Espectros y experimentos (22 page)

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Authors: Marcus Sedgwick

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: Espectros y experimentos
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Permanecí prácticamente sin ser visto sobre el busto de Lord Defriquis, desde donde dominaba el Pequeño Salón, y en cuanto Espectrini desapareció alcé el vuelo y recorrí el pasillo hasta el fondo, donde Solsticio y Silvestre me esperaban. Los dos iban vestidos de negro. Ninguna novedad en el caso de Solsticio, ya lo sé, pero sí era un nuevo
look
para Silvestre, que normalmente andaba haciendo el indio con combinaciones de colores tan estrafalarias como el gris y el marrón.

Debo decir que el negro le sentaba bien. Hacía que pareciera menos… bueno, simplemente menos.

—¿Listos? —preguntó Solsticio.


¡Ur k!

Silvestre asintió.

—Edgar, ¿recuerdas tu misión?


¡Ur k!

—Yo te seguiré de cerca con mi cámara de fotos instantánea. Si lo pescamos haciendo algo raro, podremos demostrárselo a todo el mundo.


¡Ur k!
—dije, preguntándome si íbamos a arrancar de una vez.

—Y tú, Silvestre, ¿recuerdas tu misión?

—Quedarme detrás y no derribar cosas ni tirar nada al suelo.

—¡Magnífico! En marcha.

Dimos media vuelta y se nos cayó el alma a los pies. A nuestra espalda, Pantalín y Fermín venían arrastrando su aparato.

Nos quedamos petrificados. Sabíamos que con cada segundo que pasara, Espectrini se alejaría y quizá ya no seríamos capaces de atraparlo.

Pantalín puso el Artilugio Detector en punto muerto y nos observó con suspicacia.

—¿Se puede saber adónde vais los tres? —inquirió—. ¿No tendremos intención de seguir a Espectrini al Ala Sur, no?

Nos miró muy serio.

—No, qué va —dijo Solsticio—. En absoluto. ¿Verdad, Silvestre?

—¡No! ¿El Ala Sur? Ya sabes que no soporto a los «ya sabes qué», padre.

Pantalín asintió.

—Así me gusta. ¿Y para qué es la cámara?

Solsticio cambió rápidamente de tema.

—¿Qué tal va tu máquina, padre? —preguntó con astucia.

—¡De maravilla! ¡Soberbia! ¡Perfecta!

—¿Ya has encontrado el opuesto de un fantasma? —le dijo. Silvestre miraba nervioso la cápsula sensora. Se preguntaba qué trocito de él trataría de meter allí su padre si tenía ocasión.

—Sí —proclamó Pantalín—. Es decir, no del todo. Ayer creímos que ya lo teníamos prácticamente… Sin embargo, ya sabemos sin lugar a dudas que las natillas son lo opuesto de los fósiles, y el aire, del pegamento.

—¿Pero los fantasmas…?

Pantalín meneó la cabeza con pesar.

—Quizá —dijo Solsticio—, quizá sea algo que aún no has probado. Estoy segura de que lo descubrirás.

—Sí, querida —asintió Pantalín cariacontecido—. Pero como ese maldito Espectrini encuentre a los fantasmas primero, tu madre se va a poner insoportable. ¿Dónde está ese chimpancé tuyo, Silvestre? Estoy sopesando la idea de probar la garra de mono en la cápsula sensora.

—¡No! —gritó Silvestre.

—Bueno, solo era una idea… En fin, no importa. Pero si cambias de opinión, avísame, ¿eh, muchacho?

Fermín y Pantalín se alejaron por el pasillo empujando el artilugio y discutiendo qué iban a poner en la cápsula. En cuanto nos dieron la espalda, pasamos a la acción.

—¿Sabes, Silvestre? —gritó Pantalín sin volverse—, tendrías que haber llamado Peonza a ese mono.

—¿Por qué, padre? —preguntó él tontamente.

—Porque os pasáis todo el día dando vueltas.

Desde el fondo del pasillo, llegaron los ecos de un «
Ji, ji, ji, ji
», cosa extraña porque no se veía ni rastro de la abuela Slivinkov, porque es a ella a quién le encantan los chistes malos.

—Muy gracioso —musitó Silvestre, pero solo cuando Lord Otramano ya se había alejado lo suficiente.

¡No había ni un segundo que perder! Si el rastro de Espectrini se había esfumado, tendríamos que posponer nuestra misión hasta el día siguiente. ¡Y para entonces quién sabía cuántos criados pusilánimes se habrían muerto de un susto!

El poema más

reciente de solsticio

es muy breve:

Si estuviera muerta

Ni estaría triste
,

Ni estaría alegre
,

Porque no estaría
.

L
o que descubrimos aquella mañana era como para helarte la sangre, pero también —cosa extraña— para que te hirviera la sangre de rabia. A ver si me explico, porque me temo que mis sesos de pájaro se están haciendo un lío morrocotudo.

Emprendí la marcha, tomando la delantera, y muy pronto me vi recompensado, pues divisé al capitán Espectrini en el umbral del Ala Sur. Giré en redondo para ponerme a cubierto y aterricé a los pies de Solsticio.

Le señalé la esquina con el pico. Ella asintió.

—Magnífico trabajo, Edgar —susurró—. Vamos a darle un minuto y luego emprenderemos la persecución.

Me di cuenta de que Solsticio estaba otra vez en plena forma al oírle aquello de «emprender la persecución». ¡Sonaba emocionante y novelesco!

—¿Y yo? —murmuró Silvestre—. ¿Qué tal lo estoy haciendo?

Solsticio sonrió.

—Fantásticamente. No te has tropezado con nadie ni con nada, y ya llevamos casi cinco minutos en marcha.

Contamos hasta cien y nos asomamos por la esquina. ¡Había desaparecido!

Salimos tras él al trote, con todo el sigilo posible, y nos adentramos en el Ala Sur.

Allí estaba todo mucho más oscuro, pero no nos atrevíamos a encender la linterna, así que me adelanté entre las tinieblas y los chicos me siguieron.

No tardamos mucho en volver a localizarlo.

Fue entonces cuando empecé a notar un olorcillo. No era apestoso, en absoluto, pero sí muy peculiar. Era algo que había olido hacía poco, y empecé a devanarme los sesos para recordar dónde y cuándo.

Mientras me sumía en mis pensamientos, Espectrini reanudó la marcha. Seguimos sus pasos hasta el filo mismo de la siguiente esquina, y una vez más asomé el pico y eché un vistazo.

Fue entonces cuando se me heló la sangre.

Porque lo que vi no fue la sombra de Espectrini.

No. Vi a los «ya sabes qué». A dos de ellos. Uno era el Monje Loco que ya había visto unos días atrás. El otro era igualmente horripilante: el espectro de una dama con vestido blanco, pelo blanco y manos ensangrentadas. Muy, pero que muy espeluznante.

Mi corazoncito de cuervo se puso a retumbar bajo mis costillas, y me apresuré a retroceder.

Si yo hubiera sido Solsticio, habría dicho «¡Grito!», pero privado como estoy de la facultad de la palabra (tiene que ver con los labios y la laringe, creo), me limité a soltar un diminuto y lúgubre «¡
ur k
!».

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