Eve (8 page)

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Authors: Anna Carey

Tags: #CF, Juvenil

BOOK: Eve
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«Vete —pensé, y rogué que la luz se apartase de mi pie—. No estás viendo nada». Cerré los ojos y oí otra voz a lo lejos, gritando algo. Parecía una pregunta.

—No —respondió el hombre tras unos instantes. La luz desapareció—.

Nada.

Oí pasos al otro lado del parabrisas, y poco después el bosque quedó en silencio. Nos quedamos allí, acurrucados debajo del asiento roto, hasta que dejó de llover.

—Tal vez haya comida aquí dentro —dijo Caleb al fin y, estirando las piernas, apartó el asiento—. Ayúdame a buscar.

Palpé en la oscuridad, procurando no acercarme al esqueleto del piloto. Al poco rato encontré una especie de cuerda y una caja metálica bastante grande.

—¿Esto? —pregunté entregando mis hallazgos a Caleb.

Él agitó la caja. Tras un ruido retumbante, se encendió una luz.

—Muy bien —respondió con una sonrisa—. Una linterna. ¿Ves? —La cogió por el asa y la enroscó; la luz se hizo más intensa.

Mientras vaciábamos el contenido de la caja en el suelo, rebuscando entre latas y bolsas de papel de aluminio, estudié su rostro. El río le había limpiado casi toda la suciedad de la piel, en ese momento lustrosa y suave; unas cuantas pecas moteaban el caballete de su nariz. Me resultaba imposible apartar la vista de sus fuertes y angulosos rasgos, ni de los huesos que se le adivinaban bajo la piel. Sabía que debía temerlo, y sin embargo, sentía fascinación. ¿Cuál era la palabra que la profesora había utilizado para describir a su marido, aquella de la que Pip y yo nos reíamos en el colegio? Caleb, a pesar de llevar las uñas negras y el pelo enredado, era casi… ¡guapo!

Me dio una bolsita de papel de aluminio.

—¿Y ahora por qué sonríes? —preguntó con curiosidad.

—Por nada —me apresuré a responder. Acerqué la bolsa a los labios y sorbí el agua caliente.

—¿Es esa la cara que pones cuando te persiguen soldados armados? —Se restregó la piel para secarse la lluvia de los brazos, los hombros y el pecho—. ¿Acaso te parece divertido?

—Olvídalo.

Abrió entonces una lata de papilla marrón.

—¿O acaso… —continuó diciendo mientras lamía la tapa—, me sonríes a mí?

—Ni de broma. —Observé cómo se acercaba la lata a la boca y vaciaba el contenido con la lengua. Hacía ruido al masticar con los labios abiertos, de modo que cualquier atisbo de atractivo desapareció de repente. Desvié la vista.

—¡Qué asco! —murmuré.

—¿No te parece apetitoso? Pues entonces tienes guisantes deshidratados. —Me arrojó otra bolsa. Comí los guisantes secos en silencio, pero no dejaba de mirarme—. ¿Esa chica y tú… —Ladeó la cabeza—. ¿Sois amigas o no?

Me metí otro guisante en la boca, pero no lo tragué hasta que logré ablandarlo. Recordaba perfectamente el momento en que había decidido que Arden era tan distinta a mí, que nunca seríamos amigas: participábamos en una carrera en el jardín. Cursábamos sexto en el colegio, y como a Pip le había venido la regla esa mañana, se sentía muy agobiada con las compresas que la doctora Hertz le había dado, pero Ruby y yo la convencimos para que corriese con nosotras, aunque no quería. Cuando llegó junto al lago y esperaba su turno, Arden le bajó los pantalones cortos.

Anteriormente, le había concedido a Arden muchísimas oportunidades: cuando peleó con Maxine en el cuarto de baño y le partió el labio, juré que se trataba de un accidente; la defendí ante las otras chicas cuando se enfrentó a la profesora Florence y le dijo que no era su madre, que ya tenía una fuera del colegio y estaba viva y que, por lo tanto, no le hacía falta otra mentora; incluso le había llevado frutas del bosque a la celda de castigo. Pero lo que le había hecho a Pip pasaba de castaño oscuro. «Seguro que estás muy orgullosa de ti misma —le grité, mientras Pip corría a los dormitorios con los ojos hinchados y enrojecidos—. Durante un segundo has conseguido que alguien sea más patético que tú.» Después de ese día, hice todo lo posible por demostrar lo poco que me importaba y la lástima que me daba. En realidad casi nadie le hablaba, ni siquiera para escuchar cuentos sobre su mansión o sobre sus padres que trabajaban en la ciudad.

Tragué saliva; la insípida comida por fin se había ablandado y podía digerirla.

—No… no se puede decir que seamos amigas.

Caleb se sentó, apoyándose en la parte trasera del asiento del conductor, y se rascó la nuca.

—Por eso ha huido nadando. Le importa un.

—Sí —lo interrumpí—. Ella solo se ocupa de sí misma. Siempre ha sido así.

Me observó un instante, sorprendido, y puso las latas vacías en la caja. Después asomó la cabeza por la ventanilla rota y, echando un vistazo, opinó:

—Creo que deberíamos pasar aquí la noche. Es posible que vuelva a llover, y los soldados no regresarán hasta que se haga de día. Tal vez mañana aparezca Arden.

—No aparecerá —murmuré. Ya me había costado mucho que me aceptase, y ahora que sabía que me buscaban, seguramente huiría hacia el bosque, alejándose de mí todo lo que pudiese.

Sacamos las finas mantas de emergencia de la caja y las extendimos en extremos opuestos de la húmeda cabina.

—Solo faltan unas horas para que amanezca —dijo Caleb—. No tengas miedo.

—No lo tengo —aseguré.

La luz de la linterna se atenuó y, finalmente, se apagó.

—Estupendo —añadió Caleb. Pero cuando se durmió, pensé en la Ciudad de Arena y en el hombre que me esperaba allí. El rey siempre había sido una figura reconfortante para nosotras, un símbolo de fortaleza y protección. Pero, de pronto, su retrato del colegio, en el que destacaban sus fláccidas mejillas y los relucientes ojos que parecían perseguirme, se me antojaba amenazante. ¿Por qué me había elegido para procrear si me llevaba más de treinta años? ¿Por qué yo entre todas las chicas del colegio? Las profesoras decían que el rey era la excepción, el único hombre en el que se podía confiar. Otra mentira más.

Sabía que seguiría buscándome. Él no cedería, pues lo empujaba su insobornable compromiso con la Nueva América. La directora Burns cruzaba las manos sobre el pecho cuando nos explicaba la labor del monarca, que había salvado al pueblo de la incertidumbre después de la epidemia. El rey afirmaba que no había tiempo para discutir, que teníamos que continuar sin mirar atrás, sin parar, siempre adelante. «Es una oportunidad —repetía la directora, con los ojos anegados en patrióticas lágrimas—. Solo tenemos una oportunidad de reconstrucción.»

Mi ropa estaba mojada. Exprimí el dobladillo de la blusa y los pantalones lenta y cuidadosamente, y el agua goteó en el suelo. Cuando era pequeña, Ruby me persiguió una vez por los pasillos, haciéndose pasar por un monstruo de afiladas garras y terribles colmillos. Empeñada en huir a toda costa, serpenteé entre cubos de basura, y abrí y cerré puertas sin cesar de gritar. Le rogué que lo dejase, chillando aterrorizada, pero a Ruby le hacía muchísima gracia. Cuando me alcanzó, me quedé sin respiración. El juego había sido demasiado real. Jamás olvidé el terror que sentí al ser capturada.

Me arrebujé en la fina manta y cerré los ojos, añorando la comodidad de mi antigua cama, cuyas blanquísimas sábanas me invitaban a dormir. Eché de menos el olor familiar de la carne de venado a la hora de la cena, o los antepechos de las ventanas de la biblioteca, donde Pip, Ruby y yo nos sentábamos a escuchar la cinta prohibida de Madonna oculta tras el volumen
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; y sentí el contacto del viejo radiocasete a pilas en la mano y el de la espuma de los auriculares en las orejas mientras intentaba recordar la canción que hablaba de un hombre en una isla. Estaba pensando en los movimientos de Pip, absorta en una especie de baile secreto, cuando oí un ruido fuera.

Me acurruqué en el rincón. Caleb seguía durmiendo; el rostro se le había distendido a causa del agotamiento. Oí de nuevo el ruido: el chasquido de tres ramas.

—Caleb —le susurré.

Pero no se despertó.

Cerré los ojos mientras el ruido se oía más próximo, me cubrí la cara con la manta y me puse tensa, muerta de miedo. Un roce. Ramitas rotas. El inconfundible chapoteo de pies en el fango. Me aparté la manta de la cara y me quedé de piedra. No podía moverme. Había alguien fuera del helicóptero, a escasos metros de mí, una silueta que la luna perfilaba.

Y me estaba mirando.

Diez

La manta resbaló por mi cara, y no me atreví a recogerla ni a moverme por miedo a ser vista. En el otro extremo de la cabina, Caleb se dio la vuelta, y la gigantesca cáscara metálica se balanceó. La silueta dio un paso y apoyó la mano en la puerta rota. Cerré los ojos, temiendo lo que se avecinaba: una fría pistola desenfundada, unas esposas que me atenazarían las muñecas.

—Eve —susurró por fin una voz familiar.

Miré por la destrozada ventanilla: Arden llevaba la ropa empapada y los cabellos se le pegaban a la cabeza. Bajo la tenue luz, le distinguí el rostro, crispado por la preocupación.

—¿Estás ahí? ¿Te encuentras bien?

—Sí, soy yo. —Me puse en lugar visible a la luz de la luna—. Estoy bien.

Subió de un salto al helicóptero, hundiendo las botas en la hojarasca. Me dio una ojeada y enseguida reparó en el dormido Caleb, como si una pregunta que tenía en mente hubiese recibido al fin respuesta. Por último se instaló en un asiento.

—Has vuelto. —Manipulé la linterna de plástico, sin apartar la vista de Arden, que temblaba de frío y chorreaba como si acabase de salir del río. Le di mi manta.

Ella se abalanzó sobre la caja y abrió un paquete de comida seca.

—En fin. —Se encogió de hombros—. Me muero de hambre. —Mordisqueó una zanahoria deshidratada, sin hacerme mucho caso.

—¿De verdad estabas preocupada por mí? —le pregunté inclinándome hacia ella.

Dejó de comer y giró la cabeza para observar a Caleb.

—No —se apresuró a decir—. Pero no sabía si te hallarías a salvo con él.

Quise decirle que le importaba mi seguridad, y que por lo tanto la respuesta correcta era sí, ¡claro que estaba preocupada por mí!, pero me contuve. Al ver su ropa empapada, me planteé si no la habría juzgado mal. Tal vez era algo más que la chica que llevaba años insistiendo en que prefería comer sola a perder el tiempo con las demás.

Tiró las bolsas de papel de aluminio vacías y soltó un breve eructo.

—¿Quieres la manta? —preguntó ofreciéndomela, y momentáneamente quedó colgando a modo de cortina entre ambas. Negué con la cabeza y le dije:

—Quédatela.

La luz de la linterna se atenuó porque quedaba poca batería; antes de que se apagase del todo y me venciese el sueño, lo último que vi fue la pálida cara de mi compañera.

<>

La mañana siguiente Caleb se adelantó y fue apartando la hierba con un palo para abrirnos paso. Esperamos a que su caballo regresase a la orilla, pero cuando salió el sol tuvimos que partir.

—Nos llevará todo el día llegar hasta el campamento —informó—. Con un poco de suerte estaremos ahí antes de la noche.

Caminamos por una calle cubierta de musgo. El sol había salido componiendo un amanecer rosáceo-amarillento, pero en ese momento el cielo se había vuelto blanquecino.

—No podemos quedarnos mucho tiempo en el campamento —dije dignándome a conversar con Arden—. Nos servirá para abastecernos, pero debemos seguir camino a Califia.

Seguía obsesionándome el encuentro con los soldados del rey. Aunque era muy temprano y no había ni rastro del todoterreno, miraba con frecuencia hacia atrás y me estremecía al oír los chirriantes trinos de los pájaros en las copas de los árboles.

Arden dio un manotazo a una molesta mosca.

—No hace falta que me lo digas —murmuró, y rompió a toser y a expectorar—. ¿Este camino no tiene partes más fáciles? —preguntó al tiempo que apartaba una rama espinosa de su cara.

—No tardaremos en encontrar un pueblo. —Caleb se agachó bajo una rama—. Cuidado. —Y miró el cielo, cosa que hacía continuamente.

Antes de ponernos en marcha, Arden y yo hubimos de aguardar, mientras él jugueteaba con unos palitos en la tierra y observaba durante varios minutos las sombras que proyectaban. A continuación decidió el lugar por dónde teníamos que ir, como si se hubiese estado comunicando con la tierra en un idioma extraño que nosotras ignorábamos.

—Parece que consultes un reloj. —Y señalé el sol.

—Claro, es mi reloj, mi brújula y mi calendario. —Se llevó el dedo a la barbilla en un gesto de sorpresa fingida—. Por lo visto hay cosas que no sabes.

Me di la vuelta para observar a Arden, que se limpiaba la suciedad de las uñas, sin enterarse de nada. Me daba cuenta de que Caleb era lo mejor para nuestra seguridad: se había quedado conmigo en el río y me había escondido en el helicóptero, aunque no acababa de entender por qué. No comprendía sus motivaciones ni creía que pudiésemos confiar ciegamente en él. Tampoco me gustaba su forma de burlarse de mí, ni su insistencia la noche anterior al formular preguntas que no me apetecía responder.

—Escucha, Caleb —comenté llamándolo por su nombre—. Agradecemos tu ayuda, pero no te hemos pedido nada.

—Sí, ya me lo has dicho antes: hace una hora… esta mañana… y cuando aceptaste ir al campamento —repuso él—. Os quedaréis una noche, os aprovisionaréis de nuestra comida, y luego yo os acompañaré hasta la ruta ochenta para que continuéis hacia Califia. Lo he entendido perfectamente.

Nos condujo hasta otra carretera que desembocaba en una fila de casas ruinosas. La riada las había inundado, dejando una marca marrón en la ripia de los tejados a treinta centímetros por encima de las puertas. Sobre una fachada de ladrillos había un mensaje escrito con espray: «ME MUERO. ¡SOCORRO!».

—¿Tenéis hambre? —preguntó Caleb.

Sin darnos tiempo a responder, subió unos peldaños rotos y entró en la casa.

—Supongo que es hora de comer… —murmuró Arden, y lo siguió.

El suelo de madera del interior estaba combado y partido, y en las paredes crecía un moho negruzco. Me tapé la nariz con la camiseta para protegerme del olor. En un rincón de la estancia había un gigantesco armazón de no se sabía qué, cuyo desvencijado panel delantero tenía forma de estrella.

—¿Qué es eso? —quise saber, señalándolo.

Caleb recorrió la sala, pisoteando libros empapados y montoncitos de porquería podrida, y Arden y yo lo seguimos con cierta prevención.

—Un televisor —respondió cuando llegamos a la puerta de la cocina.

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