—Será uno de tus regalos de boda —conminó al marido.
La segunda condición era marcar con hierros a la pequeña mulata. Ya tenía diez años, y nadie debía cuestionar su condición de esclava. Fue un golpe muy duro para la negra Francisca. El amo le había prometido liberar algún día a su hija, y esas marcas le durarían de por vida.
Ahora, en Vélez Málaga, tras recorrer con sus dedos las cicatrices de la niña, aquel morisco dictaminaba:
—No son muy profundas.
Benito de Medina había buscado un herrero con experiencia en tales trabajos y elegido los aceros más finos. También rehusó los carteles largos, por el estilo de S
OY DE
F
ULANO
. Simplemente, una S en una mejilla, y en la otra una I, un trazo vertical rematado con una pequeña cabeza, semejando un clavo. Cuando se tenían a la vista las dos mejillas, se sobreentendía «es-clavo».
Ahora, aquel hombre le aplicaba un bálsamo con penetrante olor a enebro.
—Ayudará a cicatrizar las heridas. Lo usaba para las cabras en mis tiempos de pastor, no te ofendas. Por si te sirve de consuelo, conozco un morisco que lleva grabado en la piel, a fuego, su lugar de origen, Torredonjimeno.
—¿En toda la cara? —balbuceó la niña.
—De ese modo, si se escapa, lo pueden devolver a su hacienda.
Cuando hubo terminado de extender el emplasto, añadió:
—Se te curarán las marcas, igual que a mí. Las primeras me las pusieron cuando tenía un par de años menos que tú, y cerraron bien. Las que ahora ves son recientes. Hui, me capturaron y me volvieron a herrar.
Al ver que la niña no levantaba los ojos, trató de animarla:
—Vamos, vamos, tienes toda la vida por delante…
—¡Una vida de esclava! —gimió ella.
—Incluso como esclava merece la pena.
Se llamaba aquel hombre Gazul Belvís. Y la pequeña mulata pudo comprobar su temple al cabo de algunos meses. Cuando vinieron a verlo unos amigos moriscos, con el susto en el cuerpo.
Condujeron a Gazul y a la niña hasta una casa modesta en su exterior, pero muy distinta cuando se entraba hasta la amplia habitación del fondo. Había allí numerosa familia, en un silencio sobrecogedor. La penumbra aumentaba la impresión causada por la escena, a la sola luz de un brasero. Y más cuando empezaron a oírse algunos lamentos ahogados.
Al acostumbrarse la vista, se distinguían muchas vasijas llenas de agua de azahar, laurel y romero. Y en medio, abierto, un Corán en arábigo, junto a un muerto que ya olería de no ser por los perfumes y el incienso quemados en los pebeteros. Estaba envuelto en una mortaja de lienzo nuevo, blanco y fino. Las manos, sobre el ombligo, no formaban la cruz, apartándose de la costumbre entre cristianos.
El difunto era un morisco acomodado. Al igual que muchos de los suyos, lo habían bautizado a la fuerza. Pero, como tantos otros, guardaba en el corazón la fe de sus mayores, practicando en secreto las ceremonias del islam. Y a la vista estaba que sus deudos querían enterrarlo según el rito musulmán. Habían encubierto la muerte al cura del lugar, por tener ya dispuesta una sepultura en tierra no sacramentada, sino virgen, orientada hacia La Meca.
Llevaban dos días ocultándolo para reunir a la familia y despedirlo. La mala suerte quiso que al tercero unos vecinos, cristianos viejos, entrasen en sospechas, averiguasen lo ocurrido y avisaran al párroco. Ahora, habían visto a éste revistiéndose en la iglesia para ejercer su ministerio. Por eso habían corrido a avisar a Gazul. Sólo él podría aplacar la borrasca que se les aproximaba. Sabían de sus buenas relaciones con el cura.
Estaban discutiendo en un rincón cuando sonaron fuertes golpes en la puerta. Era el párroco.
—¡Abrid! —gritaba—. ¡Malditos moriscos! Traerlos a la iglesia es como llevarlos a galeras; al sermón, como si fueran a la picota; a la confesión, como al potro; y a la comunión, como a la horca. Pero nunca me habían hurtado un muerto en mi jurisdicción.
Continuaron los golpes, cada vez más enérgicos, amenazando con desquiciar la hoja de madera y echarla abajo. Hasta que Gazul convenció a los habitantes de la casa para que abrieran, antes de que acudiese más gente y aumentara el escándalo.
Entró el clérigo en tromba, junto al sacristán. Y al hallar aquel velatorio oficiado a la musulmana, prorrumpió en grandes alaridos.
Porfió para llevarse el cuerpo y darle cristiana sepultura.
Los familiares del difunto le rogaron que no lo hiciera.
Se negaron cura y sacristán, avanzando hacia el cadáver. Y en ese momento, con el calor de la discusión, llovieron sobre el clérigo y su asistente tantos golpes que hubieron de salir huyendo.
Fue entonces cuando se dieron cuenta de la gravedad de la situación.
—¿Y ahora? —les reprendió Gazul.
Bajaron ellos la cabeza. Si el cura denunciaba el caso, sería la perdición de cuantos resultaran acusados por su testimonio y el del sacristán.
—Vamos a ver —prosiguió él—. ¿Cuánto podéis ofrecer al párroco?
Discutieron los familiares. Hasta que el más anciano cortó la disputa asegurando, tajante:
—Tres mil reales.
—Es una buena suma. Veré lo que puedo hacer. Tú quédate aquí —dijo a la niña.
Tardó un buen rato en regresar.
—No os denunciará —les aseguró—. Es más, os dejará enterrar al difunto en esa sepultura a la morisca que le tenéis preparada.
A la niña le llamó la atención que algunos quisieran besarle las manos, agradecidos, aunque él no lo consintiera. A pesar de ser un esclavo, los suyos lo trataban como a alguien de muy alto rango.
De ese modo, lo que podría haber terminado en una tragedia se resolvió con una tregua de conciliación entre moros conversos y cristianos viejos. O eso creyeron los más optimistas. Porque la niña notó la preocupación de Gazul. La entendió más tarde. Cuando, debido al color de su piel y a su nacimiento en Alhama, se quedó en la misma tierra de nadie que los moriscos. Entonces hubo de asumir las duras condiciones en que vivían. Ellos ya no eran moros, estaban bautizados. Pero tampoco los cristianos viejos los consideraban de los suyos ni los trataban como tales. Y los de Vélez no tardaron en tomarse la revancha, tras extenderse los rumores del apaño sobre aquel entierro. Lo hicieron con una burla extremadamente cruel.
Una mañana, cuando las primeras vecinas moriscas acudían a la fuente de la plaza, se encontraron con grandes lonchas de tocino atadas a los caños. Cada uno de los cincos leones de bronce que los adornaban parecía morder aquella carne que su religión vedaba a los mahometanos. Quien así hubiera procedido sabía que esto no iba a suponer ningún problema para los cristianos viejos, pero sí para los moros conversos que en su corazón se mantuviesen musulmanes. Ellos consideraban al cerdo un animal impuro, contaminador de cuanto tocaba. Además, no bebían vino, sólo agua. Y quienes se negaran a tomar la de aquella fuente, la única que tenían a mano, quedarían marcados como creyentes del islam, cuestionando en público la sinceridad de su bautismo.
Cuando fueron a contárselo a Gazul, se quedó al pronto consternado. Pensó durante largo rato, paseando arriba y abajo. Luego pidió permiso al amo para ausentarse algunas horas y llevar a la niña consigo.
Mientras salían del pueblo, encaminándose a unas montañas cercanas, él le preguntó:
—¿Sabrás guardar un secreto?
—Claro que sí, ¿por quién me has tomado?
—Necesito tu ayuda para lo que he de hacer —y le mostró el azadón que llevaba.
Nadie la había hecho sentir tan importante.
—¿Qué tal silbas? —se interesó Gazul cuando hubieron llegado al pie de una montaña.
Ella metió los dedos índices en las comisuras de los labios, los tensó y sopló con fuerza.
—Eres una niña muy lista. Voy a trepar hasta lo alto por esa senda. Tú vigila el camino y, si viene alguien, me haces una señal. Bajaré enseguida.
No tardó en regresar.
De vuelta al cortijo, le anunció:
—Al atardecer iremos a ver la fuente.
Dijo esto con una sonrisa picara, negándose a explicarle nada más:
—Espera. Ten paciencia y lo verás con tus propios ojos.
Cuando esa tarde se llegaron hasta la plaza, el pueblo estaba alborotado. Varias vecinas zarandeaban los brazos como gallinas que acuden al grano, las alas abiertas y cacareando. La fuente había dejado de manar.
Gazul hizo un guiño a la pequeña para que no hiciese preguntas.
—Luego te lo cuento —le prometió, al oído.
Mientras regresaban a la hacienda de sus amos, le fue diciendo, esforzándose en contener la risa:
—Esta fuente ya dio problemas desde sus obras. Salió tan cara que se quiso hacer un chorro para que en ella abrevase el ganado, con su propio pilar, y así aprovecharla mejor. Cuando estuvo acabado, fue todo el pueblo a verlo. Y, como gente mal avenida, no llegaban a un acuerdo sobre la altura del caño destinado a los animales. Unos decían que el pilar estaba muy bajo, y otros que demasiado alto. Decidió el alcalde zanjar la discusión, bebiendo él mismo de allí para probarlo. Y en apartándose, ya saciado, lo rodearon a la espera de su veredicto. Que fue éste: «Pardiez, no hay más que hablar. Que pues yo alcanzo, no habrá bestia que no haga otro tanto».
—¿Y por qué se ha secado ahora?
—En mis tiempos de cabrero apacentaba los rebaños entre esos peñascos resecos por donde me has visto trepar. Un día en que andaba sediento y se me había acabado el agua, desapareció mi perro. Regresó al cabo de un rato, con las patas mojadas. Lo até, esperando que volviera a tener sed. Y cuando lo noté con ansias de beber le fui dando más cuerda. Hasta que, hociqueando, terminó por llevarme hasta una cueva, tan oculta que yo nunca la habría descubierto por mí mismo.
—¿Fue allí donde subiste esta mañana?
—Sí. Dentro encontré un manantial. Por la dirección que llevaba, supuse que sería el que alimenta la fuente. Lo comprobé desviándolo hacia el fondo de la cueva, y viendo que se secaban los caños de la plaza. Ahora el problema es de todos, no sólo de los moriscos. Pronto le encontrarán solución. Y cuando lo hayan hecho yo quitaré la presa y el agua volverá a manar como antes.
No resultó fácil sustituir los cinco leones de bronce. Supuso gran obra. Estaban empotrados en la pared trasera de un edificio de mucho porte y hubo que desmontar los sillares.
Se trató de cargar a los moriscos con las costas, pero Gazul hizo ver a las autoridades que aquella fuente ya la habían pagado ellos con sus tributos. Y era del todo evidente que eran otros los autores del desaguisado que tanto les perjudicaba. Correspondía, pues, al municipio repararla con el resto de las contribuciones. Las de los cristianos viejos.
—Ahora, se lo pensarán dos veces antes de volver a gastar ciertas bromas —concluyó.
Por el modo en que se manejaba Gazul en cuestiones de leyes vino a deducir la niña que no era la primera vez que recurría a aquellas argucias. Decían algunos que ello se debía a los muchos pleitos que había mantenido en la Audiencia de Granada, antes de terminar en Vélez.
Ahí se quedaron las averiguaciones de la pequeña. Cuando hizo nuevas preguntas, nadie parecía conocer más detalles sobre el morisco. Según rumores, su vida había sido tan desgraciada que otros en su lugar estarían desesperados. Él, sin embargo, era un hombre animoso y alegre.
La niña entendió que sería inútil tantear los secretos que no quisiera desvelarle. Se limitaba a sonreír, haciendo un gesto que la invitaba a dejarlo estar.
Decía que sólo chapurreaba el árabe, y que era analfabeto. Pero, en una ocasión en que Gazul creía no ser visto de nadie, ella lo sorprendió leyendo y escribiendo tanto en esa lengua como en romance. Y en otra lo vio ocultar papeles y libros arábigos en los barriles de salazones que acarreaban los arrieros moriscos desde la zona atunera de las almadrabas.
La pequeña se preguntaba, entonces, cuál era la verdadera dedicación de aquel hombre. Hasta que un buen día desapareció sin dejar rastro.
En realidad, no fue un buen día, sino una fecha aciaga. Cuando vieron venir aquella gente fuertemente armada.
Salió el dueño a su encuentro hasta la puerta de la hacienda, donde le entregaron una carta.
Tras su lectura, quedó el amo cariacontecido.
La misma gravedad tenía en el semblante cuando la niña fue llevada a su presencia y él le dijo:
—Prepárate. Has de acompañar a estos hombres.
N
ada le explicaron, ni tampoco los seis hombres de espada que habían llegado a la hacienda. Ni siquiera a dónde la llevaban. Pero algo muy delicado e importante debía suceder para que su propia señora, Ana de Deza, se uniese a ellos, tras advertir a la niña:
—Salimos de viaje. Date prisa, que nos esperan.
Imposible no pensar en Gazul mientras se alejaban. ¿Dónde se habría metido?
Le pareció verlo al pasar junto al monte en el que se abría la cueva del agua. Quiso reconocerlo en aquella silueta que la despedía a hurtadillas. Aunque quizá todo fueran imaginaciones suyas.
Al cabo de algunas leguas tomaron el camino de Granada. El corazón le dio un vuelco al pensar que deberían pasar por Alhama.
Una vez allí, se dirigieron al cortijo.
Su madre no podía contener las lágrimas al verla de nuevo, tras casi dos años de ausencia.
—¡Cómo has crecido, hija mía!
Reparó luego la niña en que todo el mundo lloraba.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Es por doña Elena de Céspedes… La señora acaba de morir.
Ahora las cosas cambiaban. Cuando su hijastra Ana de Deza hubo dejado el cortijo para regresar a Vélez, Benito de Medina osó hacer algo que había prometido, sin atreverse a cumplirlo mientras viviera su mujer: liberar a la pequeña mulata.
Sin embargo, como temía a los padres de su difunta esposa, lo disfrazó de homenaje a la muerta. Y así, bautizó a la niña con su mismo nombre.
Hizo venir a un escribano y, apalabrados dos testigos, dictó:
—«Yo, Benito de Medina, vecino y natural de Alhama de Granada y parroquiano de la colación de su iglesia mayor, tengo a una esclava de edad de doce años, la color mulata, de membrillo cocido, hasta aquí sin nombre ni bautismo. Sepan cuantos esta carta vieren que por la presente le doy licencia y facultad cumplida para que pueda disponer de su persona y bienes como bien quisiere y por bien tuviere, así como para ordenar su alma y hacer testamento como cualquier persona libre. Y lo hago en memoria de mi difunta esposa. En atención a la cual la dicha esclava se llamará desde aquí Elena de Céspedes, con su mismo nombre y apellido. De lo cual doy fe ante el escribano público de este lugar y los testigos que suscriben».