Así pensó que iba a suceder con María. Su presencia le pareció al principio un delirio más entre los provocados por la fiebre. Como aquel sueño al que acudió su madre. Aparecía la negra Francisca tocada con el sudario y el lienzo que le puso alrededor de la cabeza, para cerrarle la boca. Llegaba hasta los pies de la cama, se quitaba el pañuelo, desenrollándolo lentamente, y se lo ofrecía. Luego se retiraba sin volver la espalda ni dejar de mirarle, hasta atravesar la puerta.
Tras aquello, Céspedes se sintió nimbado por una cálida sensación de bienestar. Y al día siguiente las fiebres habían remitido. A su lado estaba María, cambiándole la cataplasma de la frente. La joven tomó un tazón de caldo humeante y se lo fue dando cucharada a cucharada, soplando para enfriarlo.
La oyó poco después, una mañana, ahogando un grito, porque creyó encontrarlo muerto cuando sólo estaba dormido. Más tarde, alcanzó a escuchar la reprimenda a su hermana pequeña porque le traía una leche floja, de una cabra vieja ya reseca que rechazaba al macho y a la que un día de aquéllos habría que sacrificar.
Cuando se empezó a levantar de la cama, sorprendió a María recogiéndose el pelo con una cinta blanca de hiladillo y aquellos gestos delicados que la hacían parecer aún más hermosa y deseable, realzando la esbeltez del cuello y la calabacilla de vidrio que llevaba por pendiente.
Le retrajo, en un principio, la diferencia de edad: casi se la doblaba, pues tendría ella veinte y pocos años. Pero eso no pareció ser obstáculo para la joven. Era como si, de forma tácita, ambos hubieran decidido unir sus prisas. Le fue venciendo su falta de malicia o de melindres, su vivacidad. Y que era trigueña, tirando más a rubia que a morona, luminosa de rostro, la pestaña larga, los ojos grandes, claros y garzos, tan alegres que parecían encender cuanto miraban. La vio graciosa en extremo, espigada y cogida de cintura, derecha de espaldas, con los pechos que empujaban picudos el brial al inclinarse para arroparlo. Le enamoró aquel donaire al caminar, llevando la bandeja. El leve cimbrear del talle y el armonioso contoneo de las caderas, por el calzado que se había puesto para no hacer ruido.
Supo entonces el cirujano que tales sentimientos le venían en el momento justo. Antes, no habría sabido qué hacer con ellos. Dio por bien empleado todo el gasto de años que le condujera hasta allí, los tropiezos inesperados, las huidas furtivas, la mucha soledad, tantos apremios de lugares y gentes. Todo lo que fue llegando a golpes, sin entender su propósito, lo dejaba preparado para aquel encuentro.
A la dificultad para saber a qué atenerse respecto a su sexo se añadía ahora su natural pudor en los sentimientos. ¿Cómo expresarlos? Había oído romances, visto comedias, leído versos… Pero necesitaba palabras más sencillas. Y en estas dudas vino a ayudarle Inés, la hermana pequeña de María, muy unida a ella. No dejó de manifestar la chiquilla los celos propios de quien ha de compartir las atenciones con un desconocido. Sin embargo, con el tiempo se convertiría en su mejor cómplice. Andaba por los trece, llena de curiosidad. Supo Céspedes más tarde que había empezado a preguntar a su hermana mayor por lo que sucedía entre hombres y mujeres cuando se hallaban a solas, sin que ella acertara a responderle por no conocer varón.
A diferencia de otras mozas del pueblo, que andaban muy sueltas, ella estaba más recogida. Ayudaba a sus padres en las economías familiares, cuidando de las dos habitaciones que alquilaban a los forasteros. Allí había parado como huésped el cura del lugar, mientras reconstruían la casa parroquial. Y al ver la buena disposición de María le había enseñado a leer, escribir y llevar las cuentas.
Una mañana, los padres habían salido al campo con la pequeña, dejando solos en la casa a Eleno y María. Tropezó ella en el umbral de una puerta y él la sujetó entre sus brazos. Se juntaron sus rostros, tan cerca que podía oler su pelo y sentir el calor de su resuello. Tal era la turbación de Céspedes que no dejaba de apretarle la mano. Hasta que ella le dijo:
—Por mucho que me la estrujéis no le vais a sacar jugo.
Rio primero, por aquel desparpajo que no llegaba a ser descaro, sino pura naturalidad. Pero no la soltó. Les venció el deseo, largo tiempo aplazado. Estaban abrazándose, cerca del lecho, cuando llegó Inesilla, que había vuelto de improviso. Y tuvieron que ganársela para que les guardara el secreto.
Ella los acompañó en sus primeros paseos, cuando Eleno ya se sintió con fuerzas y se anunciaba el tumultuoso avance de la primavera. Como aquel día en que se detuvieron en un pajar junto a las eras. María pidió a Inés que vigilara el camino, por si venía alguien, mientras ella y Eleno entraban en el edificio de adobe urgidos por impulsos que la niña no alcanzaba a entender. Desde fuera, oyó los gritos de su hermana y vio a un labrador que se acercaba, jinete sobre un burro. Se temió que oyera a María y la sorprendiera junto con Eleno. Sacó entonces una flauta de caña que había hecho con sus propias manos y comenzó a tocarla, hasta perder de vista al rústico.
Cuando su hermana salió del pajar, Inés la asaeteaba con la mirada. Y tan pronto estuvieron solas le preguntó por lo sucedido allí dentro:
—¿Te hacía daño? Gritabas como si te estuviera matando.
—Eres muy niña para entenderlo.
Aunque la pequeña guardó el secreto, la madre no tardó en adivinar lo que allí sucedía. Reparó en las miradas cruzadas entre el huésped y su hija mayor. Conocía bien a María, y ahora se le mudaba la color del rostro, atrancándose en las palabras, con el ánimo suspenso. Se apocaba y parecía faltarle el aire cada vez que asomaba Eleno. Advirtió, en fin, que andaba toda ella hecha suspiros, muy trabada de amores.
Así dio en vigilarlos. Y, sin que ellos lo advirtieran, vino a sorprenderlos abrazados. Se lo contó a su marido. Y éste llamó a Eleno para pedirle que se fuera de aquella casa, donde tan bien se le había tratado, respondiendo con el abuso de su confianza.
Cuando lo supo, María se plantó ante ellos y les dijo:
—Yo me voy con él.
Se quedaron los padres de una pieza, preguntándole:
—¿Ha pasado algo que no tenga remedio?
—Él se me ha llevado la flor.
—¡Santo cielo! ¿Cómo ha podido ser esto? —lloró la madre.
—Con mi entero consentimiento. Y, para decir toda la verdad, con no poco gusto.
—¡Calla, desvergonzada!
Montó en cólera el padre. Pero Eleno los desarmó a ambos, dispuesto a afrontar sus responsabilidades. Solicitó que lo recibieran a solas. Y les pidió a María por mujer.
Francisco del Caño y Juana de Gasco se miraron. El labrador se hizo tres o cuatro vueltas en el bigote, muy digno. Volvió a observar a su mujer por el rabillo del ojo. Y contestó al fin:
—Dios mediante, ello se hará. Pero cumpliendo todas las diligencias propias del caso, sin dejar ni una. No es porque desconfiemos de vos, sino por desear lo mejor para nuestra hija.
Asintió Eleno. Había demasiados casamientos clandestinos y casos de bigamia. Toda precaución era poca.
Sabía lo que eso implicaba: ir a Madrid, mover documentos, aportar pruebas hasta conseguir la licencia en la vicaría. Y hacer las amonestaciones en las parroquias, invitando a comparecer a quienes tuviesen algo que objetar a los cónyuges.
F
ue una imprudencia rechazar los ofrecimientos de aquel solicitador. Céspedes conocía bien a tales sanguijuelas, que se cebaban en cuantos forasteros caían por la Corte extraviados en los interminables laberintos del papeleo. Ellos manejaban como nadie su tupida red de sobornos con alguaciles, procuradores, escribanos, sacristanes y toda suerte de chupatintas.
Aquel que se le ofreció para aligerar las diligencias le aseguró que nadie se aventuraba allí sin su concurso. Por eso se tomó tan mal la negativa de Eleno a pagar el correspondiente peaje.
De ello hubo de venirle el primer problema, durante su entrevista con Juan Bautista Neroni, vicario en Madrid del arzobispado toledano. Lo recibió mirándolo por encima de los anteojos. Sin ofrecerle asiento, terminó de examinar su petición y le preguntó:
—¿De dónde sois natural?
—De Vélez Málaga.
Como había hecho en otras ocasiones al contestar a la misma pregunta, prefería ocultar el nacimiento en Alhama. Allí podrían rastrear su inscripción como mujer en el libro de bautismo. Por el contrario, nada hallarían en los archivos parroquiales de Vélez, lugar que conocía bien.
Siguió Neroni leyendo su solicitud. Cuando hubo concluido, se quitó los anteojos, los dejó a un lado y lo miró de frente. Y, señalando su rostro, le dijo crudamente:
—Veo que no tenéis barba ni vello en la cara. ¿Acaso sois capón?
Aquella pregunta tan a quemarropa, dudando de sus atributos masculinos, habría desarmado a otro menos curtido que Eleno. Pero él ya estaba hecho a tales lances. Y respondió sin alterarse:
—He sido soldado en la guerra contra los moriscos, como podrá comprobar vuestra merced. Que me examinen.
—Así se hará, no lo dudéis —replicó el vicario.
Lo llevaron a una casa vecina, lo metieron en una habitación y le dijeron que esperase.
Entraron tres hombres. El que parecía de mayor autoridad traía una vela encendida. Y le ordenó:
—Desnudaos.
Se desabrochó Eleno y se bajó los calzones. Vinieron ante él y exploraron su sexo a la luz de la candela. Los tres le tocaron sus partes, para mayor seguridad. Se miraron entre sí y asintieron. El que llevaba el cirio le dijo:
—Daos la vuelta.
Se negó Céspedes, sin perder la compostura:
—No es eso lo acordado con el vicario, sino mostrar que no soy capón. ¿Están vuestras mercedes en condición de afirmarlo bajo juramento?
Se miraron entre sí los tres hombres, asintiendo.
—Pues, en ese caso, no perdamos más tiempo —los apremió, mientras se abrochaba—. Volvamos a la vicaría y vayamos concluyendo, que he de regresar a Ciempozuelos.
Retornó con los testigos a presencia de Juan Bautista Neroni y declararon ellos lo que vieron.
—Aquí tenéis vuestra licencia —le dijo el vicario—. Deberéis entregarla al cura que os casará.
En el camino de vuelta, Eleno rebosaba de contento. Había pasado con éxito la primera prueba. Ahora sólo quedaba esperar que no surgiesen obstáculos cuando los párrocos colocasen las amonestaciones en las puertas de las iglesias. No se engañaba sobre el alcance de esta medida, un mero trámite en otros casos. No sería así en el suyo, al dar señales de vida de un modo tan público. Si alguien lo acechaba, ésa sería su oportunidad.
Al cabo de una semana lo mandó llamar el cura de Ciempozuelos. Y al entrar en la sacristía le anunció:
—Ha habido objeciones.
—¿De quién?
Buscó el oficio entre sus papeles y le dijo:
—Una tal Isabel Ortiz, que vive en Madrid junto a la parroquia de San Francisco. ¿La conocéis?
—Sí. ¿Qué alega ella?
—Dice que le habíais dado promesa de casamiento.
Se quedó tan pasmado que sólo acertó a decir:
—Pero si no veo a esa mujer desde hace años.
Claro que, pensándolo bien, el testimonio de la viuda le evitaría problemas con quienes cuestionaban su hombría. Ahora lo que importaba era saber cómo afectaría aquello a los planes de boda con María del Caño.
—¿Y qué puedo hacer? —preguntó al párroco—. ¿Qué suele hacerse en estos casos?
—Mi consejo es que habléis con la persona que ha objetado para que retire sus cargos. Yo mismo os acompañaré, por si necesitáis un mediador y testigo, aunque todo deberá refrendarse en presencia del vicario Neroni.
—Os lo agradezco.
Conocía Céspedes el afecto del cura por la familia de María del Caño. Y en especial por la joven, a quien consideraba su pupila, por el buen trato recibido mientras fuera huésped en su casa. Siempre había animado a la muchacha para que prosiguiera en su dedicación y ampliara aquel servicio de hospedería que prestaban de tarde en tarde. La veía con buena cabeza para tales negocios, preferibles al fatigoso trabajo del campo. Pero no estaba seguro de que ese afecto del sacerdote por su futura esposa se hiciera extensivo a él. Seguramente habría deseado un matrimonio menos problemático.
Por ello, quiso Eleno anticiparse, poniendo en conocimiento de su prometida aquellas objeciones de la viuda. María le escuchó con aquellos ojos suyos, abiertos de par en par, y preguntó:
—¿Hubo tal?
—¿Promesa de matrimonio a Isabel Ortiz, quieres decir?
—Sí. Lo otro no deseo saberlo.
—Nunca hubo tal. Lo juro.
—Está bien. Te creo. Trata de que ella también lo vea. Tiene que ser muy duro para una mujer un desengaño así.
El reencuentro con Isabel Ortiz habría sido mucho más difícil sin el concurso del párroco de Ciempozuelos y el de San Francisco, que confesaba a la viuda en Madrid. El ascendiente de los dos clérigos fue suficiente para que los antiguos amantes se sentaran en la misma mesa, flanqueados por aquellos hombres de iglesia. Y mientras le hablaban, y ellos dos se miraban a hurtadillas, se preguntaba Eleno qué recuerdos quedarían en Isabel de aquellas noches de arrebato, cuando no parecía interponerse ninguna barrera. Imposible asegurar qué pesó más en su decisión de retirar la demanda, si su devoción en materia de fe o su no menos sincera entrega en los asuntos de cama. Pero lo cierto es que, vestida con toda modestia y recogimiento, aceptó acompañarlos ante el vicario y cesar en sus objeciones.
Dio Eleno una sustanciosa limosna al párroco de San Francisco. Y mientras regresaba a Ciempozuelos junto con su cura entendió que, a partir de ese momento, cualquier obstáculo que surgiese sería más dificultoso de vencer. Pues antes jugaba a su favor la condición de ex soldado en las Alpujarras y el examen y título de cirujano, que le daban cierta autoridad, mientras que ahora empezarían a estar prevenidos. Cualquier nuevo problema llovería sobre mojado, y sus movimientos serían observados con desconfianza. Por de pronto, los intentos de hacerlo todo con la mayor discreción ya se habían ido al garete. Debía evitar lo que tan a menudo le sucediera: estar de nuevo bajo escrutinio público, en la picota. Eso supondría tener que dejar el pueblo y echarse otra vez a los caminos.
Lo que entonces le sucedió fue lo peor imaginable.
Volvió a recibir un aviso del párroco. Y cuando lo visitó en la iglesia le bastó observar su rostro para ponderar el alcance de la complicación surgida.