Así le concedieron la libertad y un nombre, aunque éste fuese de prestado, herencia de una muerta: aquella mujer que, no contenta con herrarla y marcarle la cara, ahora parecía señalarle de nuevo su identidad, aun estando difunta.
Fue el bautismo en la iglesia mayor. Su amo, en calidad de padrino, le hizo un regalo, el espejo de manos que había pertenecido a su esposa. Cuando la mulata se miraba en él, veía su cara con la S en uno de los carrillos y la I en el otro. Debajo, en el marco que daba paso al mango, estaba grabado el nombre de su antigua propietaria, ahora también el suyo: «Elena de Céspedes».
En lo más hondo de sí misma se propuso que algún día aquel nombre y su propia vida le pertenecerían por entero.
De momento, continuó junto a su madre, en el cortijo. Hasta que al cabo de algún tiempo, mientras saltaba una tapia, sintió una sensación de humedad pegajosa entre las piernas. Y al levantarse la falda vio que era sangre. Cuando se lo contó a la negra Francisca, ésta le explicó en qué consistiría aquella servidumbre. Otra más, entre las muchas exigidas por su condición.
—Ya eres mocita —concluyó.
Fue la primera vez que usó el espejo para examinar su sexo. Siempre había deseado hacerlo. Era un misterio, tanto más profundo cuanto que nadie quería hablar de ello. Le inquietaba lo que veía al bañarse con los niños de su edad. Esa parte oculta de su cuerpo no se asemejaba a lo que tenían ni los niños ni las niñas. Hubo algunas burlas. Y lo que vio reflejado en el cristal aún la condujo a mayor confusión. A partir de aquel momento procuró que nadie la volviese a ver desnuda.
Asistió luego, con temor y recelo, a las bellaquerías furtivas a las que se entregaban otras muchachas y muchachos de su edad. Algo les oyó contar, entre risas, pero nunca quiso seguir sus pasos. Sentía un rechazo superior a sus fuerzas. Asociaba todo aquello a las visitas nocturnas que Pedro Hernández hacía a su madre, cuando la negra Francisca la echaba de la habitación para hacer sitio en la cama al labrador y molinero. Cuando veía entrar por la puerta a aquel hombre hosco no conseguía olvidar el sangriento tributo pagado por la raposa que dejara la pata en su cepo.
Ahora, tantos años después, en la penumbra de la celda toledana, mientras revivía estos recuerdos, Céspedes se preguntaba por las averiguaciones sobre su persona que la justicia habría hecho en Alhama. Quizá algún conocido o compañero de juego infantil hubiera testificado en contra suya.
La confusa naturaleza de lo que albergaba entre las piernas fue ahondando su carácter retraído y solitario. Sobre todo, al considerar los dudosos privilegios de ser mujer. Porque ella era recia de miembros. Desde niña había tomado fuerza en los lomos y se atrevía a hacer lo que cualquier muchacho de su edad, y aún más.
No entendió al principio por qué, tras empezar a tener la regla, su madre se empeñó tanto en enseñarle sus recetas. Con el tiempo llegó a asumir que no podía dejarle otro patrimonio: sus celebradas empanadillas picantes, el alcuzcuz con garbanzos, las pepitorias, albondiguillas apretadas con culantro verde y otras cazuelas moriscas. Por no hablar de los sorbetes, dulces y postres: hojuelas, pestiños, tostones de cañamones y ajonjolí.
También le insistió en que aprendiera a tejer y coser. Aunque en este caso la negra Francisca hubo de pagar a otro para que la instruyera, al no ser tan práctica en ello como en la cocina. Comprometió en aquel esfuerzo buena parte de sus ahorros, que tantos años le costaran y con los que quizá soñase comprar algún día su propia libertad. Pero, gracias al sacrificio de su madre, no pudo tener mejor maestro: Castillo el Viejo, un morisco muy respetado. ¡Cuántas veces, a lo largo de su vida, tendría que reconocerle su adiestramiento en el manejo de la aguja!
Aún más le agradecería que la enseñase a leer y escribir, al advertir sus naturales talentos. Así pudo dominar el alfabeto. Algo tan poco corriente entre mujeres y excepcional entre las nacidas esclavas. De nada habría valido todo lo que hizo después sin aquella habilidad. Ni sus esforzados hechos de armas, ni la violencia ciega a la que se aplicó, ni sus laboriosos afanes con telas y agujas, ni sus incesantes idas y venidas. Nada la ayudó más a superar el color de su piel y el oscuro destino que le reservaban.
La razón de los desvelos maternos no se le reveló hasta pasado algún tiempo. Tres o cuatro años después de haber estrenado su libertad, hubo de asumir sus cargas. Y entender que la necesidad empujaba a la negra Francisca a una decisión que la sometería al yugo de otra esclavitud no menos gravosa.
U
n día, mientras Elena trajinaba en los fogones, entró en la cocina el maestro Castillo.
No se sorprendió la muchacha. Su madre lo invitaba de tanto en tanto para mejor corresponderle por las enseñanzas prestadas a su hija.
Pero esta vez no venía solo. Lo acompañaba un mozo que aún no habría cumplido la veintena.
La presencia inesperada del joven la desconcertó. Se sentía incómoda. Todavía le picaban los ojos. Acababa de menudear la cebolla para acompañar unos tasajos de carnero. Y la negra Francisca estaba en la habitación de al lado rematando en el horno unas rosquillas de alfajor y anís.
Cuando Castillo el Viejo presentó al mozo como Cristóbal Lombardo, también éste pareció fuera de lugar. Se le veía violento, tímido y torpe. La miraba de hito en hito con sus ojos glaucos, de un verde grisáceo, tiritando bajo el pelo rojizo, sobre la piel pecosa.
No mejoró su elocuencia durante la comida. Apenas habló. Sólo lo hizo para secundar los cumplidos del maestro tejedor sobre los platos, farfullando desvaídos elogios. A los que la madre respondió insistiendo en que todo lo había hecho Elena.
Así fue como ésta se hizo cargo de la encerrona. Y cuando se hubieron ido los dos hombres, se encaró con su progenitora para decirle:
—No sé lo que pretendes, pero no me gusta ese mozo. No tiene conversación, es lerdo y canijo, muy poquita cosa.
—Por ruin que parezca, casadero es.
En esas, y en otras palabras que le fue diciendo, advirtió la triste condición en que empezaba a estar la negra Francisca. Cualquier matrimonio de su hija le parecía un avance respecto a su posición de esclava. El amo no la frecuentaba desde mucho tiempo atrás. Temía que de un momento a otro les hiciese abandonar la hacienda. ¿Y adonde irían entonces? Por el contrario, Elena ya no era una niña, y su cuerpo bien desarrollado atraía a los hombres.
A pesar de aquel asedio, la muchacha se negaba a matrimoniar con un pretendiente tan poco agraciado, alegando:
—Madre, aún no he cumplido los dieciséis.
—A tu edad muchas ya están casadas y con hijos. Quién sabe cuándo volverás a tener otra oportunidad.
Ciertamente, no encontraría muchos hombres libres, blancos y cristianos viejos que quisieran unir su suerte a una mulata como ella: sin dote, oficio ni beneficio, nacida esclava y con la cara marcada.
Sus discusiones con la negra Francisca siempre terminaban entre sollozos y reproches por el modo en que le pagaba tantos sacrificios como había hecho por ella. Así, un día tras otro. Hasta que terminó cediendo y casándose con Cristóbal Lombardo.
Aún recordaba con pavor la noche de bodas. Aquella violación.
Le siguieron varias semanas de lo mismo. Sólo con el tiempo, amortiguados el dolor y las humillaciones, llegó a sentir una malsana curiosidad sobre aquel extraño miembro que tenía su marido entre las piernas. A pesar de que en ese momento nada odiaba más en el mundo, le intrigaban sus súbitos cambios de estado, forma y tamaño. También, los esfuerzos del hombre para hacerse con su dominio. Un control siempre precario, dadas sus singulares propiedades.
Pudo comprobarlo por sí misma años después, cuando hubo de afrontar un reto semejante con otras mujeres ejerciendo el cometido de los varones. Entonces, aquellas semanas infernales de recién casada serían como un clavo ardiendo al que agarrarse, su única oportunidad para saber cómo se comportaban ellos en la cama. No tendría otro modelo, aunque lo aborreciera.
A aquellas noches interminables había que añadir las continuas servidumbres de la casa. El lavado de la ropa y su misérrimo ajuar, la preparación de la comida que llevaba a su marido hasta el edificio que estaba construyendo.
Porque era albañil, poco más que un simple peón o aprendiz. Pronto comprobó que sus compañeros no lo respetaban. Elena había visto trabajar a los alarifes moriscos, sabía del primor con que arrancaban al ladrillo todos sus matices. Y a su marido apenas se le veía capaz de sacar una pared de los cimientos y echarla hacia arriba a derechas.
Aun así, nada dijo. Hasta aquel día.
Se había esmerado largas horas preparándole la comida, con las cuatro monedas que él no gastaba en la taberna. Y cuando le tendió la cesta de mimbre hasta el andamio, su esposo trató de compensar la falta de aprecio de sus compañeros menospreciándola a ella. Quejándose de lo que le llevaba, maldiciendo su suerte por haberse casado con una antigua esclava que más parecía mora que otra cosa. Elena pensó en abandonar la resignación, buscar otros caminos que no pasaran por las largas esperas a que él volviese medio borracho para proseguir sus torpes abusos.
La negra Francisca, que debería ser su paño de lágrimas, la aconsejaba aguantar. Cuando él empezó a no traer ningún sueldo a casa, porque se lo había bebido o jugado, su madre llegó a hacer algo que jamás se permitiera antes: sisar algunas viandas del cortijo para entregárselas a la hija.
Un atardecer, alarmada por la tardanza de su marido, Elena fue a buscarlo a la taberna. No lo encontró. Sólo halló miradas de condescendencia, palabras equívocas de rufianes que se ofrecían a sustituirlo. Todos los malentendidos que provocaba la presencia allí y a aquellas horas de una mulata con el rostro marcado.
Él no volvió esa noche a casa. Tampoco a la obra, como pudo comprobar el día siguiente al acudir a aquel lugar para llevarle la comida.
—Mejor así —le dijo el capataz—. Ése bebía más que trabajaba.
No pudo soportar las miradas sarcásticas de los compañeros de su esposo. Ni las bromas groseras mientras se alejaba. Nunca se había sentido tan humillada. Al pasar junto al tajo del río, arrojó la cesta por el barranco.
Su marido jamás volvió. Sólo habían estado juntos tres meses. Pero antes de abandonarla le había dejado un recuerdo. Otra marca a fuego que envenenaría su vida.
N
o tardó en comprender que estaba embarazada. Cuando se lo comunicó a su madre, pudo adivinar lo que ésta sentía. Elena quiso tranquilizarla, aunque también dejar las cosas claras:
—No te culpes por haberme forzado al matrimonio —dijo a la negra Francisca—. Tampoco quiero ser una carga para ti. He estado buscando trabajo y me ha aceptado como criada Gaspar de Belmar.
—¿El administrador del estanco del tabaco?
—Acaba de enviudar y necesita a alguien para llevar la casa mientras atiende su negocio.
Aún percibió en los ojos de su madre aquella chispa de inquietud por lo que se le venía encima. Y quiso atajar las palabras que ya adivinaba:
—No volveré a soportar encima de mí el peso de un hombre. No seré esclava de nadie.
Fue notando Elena todos los cambios que iban teniendo lugar en su cuerpo. Vio cómo se le deformaba el vientre, el fluir de la sangre arropándolo, la flojera en las piernas, una torpeza que la acometía en las labores de la casa ajena que ahora cuidaba. Entre conmovida y aterrada empezó a percibir los movimientos de aquella otra vida que venía de camino.
Su madre la frecuentaba ahora más. Y Elena experimentaba hacia ella un confuso amasijo de sentimientos. Por un lado, un fondo de rencor, por haberla metido en semejante embrollo. Por otro, volvía a sentirse más hija suya que nunca mientras escuchaba sus consejos y entendía lo que debió pasar al quedarse embarazada de ella. Una hija que en un principio también hubo de ser algo ajeno, impuesto.
Llegó el momento del parto. Tan prolongado que más parecía castigo que alumbramiento. Hubo de poner gran fuerza en aquel trance.
—¡Aprieta, que ya viene! —le decía su madre.
Sintió el desgarro de la carne, el dolor punzante que allí se le concentraba. Oyó, al fin, el llanto del niño, poco antes de desmayarse.
Cuando volvió en sí y se lo trajeron, le pareció que había salido a su padre. Y en aquel momento decidió que le pondría el mismo nombre, Cristóbal, para recordar de dónde venía la semilla.
Luego, volvió a caer en un sopor profundo, como de fiebre.
Al despertar, oyó los cuchicheos de su madre y la comadrona. Hablaban en voz baja, para no molestarla. Pero pudo oírlas. Supo que algo pasaba.
La partera no quiso soltar prenda. Esperó a que saliera para preguntárselo a la negra Francisca. También ella le contestó con evasivas.
—¿Qué me estáis ocultando? Tráeme un espejo —le pidió.
—Pero, hija, ¿de dónde saco yo un espejo?
—El de la señora, el que me regaló el amo. Está en mi baúl.
Volvió al cabo de un rato.
—No lo he encontrado.
Sabía que le estaba mintiendo.
En cuanto la dejaron sola, salió de la cama y se arrastró hasta su baúl. Allí estaba el espejo.
Asomó el rostro sobre la inscripción «Elena de Céspedes» que bordeaba el óvalo del marco. Recorrió con el dedo índice las cicatrices de los herrajes, la S y la I que se habían amoratado con el tiempo y ahora estaban más grises y apagadas. Fuera de eso, no notó nada especial.
Tuvo una sospecha y bajó el espejo hasta su sexo. Estaba hinchado, tumefacto, irreconocible. Tan confuso como siempre. Sin embargo, había una novedad: aquel pedazo de carne sonrosada.
«¿De dónde ha salido esto?», se preguntó.
Sobre la hendidura que le correspondía como mujer asomaba un pequeño tallo, parecido a un dedo pulgar y que en algo le recordó a un miembro de hombre.
Cuando entraron su madre y la partera, les preguntó, señalando entre sus piernas:
—¿Qué es esto que tengo aquí?
Su madre trató de tranquilizarla:
—No es nada, hija. Con la fuerza que pusiste en el parto se rompió un pellejo que tenías sobre el caño de la orina.
—Hay que darle tiempo —añadió la comadrona—. Todo volverá a su ser.
Pero no fue así. Al cabo de algunas semanas notó que aquello se ponía duro cuando tenía deseo, desentumeciéndose y saliendo de su sitio. Y, pasada la alteración, se enmustecía, recogiéndose donde estaba antes, tal como le sucedía a su marido cuando la poseía.