Espectros y experimentos (17 page)

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Authors: Marcus Sedgwick

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: Espectros y experimentos
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Aunque ya tiene

un mono como mascota,

Silvestre ha expresado

el deseo de poseer también

un hámster. Mentolina

se ha negado en redondo,

alegando que no quiere

ni pensar lo que podría

hacer con él.

M
e han dicho, aunque me cuesta creerlo, que hay gente que encuentra a los cuervos un poco espeluznantes, algo amenazadores quizás, y que algunas personas incluso nos consideran aves de mal agüero y de intenciones malignas.

Permíteme que aproveche esta ocasión para aclarar las cosas. Los cuervos son los pájaros más encantadores que puedes llegar a conocer: cada uno de ellos, un auténtico caballero o una dama deliciosa. Es imposible imaginarse a una pandilla más adorable.

Y no obstante, mira qué cosas dicen de nosotros. «Cría cuervos, y te sacarán los ojos», por ejemplo. ¿Es justo? Te aseguro que no. Y si alguna vez hablas con un cuervo, o incluso con una simple corneja durante cinco minutos, verás como acabas convencido de que es un tipo la mar de honrado.

Digo esto de pasada para explicar que, por regla general, recibo a cualquier recién llegado al castillo de Otramano con cordialidad y mente abierta. Y sin embargo, en cuanto el capitán Espectrini, el Gran Cazafantasmas, cruzó nuestro umbral, le tomé una tremenda antipatía. Y tampoco fui el único.

De entrada, había demasiados dientes en aquella cabezota. Tal vez te parezca un comentario un tanto excesivo viniendo de alguien que carece por completo de dentadura, pero seguro que si lo hubieras visto, habrías coincidido conmigo.

Solo se veían dientes en aquella cara. Los ojos eran bastante normales, aunque quizá los tenía demasiado juntos. La nariz era fina y puntiaguda, aunque de eso yo no puedo hablar mucho, ¿no?

Pero la boca era realmente extraordinaria por la talla, la irregularidad y la cantidad de dientes que parecían disputarse entre sí la
pole position
cada vez que la abría.

Llevaba lo que supuse que sería la típica indumentaria de un Cazafantasmas: botas y pantalones de montar, cuello blanco almidonado, chaleco de
tweed
, abrigo de pata de gallo y una especie de gorra militar. Llevaba en el pecho prendida una medalla que presumiblemente estaría relacionada con su título de «capitán». Traía en la mano un gran maletín de cuero.

Tan pronto como Fermín hizo girar la puerta sobre sus goznes, el Gran Cazafantasmas cruzó el vestíbulo y entró con paso decidido y audaz en el Salón Pequeño.

—Lord y Lady Otramano, supongo —gorjeó.

Pantalín lo miró con expresión ceñuda y se puso a manipular su artilugio, pero Mentolina se adelantó muy solícita. Con un solo movimiento, Espectrini tomó su mano extendida, se la llevó a los labios y le plantó un beso erizado de dientes.

—Encantado —canturreó. Mentolina arqueó una ceja perfectamente delineada.

Espectrini miró alrededor y reparó en Solsticio y Silvestre.

—¿Todo bien, niños?

Con eso bastó para que Solsticio lo mirase con tanta hostilidad como Pantalín. Silvestre se limitó a parpadear un par de veces; luego dijo:

—Este es Colegui. Mi mono.

Espectrini se quedó desconcertado un momento, aunque enseguida sonrió.

—Qué guay, chaval —comentó.

Aquella expresión vulgar colmó la paciencia de Pantalín, que llamó a Fermín chasqueando los dedos y empezó a subir por la escalera su futuro Detector de Fantasmas.

Espectrini se quitó el gorro e hizo una reverencia.

—Capitán Horacio Espectrini, el Mayor Cazafantasmas conocido por el hombre o los espíritus, a su completo servicio. No necesitaré gran cosa durante mi estancia. Un poco de paz y tranquilidad, tres comidas al día, una modesta habitación con baño; preferiblemente con una vista al valle. Y en un día o dos, sus problemas espectrales habrán quedado resueltos.

—No hace falta —masculló Pantalín desde la escalera—. Ya está todo resulto. Tengo el aparato, ¿lo ve? Muchas gracias. Adiós.

Espectrini giró en redondo y se acercó a Pantalín y Fermín con andares majestuosos.

—¿Qué es ese cacharro? —preguntó con grosería.

—Esto, caballero —replicó Pantalín, ahora de veras encabritado— es un portento del ingenio humano. Una máquina versátil que se convertirá de inmediato en el Artilugio Detector de Fantasmas. Motivo por el cual le digo que no requerimos sus servicios. Muchas gracias de todos modos, y disculpe las molestias. La salida es por allí.

Espectrini no pareció nada impresionado y retrocedió un par de pasos hacia su maletín de cuero.

—Eso no es un Detector de Fantasmas —dijo—. Es una especie de desastre mecánico con ruedas. Lo que hace falta para cazar fantasmas es una herramienta creada al efecto. Un artilugio adecuado. Y resulta que yo tengo esa maravilla.

Hurgó un momento en su maletín y sacó un aparato elegante y lustroso de tipo manual: un tubo largo y reluciente con solo dos botones. Se parecía a la linterna de Solsticio, solo que con una pinta más sofisticada.

—¡Observe! —dijo Espectrini, accionando el interruptor. En el acto, el aparato empezó a emitir un leve pitido, lenta pero regularmente. Espectrini movió a derecha e izquierda el cacharro, y el pitido iba y venía según la dirección. Por fin, con un gesto teatral, apagó el interruptor.

Ahora había logrado captar la atención de todos los presentes, incluido Lord Pantalín.

—Interesante —dijo Espectrini, como si hablara solo—. Muy interesante.

Mentolina estaba fascinada, me di cuenta de una ojeada. Tal vez se acordaba de los hechizos de brujería que había practicado en su juventud.

—¿Qué quiere decir, capitán? —preguntó.

—Tienen fantasmas en su castillo.

—Ah, bravo —comentó Pantalín, sarcástico.

—¡Chist! —dijo Mentolina—. Prosiga, capitán.

Espectrini sonrió con sus innumerables dientes.

—Puede llamarme Horacio —dijo con zalamería—. Pero sí, en efecto. Tiene aquí al menos tres espectros. Un duende travieso de Nivel Tres y probablemente un par de apariciones simples. Y un pájaro maloliente. O quizás algo peor. Esto podría ser más grave de lo que creía.

—Aaah —dijo Mentolina—. ¡Qué interesante!

—¡Por el amor de Dios! —bramó Pantalín, y se alejó airado escaleras arriba, cargando el artilugio con la ayuda de Fermín.

Solsticio había desaparecido inadvertidamente, y eché a volar para buscarla. Me preguntaba si pensaba lo mismo que yo, y quería averiguarlo. ¡Pájaro maloliente! ¿Cómo se atrevía?

Las ideas se arremolinaban en mi cerebro emplumado.

¿Qué le había pasado al castillo de Otramano?

¡Espectros! ¡Experimentos! ¡Duendes! ¡Artilugios!

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