonido de mi propia voz. Le apreté la mano otra vez y la puse boca arriba—. Te necesito.
Como no se movió, hundí la cabeza en la almohada y di rienda suelta a las lágrimas. Tal vez no se recuperaría jamás y quizá nunca regresaríamos juntas a la carretera que conducía a Califia.
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Horas después me despertó una luz cegadora.
Había alguien en la puerta de la habitación, apuntándome a la cara con una linterna. La silueta se movió y la luz iluminó el suelo. Me froté los ojos, tratando de identificar a la minúscula figura que tenía delante: apenas me llegaba a la cadera, las greñas le caían sobre los hombros, y un amplio y vaporoso tutú le rodeaba la cintura.
Parpadeé en la oscuridad, pero el personajillo seguía allí, era real, en lugar de ser el fantasmagórico rastro de un sueño.
—¿Cómo te llamas? —pregunté a la niña, mientras mi vista se adaptaba a la oscuridad. Ella retrocedió—. Ven, acércate. —Hice un gesto con el brazo para animarla, pero antes de que pudiese añadir nada, se alejó corriendo por el pasillo en penumbra.
Me incorporé en la cama, totalmente despierta. No sabía cómo había entrado la pequeña en aquel campamento masculino, pero comprendí que tenía que seguirla. Fui corriendo al pasillo: ella se alejaba por el túnel, apenas visible entre las luces de las linternas.
—¡Espera! —grité—. ¡Vuelve!
Desapareció tras un brusco recodo.
Contemplé el pasillo vacío: el túnel discurría entre curvas y las recorrí, procurando no acercarme a los huecos negros de los lados, en los que dormían los chicos. La niña continuaba corriendo delante de mí, entre saltitos del tutú. En un momento dado, el túnel se dividió, y ella giró por un camino oscuro. Fui tras la pequeña, acelerando el paso.
—No voy a hacerte daño —susurré, apremiante—. ¡Detente, por favor!
Yo andaba con rapidez y facilidad, más ligera que nunca. Me sentaba bien estar de pie, moverme; a cada metro que recorría, mi mente se calmaba, y no oía más que el sonido de mi propia respiración. No tardé mucho en ver la difusa silueta delante de mí. Entonces me encontré ante una nueva curva del túnel, que desembocó en el exterior bajo un cielo plagado de estrellas.
La niña corrió entre los árboles, gritando como si se tratase de un divertido juego. Fui en pos de ella hasta que llegó a la otra ladera de la colina y se metió en un vasto terreno de elevados arbustos. Me incliné para tomar aliento, casi vencida por el esfuerzo. Cuando me incorporé, me di cuenta de que la niña había desaparecido. Me encontraba sola en la oscuridad y fuera del refugio.
No debía continuar; sería una locura vagar por el bosque, buscando a la pequeña por las colinas. Si lograba regresar al túnel, le contaría a Caleb que aquella criatura se había escapado y que estaba sola. Pero cuando di la vuelta, no vi más que sombras. Caminé hacia los árboles, mas el bosque era demasiado denso. Las hojas susurraban bajo mis pies y las ramas crujían sobre mi cabeza. Cuando llegué al sitio en el que creí que estaba la salida, no encontré la colina, sino una cuesta rocosa que bajaba hasta el lago.
Giré y corrí hacia el otro extremo del bosque, casi sin respiración, acordándome de cuando estaba junto al río, de la lluvia que me empapaba y de los soldados que me acosaban con las armas en la mano, y de cuando vi a Caleb de espaldas delante de mí, mi cara en el anuncio, las palabras que Arden había pronunciado: «Perteneces al rey». ¿Cómo podía haber sido tan estúpida y haber abandonado el refugio y salido en plena noche, mientras los soldados seguían buscándome? Me lo habían advertido.
Delante de mí se elevaba un muro rocoso de unos tres metros de altura. Eché a correr tan deprisa hacia allí, que estuve a punto de chocar contra él. Debía de hallarme en la parte de atrás de la montaña, pero la oscuridad no me permitía comprobarlo. Caminé pegada al muro con la esperanza de rodear el herboso montículo que ocultaba la entrada del refugio cuando oí un ruido detrás de mí. No tuve tiempo de volverme ni de correr. En un instante una manaza me sujetó el brazo.
—¿Qué diablos haces aquí? —preguntó Leif, sacudiéndome. La difusa luz de las estrellas apenas me permitía ver su crispado rostro. Intenté soltarme, pero me sujetó con más fuerza—. Te dije que no salieses del refugio.
—Ya lo sé —murmuré, atormentada por el dolor que sentía en la muñeca—. Lo siento. —No me atreví a añadir nada más. Ni siquiera me atrevía a respirar.
—¿Quién te dijo que podías salir? —me espetó. Su labio superior esbozaba una mueca de disgusto, dejando al descubierto un diente partido—. ¿Acaso ha sido Caleb?
—No, no. Salí detrás de una niña, que echó a correr y desapareció por aquí, pero no.
—¿Una niña? —Leif se rio, aunque la risa sonó más bien a burla—. En el campamento no hay niñas.
—Me estás haciendo daño —dije, pero él no soltó mi delicada muñeca.
Me arrastró hacia delante; sus enérgicos pasos resonaban en el camino.
—Has cometido una estupidez saliendo. Por algo estoy de guardia. Durante la noche somos más vulnerables… sobre todo teniéndoos a vosotras.
—Lo sé —afirmé, harta de que me sujetase. Mientras tiraba de mí hasta la ladera opuesta de la colina, sentí cómo se me paralizaba la circulación de la sangre en la mano debido a la presión que ejercía con los dedos.
Por fin me soltó. Palpó el lateral de un montículo cubierto de hierba, y se me revolvió el estómago al pensar en lo que podía hacerme. Pero retiró un trozo de madera, desvelando otra entrada al refugio.
—Esta noche he visto a los soldados —dijo con calma, para que me enterase bien de todas las palabras—. Hacía meses que no aparecían por aquí. Y, de pronto, ahí los tienes, recorriendo aquel saliente. —Señaló una montaña tras los árboles.
Esperó que yo dijese algo, tal vez que reaccionase y me disculpase; y aunque lo intenté, no logré articular palabra.
—Vamos, entra —gruñó—. No queremos que le pase nada a nuestra querida Eve, ¿verdad? —Sus ojos eran fríos trozos de mármol negro hundidos en las cuencas.
—No —respondí esquivando su mirada—. Claro que no. —Me metí en el túnel, encantada de librarme de él.
—Tu habitación es la tercera a la derecha —indicó. Enseguida la losa cubierta de musgo se cerró a mi espalda y me encerró de nuevo en el estrecho pasadizo.
Cuando llegué a la caverna, me alivió ver el resplandor del familiar rostro de Arden a la tenue luz de la linterna. Aun así me estremecí; temblaba y notaba el corazón a punto de reventar. Leif me había indicado dónde estaba mi habitación muy rápido. Demasiado rápido.