Sonrió, como si recordase alguna cosa divertida, y comentó:
—Aprendí yo sola. A ti nunca se te hubiese ocurrido, ¿verdad, doña Fosforita?
No le hice caso.
—¿No temías que te descubriesen? —Un conejo gris correteó por la carretera.
—Las guardianas no suelen estar en el jardín después de medianoche, a menos que tengan una guardia especial. La mayoría de las noches son muy tranquilas en el colegio. —Se encaminó hacia el conejo, con el cuchillo en ristre. El animalillo permaneció inmóvil, mientras ella se le acercaba.
No conseguía apartar de mi cabeza el día en que la vi nadando. Nunca se lo había visto hacer a nadie. ¿Se había metido en el agua sin más, moviendo los brazos? ¿Se apoyó en algo, como una rama o una cuerda?
—¿Y no te daba miedo ahogarte?
Al oír mi voz, el conejo desapareció entre la maleza de un jardín abandonado.
—Muy bonito, Eve —bufó, y se colgó el cuchillo del cinturón—. Me encantaría que charlásemos de lo divino y de lo humano, créeme, pero tengo que cazar la cena—. Se metió entre las casas, sin molestarse en volver la vista.
—¡Me buscaré la cena! —grité tras ella—. ¿Quedamos en la casita?
No respondió. Seguí caminando; me alejé de las casas y me dirigí a una zona de tiendas en ruinas. La hierba cubría un restaurante; entre las enredaderas y el musgo se distinguía una gigantesca EME amarilla. Al fondo de la manzana había un enorme edificio, cuya fachada aguantaba, pero el letrero había perdido las letras. Decía: WAL MA T. Alguien había escrito con un espray sobre las ventanas rotas de la parte delantera las palabras:
«ZONA DE CUARENTENA. SI ENTRA, ATÉNGASE A LAS CONSECUENCIAS».
Cuando el camión cruzó las barricadas para evacuar a los niños sanos que quedaban, mi madre les pidió que me llevasen. Corrí hacia el buzón y me aferré al poste de madera, empeñada en quedarme. Fue inútil. Mi madre salió a la puerta, sangrando por la nariz, cuando me metieron en la parte de atrás del camión. Tenía los ojos hundidos, del color de las ciruelas podridas, y el esternón le sobresalía del pecho como una soga. Permaneció en la puerta, despidiéndose con la mano, y me lanzó un beso.
Al recorrer el pueblo abandonado, intenté no mirar las enormes cruces de madera del aparcamiento ni los montones de huesos que había debajo, cubiertos de musgo. Pero por todas partes surgían signos de muerte. En la acera de enfrente había una tienda abandonada, la Inmobiliaria del norte de California; las ventanas estaban tapiadas. Los ataúdes se apilaban en un local llamado Manicura Suzy. Acababa de ver la equis roja pintada en el lateral de un contenedor cuando algo se movió delante de mí: un osezno salió al camino, con paso tranquilo, y me miró. Enseguida volvió a dedicar toda su atención a una oxidada lata de comida que pretendía abrir con las garras.
Pensé de inmediato en
Winnie the Pooh
, el libro que la profesora Florence nos leía cuando éramos niñas sobre un osito y su buen amigo Christopher Robin. Nos advirtió que los osos no solían ser tan simpáticos, pero aquel osezno era demasiado pequeño para resultar peligroso. Me pregunté si el animalito estaría comiendo azúcar, o si ese detalle era una curiosa anécdota del cuento.
Extendí la mano, procurando no asustarlo. El oso husmeó mi brazo con el húmedo hocico, y cuando le acaricié la suave piel castaña, me produjo una agradable sensación al arañarme ligeramente la mía.
—Sí, eres igual que Winnie —afirmé. Desvió la cabeza hacia el camino y olisqueó otras latas. No sabía si Arden me permitiría llevarlo a la casa. Tal vez podríamos quedarnos con él un tiempo; yo nunca había tenido una mascota.
Extendí la mano otra vez, pero la retiré inmediatamente cuando oí un gruñido ensordecedor: una osa enorme se alzaba sobre los cuartos traseros junto a la carretera; me pareció una auténtica torre.
El osezno se le acercó, y la osa abrió la boca, enseñando los colmillos. Me enderecé; se me habían puesto los pelos de punta y me temblaban las manos. La madre echó a correr hacia mí, con la cabeza baja, y levanté los delgados brazos en un gesto patético. Me preparaba para el ataque cuando algo la golpeó en las fauces.
Una piedra. Mientras el animal gruñía, otra piedra le golpeó la cabeza; cayó hacia atrás, y su inmenso trasero chocó contra la carretera.
Al darme la vuelta, vi a un chico cubierto de porquería, cuyo musculoso pecho estaba salpicado de barro, y de piel muy morena —de un castaño rojizo—, que montaba un caballo negro y llevaba un tirachinas en la mano.
—Será mejor que montes —sugirió guardándose el tirachinas en el bolsillo trasero del pantalón—. Esto no ha terminado.
Miré de nuevo a la osa, que sacudía la cabeza, momentáneamente aturdida. No sabía qué era peor: morir entre las garras de un animal feroz o huir con un salvaje neanderthal a caballo. Él me tendió la mano: tenía las uñas negras de mugre.
—¡Vámonos! —urgió.
Le di la mano, y tiró de mí. Me senté detrás de él, en la grupa del caballo. El chico olía a sudor y a humo.
Con un ¡arre!, emprendimos la marcha por la carretera cubierta de musgo. Rodeé con un brazo el musculoso pecho del muchacho y me volví para mirar una vez más a la osa. Se había levantado y corría detrás de nosotros, pero su gigantesco cuerpo castaño se estremecía debido al esfuerzo.
Mi salvador aferró las agrietadas riendas de cuero, desviando al caballo de la carretera principal para conducirlo entre la densa arboleda del bosque. La osa se acercó tanto que le mordió la cola al caballo.
—¡Más rápido! ¡Tienes que ir más rápido! —grité.
El caballo aceleró, pero la osa nos seguía demasiado cerca, sin mostrar la menor señal de cansancio. Mis piernas, empapadas de sudor, resbalaban. Me agarré al chico, clavándole las uñas en la piel. Él se inclinó hacia delante, y el viento rugió sobre nosotros. La osa volvió a abrir su feroz mandíbula.
Mirando por encima del hombro del chico, vi frente a nosotros una quebrada, de casi metro y medio de ancho, que parecía un antiguo canal de aguas residuales; debía de tener unos cinco metros de profundidad.
—¡Cuidado! —exclamé, pero él continuó, más rápido que antes.
—¿Por qué no me dejas que maneje yo el caballo? —gritó girando la cabeza hacia mí. Detrás de nosotros la osa corría con todas sus fuerzas, sin apartar los ojos de las ancas del caballo.
—¡Nooo! —susurré cuando me percaté de que nos precipitábamos hacia la quebrada. Si no lo conseguíamos, el animal nos devoraría vivos y estaríamos atrapados en el fondo del canal, sin posibilidad de escondernos—. No, por favor.
Pero el caballo, estirando las patas delanteras, ya estaba a punto de salir disparado hacia el otro lado del precipicio.
El estómago me dio un vuelco. Durante un momento me sentí volar, y luego se produjo el duro impacto de los cascos contra el suelo. Contemplé el campo de caléndulas que nos rodeaba. Habíamos saltado.
Volví la cabeza por última vez, temiendo que la osa se abalanzase sobre nosotros, pero resbaló al borde del precipicio. Lo último que oí fue un rugido furioso mientras se precipitaba por el escarpado precipicio y aterrizaba, con un golpe sordo, en el fangoso fondo de la quebrada.
Pasamos mucho tiempo sin hablar. Cuando por fin dejamos atrás el peligro, retrocedí en la grupa del caballo, apartándome todo lo posible del chico. Pertenecía a una especie extraña, medio salvaje. No era un tipo sofisticado como los que poblaban las páginas de
El gran Gatsby
. Pero tampoco se parecía a los hombres violentos que había visto en mi primer día de libertad. Al menos me había salvado la vida, aunque confiaba en que no fuese por motivos inconfesables.
Llevaba unos pantalones manchados y rotos en las rodillas, y los cabellos, enroscados en rastas, le llegaban hasta los hombros. A diferencia de los bandidos, no usaba pistola, lo cual no me consolaba gran cosa, pues era tan corpulento y musculoso como ellos. Yo no sabía qué perversos pensamientos albergaba hacia mí, una chica a la que había encontrado sola en el bosque, así que empecé por despegarme la camiseta de los pechos.
—No sé qué piensas hacer, pero no podrás —dije poniéndome muy tiesa para parecer más alta. Por el rabillo del ojo vi tres conejos muertos colgados del cuello del caballo; tenían las patas atadas con cáñamo.
Él giró la cabeza para mirarme y sonrió. A pesar de su deficiente higiene, tenía unos dientes rectos y blancos.
—¿Y qué es lo que pienso hacer? La verdad es que me encantaría saberlo.
Cabalgábamos al trote por una autopista, cuyos quitamiedos metálicos apenas se veían bajo la maleza. A lo lejos había un puente medio derruido.
—Seguro que quieres tener relaciones sexuales conmigo —respondí con toda naturalidad.
El chico se rio, soltando una carcajada grave y rotunda, mientras daba palmaditas al cuello del caballo.
—¿Quiero tener relaciones sexuales contigo? —repitió, como si no hubiese oído bien.
—Pues sí —afirmé en voz alta—. Y para que lo sepas, no lo permitiré. Ni aunque. —Busqué la metáfora adecuada.
—¿… fuese el último hombre sobre la faz de la Tierra? —Contempló el vasto paisaje despoblado y esbozó una sonrisa malévola. Sus ojos eran de color verde uva.
—Eso mismo —asentí. Me consoló que como mínimo hablase y supiese utilizar bien las palabras. No tendría tantos problemas para comunicarme como había imaginado.
—Me alegro —repuso—. Porque no tengo la menor intención de acostarme contigo. No eres mi tipo.
Me reí, hasta que me di cuenta de que el chico no bromeaba. Mantenía la vista fija al frente mientras guiaba al caballo fuera de la autopista y lo conducía hacia una calle cubierta de musgo, azuzándolo para que no tropezase en los hoyos de la calzada.
—¿A qué te refieres con eso de que no soy tu tipo? —quise saber.
La epidemia había matado a muchas más mujeres que hombres. Yo era una de las pocas féminas que quedaban en la Nueva América, una chica educada y presentable, y por lo tanto siempre supuse que sería el tipo de cualquier hombre.
El chico me echó un vistazo y se encogió de hombros.
—¡Psss! —murmuró.
Cómo que psss. Una chica tan inteligente y trabajadora como yo. Me habían dicho que era guapa. ¡Era Eve, la más lista del colegio! ¿Y no se le ocurría decir más que «psss»?
Le observé un ligero movimiento de hombros, y al esforzarme en mirarle a la cara, me di cuenta, por primera vez, de que me estaba tomando el pelo: bromeaba.
—Te crees muy gracioso, ¿verdad? —le espeté desviando la cabeza para que no viese lo colorada que me había puesto.
Tiró de las riendas y guio al caballo por el puente en dirección al sol poniente. Como ya era el atardecer, el cielo adquirió el tono azulón de los hematomas; había nubes grises y a lo lejos se oía el estruendo de una tormenta.
—Será mejor que me lleves adonde me encontraste. Mi… gigantesco amigo me está esperando. Es terrorífico y… muy sanguinario —añadí repitiendo el término que había oído decir a los bandidos.
El chico respondió en tono burlón:
—Te estoy llevando allí.
—Bueno sí, ya lo sé —afirmé mirando alrededor. No tenía claro dónde estábamos. Aún no habíamos llegado al WAL MA T, y la carretera no se veía por ningún lado. A la izquierda se erguían dos postes amarillentos que señalaban un antiguo campo de fútbol en el que crecían los tronchos de maíz.
—¿Hay algo que no sepas? —me preguntó volviéndose y esbozando otra sonrisa. Desvié la mirada y fingí que no le veía el hoyuelo de la mejilla derecha ni el brillo de los ojos, como si estuviese iluminado por dentro. La profesora Agnes lo denominaba «la ilusión de la intimidad». ¿Sería aquello?
Permanecimos en silencio un rato, escuchando la tormenta distante, hasta que llegamos al pueblo donde había visto a Arden por última vez. Reconocí un maltrecho columpio hecho con un neumático, que tenía la goma agrietada. Una gata salvaje, de abultado vientre, vagaba por la calle.
El chico se quedó mirando un jardín cubierto de maleza y señaló una figura diminuta, oculta tras el follaje.
—¿Es ese tu «gigantesco amigo»?
Arden salió poco a poco de su escondite. Tenía las rodilleras del pantalón mojadas y manchadas de barro, como si hubiese estado gateando por el suelo.
Me bajé del caballo, esperando que ella me interrogase, pero estaba demasiado absorta observando al chico para reparar en mi presencia. Nos quedamos los tres callados un instante; solamente se oía el sonoro resuello del caballo. Arden acarició el cuchillo con la mano.
El chico hizo un gesto negativo con la cabeza, y dijo:
—¿También tú eres paranoica? A ver si acierto: acabáis de abandonar el colegio, ¿verdad? —Desmontó con gran agilidad. El cielo retumbó, y el muchacho acarició el cuello del caballo para tranquilizarlo—. Chisss,
Lila
—susurró.
—¿Y tú qué sabes del colegio? —preguntó Arden.
—Más de lo que tú crees. Me llamo Caleb —respondió tendiendo la mano para saludarla; ella se quedó inmóvil, observando la mugre acumulada bajo las uñas y entre los nudillos del chico. Luego relajó los hombros poco a poco y apartó la mano del cuchillo. Mi mirada iba de uno a otro sin parar.
La había impresionado.
—Arden… —susurré esperando que no tocase al chico. Ella reparó en un tatuaje que él tenía en el hombro: un círculo con el emblema de la Nueva América—. Arden, vamos a hacer la cena. —Me daba cuenta de que aquella repentina presencia masculina era tan sorprendente para ella como para mí, pero no podíamos continuar allí, a escasos centímetros de él. En peligro. Empecé a caminar y le hice señas para que me siguiese, pero no se movió.
—No he cazado nada —dijo, y se apartó de Caleb. Dio una ojeada a los tres conejos que colgaban del cuello del caballo. A continuación abrió la bolsa que llevaba colgada de la cintura y enseñó el interior: estaba vacío.
Las nubes tormentosas se acercaban. Un trueno estremeció el aire. Di una patada a una piedra del camino: ojalá hubiese cogido una de las latas con las que jugueteaba el osezno. Teníamos en perspectiva otra noche helada y lluviosa, sin nada que comer.
Caleb montó de nuevo y dijo:
—En mi campamento hay mucha comida si os apetece venir.
Me reí de semejante invitación, pero mi compañera clavó la vista en mí, y luego en Caleb y en los conejos.
—No… —murmuré entre dientes. La cogí por el brazo, para apartarla del caballo, pero ella tenía los pies clavados en el suelo.