Continué mi marcha casi una hora. Me costaba mucho avanzar, deteniéndome cada vez que pasaba la guardiana coja y procurando no hacer ruido. Cuando por fin llegué a la orilla opuesta, me incorporé con dificultad sobre la fangosa hierba. Los calcetines que envolvían mis manos estaban empapados de sangre, y el camisón mojado y frío se me pegaba al cuerpo; me lo quité y me senté bajo el monstruoso edificio mientras lo escurría.
En aquella parte del recinto no había nada, excepto el largo puente de madera que cruzaba el jardín, preparado para la ceremonia del día siguiente. A diferencia del colegio, allí no se veían flores alrededor del edificio de ladrillo. Nos habían dicho que las graduadas estaban demasiado atareadas para salir de allí, que su agenda era todavía más estricta que la del colegio, y que el tiempo que no lo pasaban comiendo, durmiendo o en clase, lo dedicaban a perfeccionar sus estudios. Las alumnas de segundo curso solían quejarse, preocupadas por la falta de sol, pero una actividad tan intensa siempre me había parecido muy gratificante.
La crecida hierba me rodeaba el cuerpo, pero no bastaba para cubrirme, de modo que me puse de nuevo el húmedo camisón por la cabeza y eché a correr hasta un recodo del edificio. Descubrí que sí tenía ventanas, a metro y medio del suelo, salvo en la parte que daba al colegio.
Me embargó la esperanza, una sensación de ligereza que facilitaba mis movimientos. Entonces encontré un grifo oxidado en la pared, debajo del cual había un cubo; lo puse del revés y, utilizándolo como taburete, me subí para echar un vistazo. Ahí dentro estaba mi futuro, y cuando alcanzase el alféizar de la ventana quería que fuera lo que había imaginado, y no aquello de lo que huía Arden. Recé, pues, para ver a una serie de chicas acostadas en una habitación, en cuyas paredes hubieran colgadas pinturas al óleo de perros salvajes corriendo por el campo. Recé para que hubiese mesas de dibujo cubiertas de planos y montones de libros en las mesillas. Recé para que no me hubiera equivocado, para graduarme al día siguiente y para que el futuro soñado se abriese ante mí como un dondiego al sol.
Apoyé las manos en el alféizar para ver mejor y pegué la nariz a la ventana. En la habitación, en una cama estrecha, yacía una chica: una gasa ensangrentada le cubría el abdomen, tenía el pelo enmarañado y los brazos atados con correas de cuero.
Junto a ella había otra chica, cuyo abultadísimo vientre sobresalía casi un metro mientras que venas de color morado surcaban su piel, extraordinariamente fina. La muchacha abrió los ojos de color verde oscuro y me miró un instante; luego los cerró. Era Sophia, la alumna que había pronunciado el discurso de fin de curso hacía tres años y quería ser médica.
Me tapé la boca para reprimir un grito.
Había filas de catres donde reposaban otras jóvenes a las que, en su mayoría, se les notaba un vientre inmenso bajo las blancas sábanas. Varias de ellas tenían la cintura vendada, y a una chica se le detectaban cicatrices —hinchadas y rosáceas— que le serpenteaban en un costado. Al fondo de la sala, otra muchacha chillaba de dolor mientras pugnaba por soltarse las muñecas; abría la boca y gritaba algo que no logré oír desde el exterior.
En ese momento entraron las enfermeras por las puertas que se alineaban a lo largo de la sala, semejante a una fábrica. Tras ellas se presentó también la doctora Hertz, cuyo hirsuto pelo canoso resultaba inconfundible. Era la que nos recetaba las vitaminas que debíamos tomar diariamente y nos hacía los chequeos mensuales; la que nos subía a una mesa y nos pinchaba con fríos instrumentos, sin responder jamás a nuestras preguntas ni mirarnos a la cara.
La chica movió la cabeza de un lado a otro cuando la doctora se le acercó y le puso una mano sobre la frente. Como seguía gritando, varias pacientes dormidas se despertaron e intentaron soltarse de las correas, llorando y formando un patético coro apenas audible. De pronto, realizando un rápido movimiento, la doctora clavó una aguja en el brazo de la joven, que se quedó horriblemente quieta; luego se la mostró a las demás —una amenaza—, y los gritos cesaron.
Me resbalaron las manos del alféizar de la ventana y caí hacia atrás, arrastrando el cubo conmigo. Me acurruqué en el suelo, ardiéndome las entrañas. Ahora todo cobraba sentido: las inyecciones que nos ponía la doctora Hertz y que nos provocaban náuseas, irritabilidad y dolor; las palmaditas de la directora, acariciándome el cabello, mientras me tomaba las vitaminas; la mirada vacía de la profesora Agnes cuando me daba por hablar de mi futuro como muralista.
No habría profesión, ni ciudad, ni piso con cama de matrimonio y una ventana a la calle; no comeríamos en restaurantes con cubertería de plata y manteles impecables. Únicamente nos esperaba esa sala, el olor a podrido de las cuñas usadas, la piel estirada hasta romperse; solo habría criaturas arrancadas de mi vientre, robadas de mis brazos y trasladadas a algún lugar fuera de aquellos muros. Lloraría, sangraría, estaría sola y después me hundiría en un sopor sin sueños provocado por las drogas.
Me levanté haciendo un esfuerzo y me dirigí hacia el lago. La noche era más oscura, el aire más frío y el lago mucho más grande y profundo que antes. Pero no volví la vista. Debía alejarme de aquel edificio, de aquella sala, de aquellas chicas de mirada muerta.
Debía huir.
Cuando regresé al colegio, estaba empapada y me sangraban las manos, pues ni siquiera me había molestado en envolverlas con los calcetines para cruzar de nuevo el lago. Me urgía tanto poner distancia entre el edificio y yo que no me preocupaba si las espinas se me clavaban en la piel, insensible al dolor, sin apartar la vista de la ventana de mi habitación.
Al dirigirse la guardiana a la parte de atrás de la residencia, salí del agua; el camisón estaba empapado. Aunque había unas cuantas antorchas encendidas, en el jardín reinaba la oscuridad y oí a las lechuzas que, como eficaces animadoras, me apremiaban desde los árboles. Nunca había quebrantado una norma hasta esa noche: ocupaba mi sitio antes de que empezaran las clases y tenía los libros a punto; estudiaba dos horas adicionales por las noches, e incluso troceaba la comida con mucho cuidado, como nos habían enseñado, presionando el dorso del cuchillo con el índice. Pero en aquel momento solo me importaba una regla. «No traspasar el muro jamás», había advertido la profesora Agnes en el seminario sobre «Peligros a causa de chicos y hombres» al explicarnos la violación, fijando después en nosotras aquellos llorosos y enrojecidos ojos, hasta que repetimos con voces monocordes: «No traspasar el muro jamás».
Pero ninguna pandilla de hombres o manada de lobos hambrientos que hubiera al traspasar el muro sería peor que el destino que me esperaba. En el exterior había una esperanza, por muy peligroso y temible que fuese todo; al menos podría decidir qué comer o adónde ir, y el sol calentaría mi piel.
Tal vez tendría la posibilidad de escabullirme por la verja, como había hecho Arden. Esperaría hasta que fuese de día y llegase la última remesa de comida para la fiesta. Escapar desde una ventana sería más difícil: la de la biblioteca estaba junto al muro, pero se encontraba a quince metros del suelo, y necesitaría una cuerda, un plan, algún modo de descender.
Una vez dentro del colegio eché a correr hacia la estrecha escalera en penumbra, procurando no hacer ruido. Me sería imposible salvar a todas mis compañeras, pero tenía que ir a mi habitación y despertar a Pip; tal vez Ruby también podría acompañarnos. No había mucho tiempo para explicaciones, pero cogeríamos una bolsa y meteríamos en ella ropa, higos y los caramelos de envoltura dorada que tanto le gustaban a Pip. Nos marcharíamos esa misma noche para siempre. No habría vuelta atrás.
Subí a saltos hasta el primer piso y recorrí el pasillo, dejando atrás las habitaciones en las que las chicas dormían tan felices en sus camas. A través de una puerta vi a Violet, acurrucada y sonriente, ajena a lo que le esperaba al día siguiente. Estaba a punto de llegar a mi habitación cuando una luz fantasmal iluminó el pasillo.
—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz ronca.
Me volví despacio; la sangre se me había helado en las venas. La profesora Florence estaba al final del pasillo, con una lámpara de queroseno en la mano que proyectaba sombras negras, amenazantes, en la pared del fondo.
—Es… estaba… —vacilé. Los bajos del camisón chorreaban agua, formando un charco alrededor de mis pies.
La profesora se aproximó; su rostro, salpicado de manchas solares, expresaba enfado.
—Has cruzado el lago y has visto a las graduadas —afirmó.
Asentí, recordando a Sophia, tendida en la cama de hospital, a quien se le apreciaban los ojos hundidos y rodeados de amoratadas ojeras, así como las marcas en muñecas y tobillos provocadas por las correas de cuero. La presión crecía en mi interior, como una tetera a punto de hervir. Quería chillar, despertar a todas las que dormían, agarrar a aquella frágil mujer por los hombros y hundirle los dedos en los brazos hasta que entendiese el dolor, el pánico y la confusión que sufría en aquellos momentos. En definitiva, la traición.
Pero después de tantos años de sentarme en silencio, entrelazando las manos sobre el regazo, escuchando y hablando únicamente cuando me preguntaban, me redujeron a la obediencia aprendida. ¿Y si gritaba en aquel momento, en pleno silencio nocturno? No podría decir nada que convenciese a las demás. Jamás creerían que las prometedoras carreras eran mentira. Pensarían que me había vuelto loca: Eve, la chica que se desquició a causa del estrés de la graduación; Eve, la chiflada que decía disparates sobre graduadas embarazadas. ¡Graduadas embarazadas! Se reirían. Me enviarían a aquel edificio un día antes que a las otras y me obligarían a permanecer siempre en silencio.
—Lo siento —lamenté—. Yo… —Y las lágrimas me brotaron.
La profesora Florence me cogió una mano entre las suyas y deslizó un dedo sobre las grietas en las que se me acumulaba la sangre seca.
—No puedo permitir que abandones el recinto así. —Sus ásperos cabellos canosos me rascaron la barbilla mientras examinaba mi piel llena de pinchazos.
—Lo sé. Lo siento. Volveré a la cama y…
—No —repuso en voz baja. Alzó la vista: tenía los ojos vidriosos—. No debes quedarte sola en este estado. —Sacó un pañuelo del bolsillo de su bata y me vendó la mano—. Puedo ayudarte, pero es necesario que te limpies. Rápido. Si la directora se entera, nos encerrará a las dos. Recoge tus cosas y reúnete conmigo abajo.
Me dieron ganas de abrazarla, pero me empujó hacia la puerta de mi habitación. Cuando estaba a punto de entrar en el dormitorio, dispuesta a despertar a Pip y a Ruby, me llamó y me dijo en un susurro:
—Eve, te vas sola; no despiertes a nadie. —Protesté, pero se mantuvo firme—. No hay más remedio —dijo, muy seria, y se quedó en medio del pasillo, con la lámpara en la mano.
Anduve por la habitación en la oscuridad y guardé mis cosas sin hacer ruido en la única mochila que poseía. Pip estaba inmóvil en la cama. «Te vas sola», la orden resonaba en mis oídos. Pero me había pasado la vida haciendo lo que me mandaban, y al final me habían engañado. Despertaría a Pip y pediría a la profesora que nos ayudase a las dos. ¿Y si Pip no me creía? ¿Y si ella despertaba a las demás? ¿Y si la profesora Florence decía que no podía ayudarnos a ambas, porque dos nunca conseguiríamos salir sin que nos viesen? Entonces se habría acabado todo para ella y para mí. Y para siempre.
Pip se dio la vuelta y murmuró algo en sueños. Guardé los pantalones de chándal y la bolsita de seda con mis cosas favoritas: un pajarito de plástico que había encontrado hacía años escarbando la tierra; el envoltorio dorado del primer caramelo que la directora me había dado; una pulserita de plata renegrida que llevaba cuando había llegado al colegio a los cinco años, y por último la única carta que conservaba de mi madre, una hoja amarillenta y rota en los dobleces.
Cerré la cremallera de la mochila; me habría gustado disponer de más tiempo. Pip hundía el pálido rostro en la almohada y, al respirar, sus labios esbozaban un mohín. Una vez en la biblioteca leí en uno de los libros anteriores a la epidemia que el amor era dar testimonio, cuidar de otra persona o decirle algo tan simple como: «Tu vida vale la pena». Si era cierto, nunca había amado a nadie tanto como a Pip, ni nadie me había amado tanto como ella a mí: estuvo a mi lado cuando me torcí la muñeca haciendo el pino en el jardín; me consoló cuando perdí mi broche azul favorito, que había pertenecido a mi madre, y era la única que cantaba conmigo en la ducha canciones que habíamos descubierto en viejos discos de los archivos.
Let it be, let it be
!, canturreaba con voz siempre desafinada mientras churretes de espuma le resbalaban por el rostro.
Whisper words of wisdom, let it beeee.
Encaminándome hacia la puerta, la miré por última vez. Cuando me oyó llorar la primera noche que pasé en el colegio, se acostó en mi cama y me invitó a que enterrara la cara en su cuello; después, señalando el techo, me dijo que nuestras madres nos veían desde el cielo y que nos amaban desde allí.
—Volveré a buscarte —murmuré, casi ahogándome con las palabras—. Lo prometo —insistí.
Si no me marchaba en ese momento, no lo haría nunca, así que crucé el pasillo, bajé la escalera y me dirigí al consultorio médico, donde me esperaba la profesora con una bolsa llena de comida.
Arrancó las espinas de mis manos con unas pinzas de depilar y me las vendó, sin dejar de observar la venda a la que daba vueltas y más vueltas. Tardó un rato en hablar.
—Empecé a trabajar con especialistas en fertilidad —explicó—. El rey creía que la ciencia era la clave para repoblar la tierra rápida y eficazmente, sin los inconvenientes que comportan las familias, el matrimonio y el amor. Y creía también que si vosotras, las chicas, temíais a los hombres, preferiríais criar hijos sin ellos. Y cuando las primeras graduadas entraron en ese edificio, algunas de ellas lo hicieron así. Pero el proceso es a veces muy duro, y surgen complicaciones en los partos múltiples. En los últimos años ha empeorado el sistema, y me preocupa que se deteriore aún más.
Eché una ojeada al cajón donde la doctora Hertz guardaba nuestras inyecciones semanales, las que nos irritaban los pechos y nos provocaban calambres muy dolorosos. Sobre la mesa había frascos de cristal con vitaminas, distribuidas en pastilleros por días. Las tomábamos mañana, tarde y noche, como dulce veneno de colorines.