«¿Qué me está pasando?», se preguntaba cada noche antes de dormirse, tras dejar el espejo junto a la cama.
Y al mirar al niño, que reposaba junto a ella —menudo, flaco, desmedrado—, y sentirse los pezones enrojecidos, la acometía un llanto incontenible.
N
o pudo dedicar mucho tiempo a aquellos abismos del sexo. Tenía que sacar adelante a su hijo. Las largas noches en vela, mientras le daba el pecho o esperaba a que se durmiese. Y luego vino la enfermedad de su madre, cuando se desplomó mientras la ayudaba a cambiar los pañales.
Tan pronto lo supieron en el cortijo, obligaron a la negra Francisca a abandonarlo. No sólo por temor al contagio, sino también por la sospecha de las sisas con que abastecía a Elena en los momentos de mayor penuria. Fueron el pretexto para que su amo Benito de Medina se librase de ella. Tampoco la admitieron en el hospital. La llevaron fuera, al cotarro, la enfermería donde se amontonaban los menesterosos. Que eran cada vez más, por sobrevenir una gran hambruna que agravaba las dolencias.
Todo allí andaba de harapo. No reunía las mínimas condiciones. Era muy caluroso, un auténtico horno. Y estaba tan infestado de chinches que sus paredes y techos parecían cobrar vida propia, como una marea. El único modo de acabar con ellos habría sido echar cielos rasos, picar y enlucir los muros. Pero no había dinero para eso, ni lugar al que llevar entretanto a los enfermos.
—Además, pronto volvería a llenarse de chinches —dijo, encogiéndose de hombros, el médico a quien el Concejo obligaba a visitar a aquellos desgraciados.
Ni siquiera los otros ingresados querían estar con una esclava negra en tan lamentables condiciones. Elena quiso llevarse a su madre con ella, pero no se lo permitieron. No la dejaron en la enfermería ni tenía dinero para el soborno que le exigían por mirar hacia otro lado. Tampoco lo aceptó su amo, Gaspar de Belmar. Y no se atrevió a insistirle. Temió que la echase de casa, junto con su hijo.
Nada dijo su madre. Ni un reproche. Se limitó a extinguirse lentamente a medida que se le descarnaban los miembros, se le hundían los ojos y se le apagaba el resuello. Parecía vuelta hacia adentro, al notar el repudio de todos. ¿Incluido el suyo? Aún seguiría preguntándoselo años después. Fue algo que nunca se perdonó.
Ni siquiera la dejaron morir en paz. No pudo estar a su lado, por el hijo y el trabajo, que la obligaban a regresar a casa cada noche. Cuando fue a buscarla a la mañana siguiente, halló su camastro vacío.
—Ya no conocía, perdió el sentido —le dijeron por toda explicación.
Su cuerpo estaba tirado sobre un carro, envuelto en un lienzo desgastado y mugriento, a punto de llevársela. Todavía con los ojos y la boca abiertos por los estertores finales.
Mientras se espantaba las lágrimas, buscó un sudario decente y un pañuelo para enrollarle la cabeza y mantenerle la boca cerrada. Pero, tras aquellas diligencias, ¿adónde conducirla? Tampoco esto resultó fácil. La negra Francisca no era cristiana bautizada.
—No podemos enterrarla en lugar sagrado —se negó el cura que atendía a los enfermos.
El propietario del carro en el que transportaban el cadáver maldecía, impaciente, mientras Elena trataba de encontrar algunos palmos de tierra donde sepultarla dignamente.
Aquel hombre, tras su segunda visita a la taberna, la amenazó con tirar a la difunta en medio del campo. Sólo le hizo callar la furia con que lo miró la mulata. Pero ella entendió que debería buscar una solución. Y pronto. No podía enterrarla en cualquier lugar y que los perros u otras alimañas escarbasen para devorar el cuerpo.
Tras mucho pensarlo, hubo de tragarse su orgullo y acudir al último sitio al que habría deseado hacerlo: al antiguo cortijo de donde las había echado su amo, Benito de Medina.
La escuchó él sin apenas mirarla. Tras ello, se limitó a hacer un gesto al mayordomo que la había acompañado a su presencia. Concedía así la aprobación para que le diesen tierra en un lugar recogido y apartado de la hacienda, con una tapia alta que protegería la tumba.
Al final añadió, dirigiéndose a Elena:
—Pasa a verme tras el entierro.
Fue la única vez que estuvo a solas con su verdadero padre. Se le agolpaban las preguntas en la boca. Pero pudo más su altanería. O quizá su miedo a saber. Y guardó silencio.
Benito de Medina tampoco dijo mucho. Apenas unas palabras mientras le entregaba los documentos de propiedad de la negra Francisca.
Cuando Elena pudo leerlos, algo le removió las entrañas de arriba abajo. Allí estaba la vida de su madre. También, en cierto modo, el arranque de la suya.
¿Fue entonces cuando empezó a fraguar su terrible decisión? Apenas hubo semana en que no se lo preguntara.
No constaba en aquellos papeles su lugar de origen, ni cómo llegó al reino de Granada. Poco pudo averiguar al respecto. La había oído suspirar alguna vez, cuando las golondrinas anidaban bajo el alero, porque ellas podían ir y venir libremente de un lado a otro del estrecho de Gibraltar. Cuando alguien les rompió los nidos fue un momento muy triste para ella. Los consideraba sagrados. Y dijo:
—Si África llora, España no ríe.
También le oyó contar las costumbres de los moros ricos, que se ofrecían negritos como regalo. Estos niños esclavos eran comprados como recuerdo durante la peregrinación a La Meca o viajes por tierras berberiscas.
Sabía Elena que los conquistadores cristianos adoptaron aquellos usos. Todo el mundo en Alhama tenía esclavos negros o moriscos, desde el clero a los oficios y cargos públicos como el fiscal, los tres procuradores, los cuatro abogados, los seis oficiales de pluma, los médicos, secretarios, escribanos y alguaciles. Incluso los artesanos más prósperos. Su posesión denotaba posibles.
Los documentos que le legaba Benito de Medina eran de una precisión inmisericorde. Quienes vendieron a su madre habían ido apuntando todos los gastos generados por aquella joven esclava negra: el coste de su alimentación, los arrieros para transportarla cuando estuvo más débil y temieron por su vida, los guías que hubieron de contratar en los pasos más dificultosos, el guarda que vigilaba a los cautivos en el mercado de Granada, el pregonero y el escribano…
Era un negocio del que vivía mucha gente. En el caso de su madre, la transacción especificaba que su primer comprador la había adquirido a los trece años de edad por sesenta arrobas de vino blanco añejo, un paño catalán de Figueras, veintiún ducados y un real. El segundo comprador, Benito de Medina, más prosaico, indicaba que la consiguió mediante trueque, por una mula de cuatro años bien ensillada y enjaezada. Así constaba en el documento de propiedad.
Nada más adecuado, porque ésa era la vida que había llevado su madre, la del burro: comer para trabajar y trabajar para comer. Apenas abandonó la hacienda de sus amos. Vestía la ropa vieja y raída que le pasaba doña Elena de Céspedes. Y, además de cocinar, atendía al mantenimiento diario de la casa: acarrear agua y leña, soplar la lumbre, limpiar, fregar, dejar las sartenes como patenas y los cazos como espejos, barrer, aliñar el estrado, hacer las camas, encender las velas, sacar la basura hasta el muladar…
Elena siempre recordaba a la negra Francisca sumida en un trajín de platos, escudillas y almireces, ollas y perolillos hirviendo en los fogones. Sus mejillas, enrojecidas por las llamas, y su piel parecían haberse oscurecido con el hollín que subía de la lumbre, chisporroteando hacia lo alto de la chimenea. Apenas la vio sentada a una mesa, sino doblada sobre muebles, suelo y hogar, los brazos —a la fuerza robustos por el trabajo de la casa— llevando cargas, alzando cántaros y calderos, removiendo sopas y gachas, escaldando aves…
Siempre la evocaría cercada por la más terrible soledad, encerrada en aquel cortijo y en su negra piel. Resignada a ser esclava. A servir sumisa al amo que la había dejado preñada. A aguantar después al labrador y molinero Pedro Hernández, que debía pasar por su padre putativo. En pocas palabras, a contentar a todos. Donde ella repartía, no faltaba comida a nadie, a todos hacía plato. Y el suyo propio era el último, aunque apenas probara bocado por rendirla el cansancio.
Todo aquello lo había sobrellevado para poder mantener a su hija. El único regalo que tuvo. Y si soportó al hombre que la violó y al que luego le asignaron para que siguiera haciéndolo, fue para que a su niña no le faltase protección y sustento.
Claro que su madre podía haber abortado. La mayor parte de las esclavas así lo hacían. Quizá también la negra Francisca se deshizo de lo que pudo venirle por parte de Hernández. ¿Por qué aceptó que naciera ella? Sin duda, porque prefirió retener el embarazo del amo, que le convenía más. Y porque Benito de Medina le prometió que liberaría al fruto de su relación e incluso lo reconocería como propio. Una palabra que luego no se atrevió a cumplir tras casarse con la rica viuda doña Elena de Céspedes.
Cuando terminó de leer los papeles, ya apuntaba en su cabeza aquella atroz resolución.
D
udó mucho antes de dar semejante paso. Quizá nunca lo habría hecho de no ser por las dificultades para sobrevivir. Nadie en Alhama recordaba una hambruna como aquella.
Gaspar de Belmar emprendió un largo viaje, cerró la casa y prescindió de sus servicios. Elena intentó ingresar en la lista de pobres oficiales, a los que se proveía mediante un fondo especial de doscientas cincuenta hogazas apuradas desde la corteza hasta el migajón.
No lo consiguió. Y estaba un día en una plaza, junto con su hijo, pidiendo caridad. Lloraba el pequeño Cristóbal a causa del hambre cuando acertó a pasar una mujer que distribuía aquel pan de indigentes. Tenía la cara picada de viruelas, pero su aspecto no atemorizó al niño cuando fue hasta ellos, encandilada por la criatura:
—¿Es hijo vuestro? —se interesó, mientras con la mirada le pedía permiso para tomarlo en brazos.
Asintió ella con tristeza, atajando la disculpa que adivinaba en la mujer por hacerle aquella pregunta. Saltaba a la vista que el niño era completamente blanco, sin rastro alguno de su color mulato.
Al sostener al pequeño, vio la mujer cuán desnutrido estaba. Y a lo largo de su conversación terminó confesándole que era estéril.
—A mi marido y a mí nos habría gustado tener descendencia. Sustento no le iba a faltar —suspiró.
Le contó que eran panaderos, con horno propio en Sevilla. Aunque ella había nacido en Alhama y su esposo en un pueblo vecino, La Laguna. Estaban allí de visita, ayudando en la tahona de sus padres.
Siguieron hablando, hasta hacerle aquella proposición. Negó entonces Elena con la cabeza, ahogadas las palabras por la congoja. Y al despedirse le dijo la panadera:
—Pensadlo bien. Nos marcharemos de Alhama pasado mañana.
Muchas vueltas le dio esa noche. Con un niño hambriento en los brazos, la situación empeoraba a ojos vista. No había qué llevarse a la boca. Los silos de trigo estaban vacíos. Habían devorado tiempo atrás todos los animales que hallaron a mano, incluidas ratas, lombrices y gusanos. Hasta las hierbas escaseaban. Y cuando los pobres hubieron terminado con ellas y las raíces que recogían en los campos, algunos empezaron a comer tierra, desesperados. Era cosa de gran dolor ver y oír a los niños, aquellas pobres criaturas clamando por calles y plazas hasta apagarse, boqueando en las esquinas.
Elena no quería que el suyo acabara así. Fue entonces cuando se decidió a dar aquel paso. Después, ni siquiera tendría fuerzas.
Se dirigió a casa del maestro Castillo, para despedirse. Lo encontró macilento y exhausto. Él la había rehuido desde que hizo de intermediario para su matrimonio con Cristóbal Lombardo. Se sentía culpable y cómplice de aquel extravío:
—Ya ves en qué estado me hallo, espirituado de puro flaco. Que donde no llega la cocina empieza la medicina, y donde no hay botica presto vienen los responsos.
Tras escuchar sus planes, le pidió que esperara un momento:
—Si vas a marchar a Granada, te daré algo.
Tardó un buen rato. Traía con él una carta que le entregó y lacró con su anillo, explicándole:
—Es para mi sobrino, Alonso del Castillo. Sólo tienes que preguntar por él, es bien conocido en la ciudad.
Al día siguiente, Elena se levantó antes de despuntar el alba. No pudo evitar que el niño se despertara al cargarlo a sus espaldas para encaminarse a la panadería.
Preguntó por la mujer con el rostro picado de viruelas, que se afanaba en la tahona. Cuando acudió, no se anduvo con rodeos:
—Yo no puedo mantener a mi hijo. Haría cualquier cosa antes que verlo muerto de hambre en Alhama. Y sé que con vuestras mercedes nunca andará falto de comida.
—¿Recordáis las condiciones de las que hablamos? —le preguntó la mujer, sacudiéndose la harina que le cubría las manos.
—Me comprometo a no reclamarlo ni verlo nunca más.
Entregar a su hijo fue como cortarse un brazo o aserrarse el corazón. Todavía ahora se preguntaba si alguna vez llegó a reponerse de ello.
La panadera le dio un hatillo que contenía comida y dos hogazas recién horneadas. Luego, tomándola de la mano, añadió:
—Aceptad estas monedas como viático.
Y puso en ella un bolsón de los llamados «gatos», muy resistentes para el viaje por estar hechos con la piel entera de uno de esos animales.
Le costó lo indecible abandonar el lugar. Aún andaba el sol asomando en bardas y tapias, descubriendo apenas las veredas. Un cuchillo le atravesaba las entrañas, sintiéndose como Judas tras vender a Jesús.
Se llegó hasta el mesón del cruce en busca de alguien que viajara a Granada. Terminó ajustándose en doce reales con un arriero morisco que trajinaba pellejos de aceite. Y acomodados así en dineros y cabalgaduras, emprendieron la marcha hacia la capital del reino.
El viaje fue duro. Por un lado, por el mal cabalgar sobre el borrico, los muslos fríos, las ingles doloridas, las asentaderas magulladas, los pies hinchados de llevarlos colgando, sin estribos. Y, sobre todo, por los negros pensamientos que la embargaban. Iba a cumplir los veinte años. No podía volver a Alhama, donde siempre sería la hija de una esclava.
También sabía que la dedicación más común entre las libertas y las madres solteras era vender sus cuerpos. Los amos usaban a las cautivas moriscas y negras para sus desahogos en la cama. Pero ella estaba dispuesta a luchar con todas sus fuerzas para no seguir ese camino. Necesitaba nuevos aires, aun a costa de hallarse en la más absoluta soledad, cuando más habría necesitado consuelo.