Pero estaba libre. Y no paré de volar y volar despavorido hasta que me tropecé con la espalda de alguien. Resultó que era Solsticio, que ya se iba a la cama.
—¡Ag! —dijo, girándose—. Ah, Edgar, eres tú. Qué susto me has dado.
Abrí el pico para disculparme, pero descubrí que me había quedado sin voz.
—¿Qué pasa, Edgar? ¿Por qué tienes las plumas infladas? Pareces una pelota de peluche. ¿No será lo que pienso, no? ¿Tú también has visto al fantasma?
—¡Juar k! —dije entonces, y caí desmayado al suelo, convertido en un ovillo de plumas desaliñadas.
Lista de tareas
de Mentolina:
Que limpien los hornos
Que frieguen
el suelo de la cocina
Que desatasquen
el cañón de la chimenea
Llamar a cajón y Hermanos
para que limpien todo
el estropicio
Y contratar a más
doncellas de cocina
(tres sería lo ideal,
al ritmo que vamos).
-B
ien —anunció Pantalín—. Hemos descubierto algunas cosas.
Había convocado una reunión familiar de carácter extraordinario, cosa rara de verdad y que mostraba la gravedad de la situación.
Toda la familia se encontraba en el Salón Pequeño formando un círculo desigual y más bien abollado. Fizz y Buzz eran los principales culpables de las abolladuras; Silvestre y Colegui ocupaban el segundo puesto a poca distancia. También habían convocado a Fermín y doña Sartenes, como empleados más veteranos de la casa; la niñera Cachivaches —me alegra mucho decirlo— seguía en cama. A la abuela Slivinkov la habíamos dejado también en su sitio, o sea, acostada en lo alto del castillo. Nadie quería molestarse en bajarla a cuestas hasta el salón.
—Hemos descubierto que nuestro amado hogar se encuentra bajo el ataque de unas apariciones desconocidas y tan escandalosas como carentes del sentido de la decencia. Y algo debemos hacer, sin duda. Pero ¿qué?
Pantalín hizo una pausa. Yo creo que tenía la esperanza de que alguien se lo dijera, pero todos siguieron callados.
Carraspeó.
—Y Fermín y yo hemos descubierto también una o dos cosas —prosiguió, dando unas palmaditas al manubrio del Detector de Oro—. Por ejemplo, ahora sabemos que el opuesto del queso es la carcoma; y el del mármol, las cortinas. Yo diría que eso no nos lo esperábamos, ¿verdad, Fermín?
Nadie parecía saber qué decir, excepto Silvestre, que preguntó con un hilo de voz:
—Padre, ¿cuál es el opuesto de un mono?
Pantalín no le hizo caso.
—Por lo tanto, hemos descubierto ya algunas cosas, y aunque me pesa mucho decirlo, he decidido, para asegurar la supervivencia de los moradores humanos del castillo, suspender temporalmente la búsqueda del oro.
En ese momento se oyó en la puerta un chirrido y cayó sobre el felpudo de la entrada un buen fajo de cartas. Pantalín dio un profundo suspiro.
—¡El correo! —gritó Silvestre, y salió disparado como hacen los críos, pensando que a lo mejor va a llegar una remesa de golosinas (aunque nadie haya hecho el pedido).
Volvió enseguida un poco alicaído.
—¿Por qué nunca hay nada para mí? —preguntó a todos en general.
—Porque tú nunca le escribes a nadie ni pides que te envíen nada —dijo Solsticio, quitándole de las manos muy contenta el último número de la revista a la que estaba suscrita:
La pluma negra: curso por correspondencia de poesía morbosa
.
—Hay varias de esas cartas de Liechtenstein —anunció Silvestre. Mentolina se las arrebató de un tirón. Les echó una ojeada y luego las cortó con sus tijeras y fue tirando los recortes, uno a uno, a la chimenea. Pero de repente se detuvo y deslizó una uña larga y afilada bajo la solapa de un sobre.
Su rostro se ensombreció.
—Es de la agencia —dijo—. Dicen que si continuamos perdiendo personal a este ritmo, tendrán que doblarnos la tarifa. ¡Qué insolencia! ¿Quiénes se han creído que son? ¡Chantajistas! ¡Saltimbanquis! ¡Cochinos!
Continuó así un rato; luego se quedó callada y siguió ojeando el resto de la correspondencia.
Lord Otramano se había enfurruñado un pelín mientras tanto, porque estaba a punto de lanzar una de sus famosas proclamas y le habían arrebatado su minuto de gloria.
—¡Si me dejáis continuar! —soltó airado; pero enseguida recobró la calma—. Como digo, aunque me produce un hondo pesar, estoy dispuesto a dejar de lado la detección del tesoro, por urgente que sea, para centrarme en el asunto aún más acuciante de la eliminación de espectros. En consecuencia, he decidido recurrir a este maravilloso aparato, por el que siento un orgullo más que justificado, y aplicarlo a un nuevo objetivo.
—¿Cuál, padre? —preguntó Solsticio, casi interesada.
—Ajá. Sí, ¿cuál? Muy sencillo: convertiremos el Artilugio Detector de Oro en un Artilugio Detector de Fantasmas, simplemente cambiando la muestra en la cápsula sensora, es decir, ¡sustituyendo el opuesto del oro por el opuesto de un fantasma! Genial, ¿no? En cuestión de minutos, daremos con el fantasma y lo expulsaremos de nuestro reino.
Mentolina estaba leyendo. Febrilmente, si tal cosa es posible. Silvestre escuchaba a medias y se distraía haciéndole cosquillas a Colegui. Fermín miraba al techo y doña Sartenes estaba tratando de recordar qué tipo de harina se usaba en la receta de las magdalenas de mostaza. Solo quedábamos Solsticio y yo para cuestionar la sabiduría del plan de Pantalín.
—Pero, padre —dijo ella—, ¿cuál es el opuesto de un fantasma?
Pantalín tal vez estaba esperando la pregunta, porque dio la impresión de saberse la respuesta.
—Bueno —dijo—, ¿qué son los fantasmas? Descríbemelos, hija mía, haz el favor.
Solsticio pensó unos instantes.
—Son invisibles, ligeros, flotantes… Y dan mucho miedo.
—¡Exacto! ¿Y cuál es lo opuesto de todo eso? ¿No conoces algo que sea totalmente visible y pesado, y que no dé miedo?
Solsticio meditó largo rato. Finalmente se encogió de hombros, dándose por vencida.
—No se me ocurre nada.
Pantalín, con una sonrisita malévola, se había deslizado por detrás de Silvestre. Lo cogió del hombro y le hizo un guiño a su hija.
—¿Seguro que no se te ocurre nada? —dijo—. ¿Totalmente visible y pesado, y que no dé ningún miedo?
—¡Padre!
—Pantalín, no vas a meter a nuestro hijo en ese absurdo artilugio tuyo —dijo Mentolina, levantando la vista de la carta—. De hecho, yo misma he encontrado la solución. Recibí hace unos días en el correo una circular de un hombre fantástico llamado Espectrini, el Gran Cazafantasmas. Para nuestra inmensa suerte, parece que se encuentra por los alrededores cazando espíritus. Le escribí y he solicitado sus servicios. Aquí tengo la carta de respuesta de Espectrini; me promete que llegará esta misma mañana para sacarnos del apuro.
Debo reconocer que la vieja dama tiene a veces atisbos de pensamiento racional, práctico y sensato. Al parecer, acababa de hacer gala de tan portentosa facultad.
Y en aquel mismo momento, sonó el timbre de la puerta.
—Ah —dijo Mentolina, sin hacer caso de la expresión ceñuda de su marido—. ¡Debe de ser él! ¡Estamos salvados!