—¡Hemos de recorrer el castillo lo más deprisa que podamos! —le dijo ella—. Cubrir cuanto terreno podamos. ¡Y tener un poquito de suerte!
Yo le hice un silencioso ruego al castillo.
¿Los has oído? Te necesitamos de nuestro lado, así que por una vez procura echar una mano.
—¡Ya sé! —dijo Silvestre—. ¡Podemos usar los patines! Edgar va volando, y nosotros iremos zumbando por los pasillos.
—¡Genial! —asintió Solsticio, y corrieron a sus habitaciones.
El plan de Silvestre era brillante, pero por desgracia ninguno de los dos encontró los patines en su sitio y al final no les quedó más remedio que ponerse en marcha a patita.
Atardecía ya y el sol empezaba a ponerse tras las Montañas Occidentales. Nos apresuramos hacia el Ala Sur sin que nadie nos viera (nadie humano, al menos).
Armados con la linterna, pusimos los pies —yo, las garras— allí donde solo los valientes se atreverían a aventurarse. Incluso Silvestre logró aguantar un cuarto de hora sin que le castañetearan los dientes. Pero muy pronto nos dimos cuenta de que la nuestra era una misión imposible. El castillo es enorme, y nosotros solo éramos un pájaro y dos niños sin patines.
Nos dimos por vencidos.
Maldije a los bloques de piedra por su nula colaboración, y nos volvimos en silencio hacia la parte habitable del castillo.
Al doblar una esquina, sin embargo, cerca del ala de invitados, nos llevamos una sorpresa. Porque, ¿a quién vimos allí sino al capitán Espectrini?
Nos daba la espalda y durante un minuto largo no detectó nuestra presencia. Los tres —yo, encaramado sobre el casco de una armadura— lo observamos fascinados.
Primero levantó la alfombra que discurría por el pasillo y se entretuvo un rato examinando las tablas del entarimado; luego la dejó en su sitio. Descolgó distraídamente algunos cuadros de las paredes; los colocó de nuevo en sus ganchos. Metió la nariz detrás de alguna que otra colgadura y después dio unos golpecitos con los nudillos en los paneles de madera.
Fue en ese momento cuando se volvió.
Dio un respingo al vernos allí a los tres —un cuervo, una chica delgadita y un niño regordete— mirándolo fijamente.
—¡Ah, niños! —acertó a decir—. ¿Todo bien? ¿Cuánto tiempo lleváis ahí plantados?
—¿Qué está haciendo? —preguntó Solsticio.
—Cazando fantasmas, claro —replicó él, con demasiada calma para mi gusto—. ¿Qué te creías, si no?
—¿Cazando fantasmas?
—Lo has captado, niña —dijo Espectrini, exhibiendo su dentadura.
—¿Detrás de los cuadros? —insistió Solsticio.
A Espectrini aquello ya no le gustó.
—¿Quién es el experto aquí? ¿Tú o yo?
—¿Eh, niños? —Y dicho esto, se dio media vuelta y se alejó mosqueado—. Nos vemos en la cena —dijo por encima del hombro.
Y en efecto, vimos al gran Espectrini en la cena, aunque el ambiente resultó muy pero que muy tirante. El capitán se puso a contarle sus andanzas a Mentolina, hablándole de todos los espectros que se le habían escapado por los pelos a lo largo del día. Pantalín masculló por su parte que Espectrini no había visto un espectro en su vida. O lo veía solo después de echarse al coleto una botella de whisky de doce años.
Ante ese comentario, el capitán empezó a mofarse del tamaño descomunal y la dudosa eficacia del Artilugio Detector de Fantasmas de Pantalín, lo cual hizo que la atmósfera se volviera más gélida aún. Mentolina no hizo nada para romper el hielo, porque aún seguía enfurruñada pensando que no tenía a quien venderle los muñecos Edgar. Al parecer, se había jurado no volver a hacer jamás nada práctico y ceñirse solo a las manías inútiles e improductivas a las que se aficionaban cada temporada.
Solsticio y Silvestre miraban con odio la sopa y los panecillos de pan integral que les obligaban a comer, y en resumen nadie veía el momento de que se acabase la cena.
A la hora de acostarse, me posé al lado de Solsticio mientras ella se entregaba a sus reflexiones.
Estaba en la cama, bajo unas sábanas de seda negra decoradas con un bordado de cabezas reducidas, leyendo un libro sobre espectros, apariciones, monstruos y otras patrañas.
—¿Sabes, Edgar?, hay algo que no encaja en ese hombre.
No hacía falta que me dijera a quién se refería. Por fin empezaban los humanos a darme la razón.
—Sí —dijo, pensativa—. Está claro que algo no encaja. ¿Por qué va uno a buscar fantasmas detrás de los cuadros? ¿O debajo de la alfombra? No encuentro nada en mi libro sobre alfombras sobrenaturales…
—Raark —dije, totalmente de acuerdo. Había algo muy raro allí, pero no conseguía desentrañar qué era.
—Este libro es bastante nuevo, además, y habla de todos los grandes Cazafantasmas: Alfonso
el Osado
, que localizó y acabó con un millar de «ya sabes qué»; Enrique el
Velludo
, cuyos bigotes se ponían a vibrar cuando había cerca un duende; Lady Samantha Sloop, cazafantasmas de la realeza. Aquí el capitán Espectrini no aparece por ningún lado.
—
Ur-ur k
—señalé.
—¿Hum? Sí, empiezo a pensarlo. Y a tí, Edgar, ¿no te parece raro que Espectrini se encuentre por los alrededores justamente cuando nosotros tenemos un problema con fantasmas? ¿No es curioso? Una casualidad muy oportuna, no sé si me entiendes.
—
¡Juar k!
—exclamé.
Entendía muy bien a qué se refería.
Y si ese era el caso, que el cielo ayudara al tipo, porque me iba a ocupar de él personalmente.
¡Que se fuera preparando!
La fama del Tesoro
largamente Perdido
de los Otramano
se ha ido extendiendo
con los años. El infame
ladrón Pete Tunante hizo
un viaje de mil kilómetros
para probar fortuna,
pero incluso
él acabó largándose
con las manos vacías.
D
urante el desayuno, Silvestre y Solsticio cruzaron varias miradas pícaras y taimadas, pero solo cuando los adultos no les estaban mirando. A mí, en cambio, siendo como soy un pájaro que todo lo ve, no se me pasó por alto.
Algo se tramaba, y a mí me parecía muy bien.
Al concluir el desayuno, Espectrini anunció que estaba pisándoles los talones a los fantasmas y que dispondría de más información a la hora de cenar. ¿Podrían prepararle, por favor, algunos sándwiches de más para mantenerlo en forma? Nadie se hacía idea de lo agotador que era cazar espectros a mano.
De inmediato desapareció por otro pasillo de la planta baja en dirección al Ala Sur.
Solsticio tenía un plan, y ya nos había explicado a Silvestre y a mí nuestro cometido. Yo debía convertirme en los ojos y los oídos de toda la operación; en el Hugin y el Munin del castillo de Otramano, por así decirlo. Habría de ser un sabueso furtivo y mortalmente sigiloso, una sombra entre las sombras, un susurro del viento: un verdadero espectro, en fin.