Tras despedirse, se dispusieron a regresar a la ciudad. Y mientras lo hacían, Elena le preguntó:
—Ese tal Castillo el Viejo que mentasteis, ¿es el que ahora vive en Alhama?
—Sí. Estas tierras eran suyas y de su hermano, el padre de don Alonso, que ya murió.
—Creí entender que ese hortelano se apellida Belvís… En Vélez Málaga había un esclavo con ese mismo apellido, Gazul Belvís.
—¿Conoces a Gazul? —se sorprendió el cañero—. Es su hijo. Y amigo mío. ¿Cómo no me lo dijiste antes?
Fue mentarlo y abrirse el cielo. La mulata empezó a entender muchas cosas cuando supo que los Belvís eran una de las mejores familias de la aristocracia nazarí, que en nada tenía que envidiar en rango a la de Alonso del Castillo.
—De niños, ellos eran vecinos —aseguró Ibrahim.
—¿Y cómo es que el uno está tan bien situado y el otro ha acabado de hortelano y su hijo de esclavo? —se extrañó Elena.
—Por la misma razón que Castillo el Viejo terminó desterrado en Alhama. Ese anciano que acabas de ver se negó a colaborar con los cristianos. Él y toda la rama de su familia que lo secundó fueron despojados de sus bienes, y su primogénito vendido como esclavo sin que él lo pudiera redimir. Mientras que el padre de don Alonso se plegó a las exigencias de los nuevos poderes. Y ahí tienes al hijo, médico y traductor de confianza de la Audiencia, la Inquisición, el Concejo, el Cabildo y lo que se tercie.
Dudó Elena en hacerle aquella pregunta. Pero al fin se decidió:
—¿Y vos?
—¿Te refieres a mi familia? No, lo mío es distinto. Mi familia siempre fue modesta. Y los pocos campos que teníamos en la Vega nos los arrebataron los leguleyos de la Audiencia. Eran muy buenas tierras. Y peor nos habría ido si hubiesen podido prescindir de nosotros. Pero nadie conocía los caños de esta ciudad como mi padre. O como yo ahora mismo.
Sin Ibrahim nunca habría reparado en las entrañas que laboraba el agua ni otras secretas redes de correspondencias en Granada. Fue a través de los ojos del cañero como empezó a entender lo que subyacía bajo el ajetreo de la populosa ciudad. A percibir los contenidos gestos a media asta, plegados a los disimulos de la supervivencia. Una mirada de rencor aquí, ante la ostentación de los cristianos sobrevenidos. Los sesgos de humillación ante las prebendas. El retirarse hosco de unos vendedores ambulantes ante un séquito organizado en torno a la silla de manos de algún poderoso o una dama bien cortejada. Las puertas y postigos que se cerraban ante la tropa armada.
—¿Cuántos moriscos hay aquí? —se interesó Elena.
—Casi la mitad de los vecinos.
—Y no la parte más próspera ni contenta.
—Claro. ¿Cómo pueden ellos llevar la vida con alegría si se han visto expulsados de todo lo que hicieron los suyos tras convertir esto en un vergel?
Se preguntó qué sentirían al ser tratados como extraños en aquel lugar del que habían sido artífices y, hasta hacía poco, dueños. Una ciudad donde estaban tan visibles y esparcidos sus logros y los de sus antepasados. Mientras que ellos, en áspero contraste, se veían reducidos a la miserable condición de jornaleros, pequeños tenderos u oficios como cesteros, fabricantes de ladrillos y adobes o alhamíes que fatigaban el yeso y la cal.
Aún era más terrible para los sometidos a la esclavitud. Se había ido tropezando por las calles con algunos que, como castigo, llevaban calzas de hierro u otros impedimentos que les imposibilitaban la huida, llagándoles las piernas.
—¿Nunca los liberan? —preguntó al cañero.
—Los amos sólo «liberan» a los viejos e inútiles. ¿Ves a ése?
Y señaló a un anciano que estaba pidiendo limosna.
—Su amo, un mercader de vinos, le ha concedido la libertad —continuó Ibrahim—. Pero lo ha hecho porque ya está viejo, tuerto de un ojo, muy quebrado de trabajar en el lagar y tan enfermo que echa sangre por la boca. Con lo que no resulta de ningún provecho.
Siguieron andando. Estaban cerca de la plaza de Bibarrambla cuando vieron un gentío acompañando a un carro a punto de entrar en la plaza por el Arco de las Orejas.
Subido a una escala de madera, el alguacil colgaba de unos clavos dos manos que aún chorreaban sangre. Varios perros saltaban excitados por los goterones rojos que caían sobre sus hocicos.
Ibrahim fue hasta su amigo, el viejecito del puesto de zarandajas, y le preguntó qué sucedía. El hombre respondió, apesadumbrado:
—¡Ay, Señor, tener que ver estas cosas! ¿Te acuerdas de Zaide?
—Sí, el que trabaja con el jabonero.
—Trabajaba. Su dueño lo venía insultando y golpeando de continuo. Esta mañana, no pudo más. Alzó el rastrillo contra su amo hasta matarlo.
—Pero ¿qué le han hecho? —preguntó Elena señalando el carro donde llevaban a Zaide.
Unos trapos ensangrentados cubrían los extremos de los brazos.
—Le han cortado las manos, y con los muñones así envueltos en vendas lo han sacado por las calles de Granada en ese carretón.
—¿Y el resto del cuerpo?
Se refería, en realidad, a lo que quedaba de él, una informe masa sanguinolenta.
—Le han ido arrancando pedazos de carne con unas tenazas, que arrojaban a los perros. Después, le han enconado las heridas haciendo gotear sobre ellas pringue de tocino asado, la peor afrenta para un morisco. Ahora se disponen a ahorcarlo.
Ya le habían puesto la soga al cuello y lo alzaban hasta lo más alto del cadalso.
Mientras expiraba entre convulsiones que hacían brotar a espasmos la escasa sangre que le iba quedando, Elena creyó ver en la abarrotada plaza a Alonso del Castillo. Tenía el rostro sombrío, abatido, lleno de amargura.
Se dirigió a su encuentro. Pero él hizo como que no la había visto. Y se alejó, rehuyéndola.
Fue al regresar a casa del trompeta Martínez cuando se tropezó con el alguacil. Se extrañó de encontrarlo allí, presente el marido. La expresión de Brianda tampoco presagiaba nada bueno.
—Te espera a ti —informó a la mulata.
Adelantándose hasta Elena, el enviado le entregó la citación, advirtiéndole:
—Deberéis presentaros de inmediato ante la autoridad.
A
ntes de entrar en la Chancillería, Ibrahim alzó la vista hasta el remate de la fachada. Y señalando la alegoría de la Justicia, dijo a Elena:
—Los escarmentados aseguran que la tienen tan alta para que no la alcancen los de a pie. Pues lo que ellos hacen siempre es mal juzgado. Si hablan poco, los llaman cortos; si mucho, maldicientes. Si acometen, peligrosos; si se comportan, cobardes. Si exigen justicia, crueles; si son misericordiosos, mansos. En cambio, a los poderosos todos les tiemblan, ninguno se les atreve. Si son maliciosos, los reputan por astutos y sabios; si derrochadores, por liberales; si avaros, por templados y virtuosos; si mordaces, por discretos y cortesanos.
Al pisar el umbral, pidió a la mulata la citación que le entregara el alguacil:
—Trae acá. A ver dónde debes presentarte… Aquí hay seis salas, entre oidores y alcaldes de Corte. Es como la majada de Blas, una sola oveja y veinte mastines para cuidarla. Éstos sienten el dinero como las moscas la miel.
Se dirigió a uno de los vigilantes, que les indicó el camino. Mientras avanzaban por los pasillos, el cañero no ocultó sus reparos, susurrándole al oído:
—En la época de los Reyes Católicos y el emperador Carlos, se disputaba con las armas. Al menos, podías defenderte. Con éstos, no. Quienes estuvieron agazapados mientras salpicó la sangre y la pólvora han llegado ahora con sus leyes. Ellos hacen más daño con los cañones de sus plumas que un artillero con los de bronce reforzado. Quieren recuperar el tiempo perdido echando mano al botín que no consiguieron en la guerra. A moro muerto, gran lanzada. Antes, aún se respetaban nuestras costumbres. No faltaban moriscos en todos los cargos. Si seis pregoneros echaban sus bandos en castellano, otros tantos lo hacían en arábigo. Incluso había un verdugo para cada lengua. Lo mismo sucedía con los alcaldes de las acequias, iban a la par moros y cristianos. Sin esa disposición, yo no sería cañero…
—¿Y cómo se ha llegado al estado presente?
—Las cosas fueron cambiando a medida que se asentaba el nuevo orden cristiano. Se forzó a los moros a la conversión, se hizo gran quema de libros y documentos en árabe. Pasaron a ser sospechosos los títulos de propiedad expedidos en esa lengua por los reyes nazaríes. Y de ello se han aprovechado todos estos leguleyos para hincarles el diente a los conversos.
Calló Ibrahim, y se detuvo, tomando a Elena por el brazo para que no siguiera avanzando.
—¿Qué sucede? —preguntó la mulata.
—Algo gordo se está cociendo aquí. Es Ortega Velázquez.
Y señalaba discretamente a un hombre que se disponía a abandonar el edificio tras salir del despacho del presidente de la Audiencia.
—¿Quién?
—Un auditor. El artífice de la última ofensiva tramada por los letrados de esta Chancillería para revisar los límites de las fincas y los títulos de propiedad del reino de Granada. Sé muy bien cómo actúa, por lo que le sucedió a mi familia. Anuló los documentos de nuestras tierras y casas, para quitárnoslas. Las pusieron a la venta y se las quedaban a bajo precio ellos o sus compinches. Éstos salieron de ladrones para dar en escribanos.
—¿Y no os ampara el Rey?
—Al Rey se le han prometido cerca de dos millones y medio de maravedíes para sus arcas a cambio de quedarse ellos con las mejores casas y terrenos de la Vega. Y para que no protesten han tenido que repartir también con clérigos, conventos y secretarios del Santo Oficio. Todos poseen viñas, olivares o molinos en lugares donde ni siquiera residen. Por eso infestan la sierra los bandoleros moriscos. Gente despojada y desesperada que se ha echado al monte.
Recordó Elena a los monfíes que habían atacado a los recaudadores de impuestos de Alhama. Y sacudió la cabeza con consternación:
—Me hago una idea.
—Eso no es todo —prosiguió Ibrahim—. Los escribanos que no han participado en el botín de los jueces han revuelto papeles para volver a procesar a algunos moriscos indultados de sus antiguos delitos que vivían casados y en quietud, entendiendo en sus oficios y labores del campo. Con tanta codicia, hay pocos ya en este reino que no se hallen culpados.
Calló Ibrahim, pues habían llegado ante un oficial que los recibió y comunicó a Elena la denuncia cursada contra ella por los gremios. ¿La causa? Hacer de sastre sin estar examinada.
Los encaminó a una estancia contigua, donde debían esperar hasta que firmara la resolución el presidente de la Audiencia.
—Mal asunto —le comentó el cañero—. Acaban de nombrar a uno nuevo para este cargo. Se llama Pedro de Deza, un clérigo que viene del Consejo de la Inquisición y al que muchos ya dan por futuro cardenal. Es muy intransigente con los moriscos. Ahí lo tienes.
Le señaló a Deza, que pasaba junto a ellos para dirigirse a su despacho.
—Y mira a quién acaba de saludar —añadió el cañero.
—¡Es don Alonso del Castillo! —se sorprendió Elena.
—¿Has visto cómo corteja al nuevo presidente? —le susurró, malicioso—. Basta que haya levantado su bonete dos dedos de la cabeza para que Castillo se lo quite hasta el suelo.
Le pareció a la mulata que don Alonso los había visto, tanto a Ibrahim como a ella. Pero fingió no conocerlos. Les volvió la espalda y se alejó, trabando conversación con un tercer hombre, un anciano al que ofreció su brazo por la dificultad con que se movía.
—Ese viejo que va con Castillo es un caballero morisco llamado Francisco Núñez Muley —le dijo el cañero—. Suele actuar como portavoz de los suyos. No cabe duda de que aquí se está tramando algo. Mal momento para tus pleitos. Ven, sentémonos en ese banco que está más cerca y quizá alcancemos a oír alguna palabra que nos ponga en la pista.
—¡No, por Dios! ¿Y si nos sorprenden? —se resistió Elena.
—Diremos que nos han ordenado esperar ahí. Tú tienes una citación, ¿no?
Apenas se entendían las voces que salían de la puerta entreabierta de aquel despacho. Con todo, al poco de escuchar les pareció que alguien, con tono humilde, se dirigía al presidente de la Audiencia.
—Ese que habla es don Francisco Núñez Muley —le informó Ibrahim.
Les llegaron a ráfagas las comedidas palabras del anciano caballero morisco, con las que trataba de persuadir al presidente de la Audiencia de que los suyos, aunque hablasen o vistiesen según sus costumbres, eran fieles vasallos y, tras el bautismo, buenos cristianos.
Tras una pausa, se oyó a Pedro de Deza que le replicaba, alzando su voz grave y severa:
—Las nuevas disposiciones os obligan a dejar vuestra propia habla y modo de vestir para adoptar los de los cristianos viejos.
—Señor —replicó Francisco Núñez Muley—, ¿acaso visten igual los tudescos que los franceses, o los ingleses que los griegos o los italianos? Y aun entre los frailes que llevan un hábito, en cada orden es distinto, calzados unos, descalzos otros. Y los mozos no visten igual que los viejos. Ya que cada nación, cada profesión y estado civil, militar o religioso usa el suyo, ¿qué mal hay en que nosotros vistamos a la morisca?
—Muchos entienden que es señal de otras creencias.
—No se trae la ley y la fe en el vestido, sino en los corazones. Y además, esto nos supondrá grandes pérdidas de dinero, que tenemos empleado en ropa. También la destrucción de los sastres que se sustentan con los hábitos a la morisca.
—Eso no será obstáculo, que vuestros maestros y oficiales también podrán hacerlos a la castellana.
—No están examinados. Los gremios los denunciarán.
—Ya he dado licencia para que lo puedan hacer.
Deza trataba de atajar aquella entrevista poniéndole fin. Se oyó arrastrar de sillas y las palabras de Alonso del Castillo, dirigiéndose a Muley:
—Vámonos, don Francisco, el señor presidente está muy ocupado.
Aún alcanzó a decir Deza estas palabras, que pretendían justificar la dureza de las medidas:
—Yo haré cuanto pueda para que los vasallos moriscos de Su Majestad no sean molestados. Mas tened por seguro que la pragmática se impondrá, porque es santa y justa y conviene a la voluntad de Dios y Su Majestad.
—Pero señor…
El presidente de la Audiencia no dejó proseguir al portavoz de los conversos, advirtiéndole de un modo abrupto y resolutivo: