—No necesito justicia, ya sé tomármela por mi mano.
Elena la esquivó y le echó por encima una de las redes, que hizo caer a la vieja, inmovilizándola. Las compañeras de la mulata tiraron de las cuerdas, arrastrándola y burlándose de aquella chismosa:
—¡Mucha mojama para tan poco atún!
Cuando logró desembarazarse, la comadre se alejó profiriendo amenazas. Vio Elena que se unía a las mozas de partido venidas de Jerez, uno de los grupos más bravos y pendencieros. Estaban a cargo de un rufián llamado Heredia, un antiguo sillero que trenzaba la anea para los asientos. De ahí pasó a las redes, y de las redes a las putas.
Era hombre de muy malas pulgas, áspero como ortiga y más rápido que una centella. Bastaba que algún tahúr le alzara la voz para que le anduviera al acecho. Y cumplía sus advertencias. Uno que se negó a pagar a una de las pupilas amaneció achicharrado en su choza.
La propia Elena lo había visto en una ocasión, jugando a los naipes. Heredia recibió a un incauto como a tordo nuevo al que desplumar. Lo fue arreando, dejándole ganar algunos cobres, emboscándolo en la moneda para tenerlo goloso. Cuando ya sentía el freno contra el colmillo y se disponía a tirar de las riendas para cobrarse la pieza, su rival quiso dejar la partida alegando que llamaba el misionero para la misa. Sospechó Heredia que intentaba escapar con las ganancias. Y cuando se arrimó a ellos el sacerdote, para arrearlos, trató de espantarlo de allí a punta de blasfemias. El religioso lo conminó a arrepentirse blandiendo un crucifijo. Aquel bribón le arrebató el Cristo y le dio con él un golpe tal que le dejó el INRI marcado en la cara.
Su contendiente en las cartas, al ver al cura descalabrado y a sí mismo sin salvador al que acogerse, sacó su espada. Pero no era ya tiempo de floreos, se le traslucía demasiado el miedo. Empuñó el rufián la suya. Y antes de que su oponente se diera cuenta cabal, se oyó un gran golpe seguido de un chasquido como de calabaza al partirse.
Lo siguiente que pudo ver la mulata fue a Heredia que limpiaba la sangre del acero, y al otro de bruces sobre la mesa, la cabeza abierta en dos.
Esto había sucedido tres días antes. Ahora, aquel grupo de mujerzuelas traído por el rufián hacía corro alrededor de la vieja alcahueta, señalando a Elena entre insultos y amenazas.
D
esde que el barco enfiló la bahía, Elena se quedó prendada del lugar. La deslumbró aquella rociada de luz sobre las aguas turbias del Guadalquivir, rendidas al océano. Y, más tarde, el sol rojizo hundiéndose majestuoso en el mar. Aquel horizonte, limpio y despejado, le pareció un presagio de plenitud.
Se había convencido a sí misma para hacer el viaje pretextando nuevas oportunidades de trabajo. Pero era Ana de Albánchez quien tiraba de ella como un imán.
No exageraba la joven sobre la prosperidad de Sanlúcar de Barrameda. Seguían armándose navíos sin tregua, como antes sucediera con los botados para la conquista de las Canarias, los viajes de Colón o el de Magallanes que dio la vuelta al globo. Se mantenía intacto el vislumbre de nuevos mundos, un aire y promesa de libertad.
La buena fortuna de aquel enclave se había acrecentado desde que los duques de Medina Sidonia trasladasen allí su sede sevillana. Y aunque la casa ducal no atravesara su mejor momento, continuaba siendo una de las más ricas de Europa y detentando el monopolio de las almadrabas para la pesca del atún.
El palacio en que vivían Ana de Albánchez y su marido, el mercader en lienzos Hernando de Toledo, no podía compararse con el de los duques. Aun así, el edificio llenó de admiración a Elena, quien advirtió entre la servidumbre a algunos indios, descendientes de los que Hernán Cortés encomendara a Medina Sidonia.
De inmediato, Ana le consiguió un local holgado donde instalar su taller de sastre, en una plaza bien situada. Tal y como le había prometido, nadie le estorbó el ejercicio público del oficio. Con lo que se ganaba bien la vida.
Mucho ayudó a ello el primer vestido que le encargara la propia joven, por ser ella tan gallarda y lucirlo tanto. Aunque lo afeara cierta inclinación por los detalles ostentosos que mostraba la de Albánchez.
A ese primer vestido le siguió otro, algunas semanas más tarde. Fue entonces, con ocasión de tomarle las medidas, cuando a la mulata se le confirmó la verdadera naturaleza de sus sentimientos.
Ya había experimentado antes aquella opresión en las sienes y las ingles, el golpe o tamborileo de la sangre. En realidad, nunca cesó desde que tuvo a su hijo y su sexo adquiriese tan extraña forma. Llegó a pensar luego, en sus horas más turbias, que aquel dolor que allí sentía era castigo por haber abandonado al pequeño Cristóbal. Se había mirado a menudo sus partes en el espejo heredado de doña Elena de Céspedes. Pero nunca entendió lo que le pasaba.
Hasta aquel día con Ana de Albánchez. Cuando empezó a removerse en su interior el verdadero deseo.
Estaban en la alcoba de la joven, que daba al jardín y al mar. La presidía una cama con dosel de damasco y colcha de terciopelo bordado con hilo de oro. Sobre aquel lecho se extendían telas de todas clases para elegir la del nuevo vestido: piezas de brocado, paño frisado, rasos, sedas de las más finas…
Se empezó a despojar Ana de sus prendas, para que le tomara medidas. Iba dejando las que se quitaba sobre un arcón forrado en cordobán. Al irse desnudando, su piel blanquísima, tan fina que se traslucía el azulear de las venas, quedaba envuelta por la luz que entraba desde el jardín. Bajo la leve tela de la camisa apuntaban los pechos redondos y firmes. Y mientras la joven se dirigía hacia la mulata, alzando los brazos para que la midiera, su rostro se afilaba por la malicia. Allí estaba, menuda, esbelta, cimbreante. Una hermosura sin atenuantes, un cuerpo soberano que conocía bien sus atributos.
Sintió Elena su olor, suave, penetrante, levemente salobre. Y, a su alcance, el palpitar de los labios entreabiertos, todo el desafío de su sensualidad. No pudo dominarse. Le entraron ganas de besarla. Lo hizo sin mediar palabra.
Apenas duró unos segundos, que se le hicieron una eternidad, al reparar en la gravedad de su impulso. Durante aquel momento, como si un rayo la atravesara de la cabeza a los pies, intuyó lo que debía sentir un varón antes de decidirse a dar el paso al frente, acometer y quedar en suspenso a la espera de una respuesta siempre incierta. Aquel tomar la iniciativa con el temor y temblor de no saber si se obtendría reacción propicia, o la negativa y el rechazo.
No era fácil calibrar lo que en ese momento sucedía en el interior de la joven, que se estremecía como las hojas de un álamo.
Elena también temblaba. Sus labios, con el calor del beso. Sus manos y rodillas, no tanto por el miedo cuanto por los anhelos que la atenazaban.
Nada decía Ana mientras iba retrocediendo hasta el arcón donde dejara la ropa, buscándola a tientas para cubrirse. Y con tales movimientos aún se tensaba más su camisa, por los pezones que la apuntalaban.
Antes de que gritara o saliese a buscar ayuda, Elena se apresuró a asegurarle:
—No es lo que pensáis. Yo puedo tener relaciones como hombre.
Ana alzó la cabeza, la mirada incrédula, para preguntarle:
—¿Qué estás diciendo?
—Mi sexo no es como el de una mujer cualquiera.
La joven abrió todavía más sus ojos grises, que algo tenían de lobunos. Y esta vez el brillo delataba sus mismas ansias.
—No te creo.
Dudó Elena, pero entendió de inmediato que no podía volverse atrás. Comenzó a desnudarse. La joven asistía atónita a lo que iba mostrándole.
Hubo un gesto de decepción en su rostro cuando estuvo despojada de toda su ropa. Era difícil apreciar el sexo de la mulata.
Ana de Albánchez le señaló la cama:
—Túmbate.
Se dejó hacer. Mientras la joven le entreabría los muslos, Elena esperaba que asomara aquel miembro, la cabeza como un dedo pulgar que se endurecía, sobresaliendo, cuando le venía el deseo.
Pero no fue así. Con la ansiedad, aquel tallo carnoso se quedó replegado en su guarida, sin llegar a mostrarse. Y cuando ella misma echó mano a sus partes y trató de forzarlo, sintió un fuerte dolor, como si un frenillo lo retuviera.
Ana estaba más que defraudada. Y se disponía Elena a balbucear algunas disculpas cuando sintió en la entrada ruido de cascos y un caballo que relinchaba.
—¡Mi marido! ¡Rápido, vístete! —le ordenó la joven.
Las dos comenzaron a ponerse las ropas a toda prisa.
Ya se oía al comerciante de paños dar voces desde la escalera, llamando a su esposa mientras subía.
Aún estaban vistiéndose, junto al arcón, cuando entró en la alcoba y se quedó mirándolas, atónito.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Estábamos probando unos paños para mi nuevo vestido —se excusó Ana.
Pidió Elena permiso para retirarse. De regreso al taller, se sintió furiosa consigo misma. Su conducta precipitada lo había echado todo a perder.
M
ientras el hombre afilaba la cuchilla, se preguntó si aquello podría salir bien. La asustaba el dolor en parte tan sensible del cuerpo. En especial al hallarse con las piernas abiertas, su sexo expuesto de par en par ante un desconocido.
Y todo por Ana. De nuevo le asaltaron las dudas sobre la sensatez del paso que se disponía a dar.
El retajador fue hasta Elena, probó el filo del escalpelo y le preguntó:
—¿Estáis dispuesta?
Cabeceó, afirmativa. Él le dio a morder un freno de madera.
Cuando sintió el primer corte, cerró los ojos y apretó los dientes con fuerza, deseando que aquello pasara pronto. Gruesos lagrimones se le escurrían rostro abajo mientras la cuchilla rasgaba su carne en lo más íntimo — ¿Os duele? —se interesó él, tratando de calmarla—. Un poco de paciencia. No os mováis y dejadme hacer. Enseguida termino.
El afilado escalpelo había dado otro golpe seco en parte igualmente sensible, sobre el caño de la orina. Y ahora rasgaba la piel uniendo los dos tajos. Volvió a hablarle el hombre con voz queda, intentando infundirle confianza:
—Sé lo que esto supone. Pero pronto empezaréis a sentir alivio. Trato de liberar un trozo de carne que aquí lleváis. Está encorvado y un poco en arco. No puede salir porque tiene un pellejo que lo comprime, y estoy cortando.
Notó Elena cómo iba haciendo lo que decía. Tuvo la sensación de que se le desembarazaba algo así como un miembro de hombre que sobresalía de donde estaba sujeto, manteniéndose derecho en vez de curvo.
El retajador lo recorrió con el dedo, suavemente, para examinarlo y ver si todo él quedaba libre. Tras lo cual, anunció:
—Esto que ahora tenéis bien a la vista excede en longitud a un dedo índice. Pero tiene mal fundamento, es flojo aquí, en la raya… En fin, hemos terminado.
Se sacó Elena la madera de la boca, dispuesta a alzarse. El hombre la retuvo mientras le pedía:
—Un momento. Os pondré un ungüento que os alivie y ayude a cicatrizar. Y os daré un pomo de él para que lo apliquéis.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Entre cinco días y una semana, según os duela y vaya curando. Si llegara a hincharse en demasía, añadid un sahumerio de ruda, que lo devolverá a su tamaño. Eso lo podéis obtener en cualquier botica sin llamar la atención ni despertar sospechas, por ser de uso común.
—¿Sanaré pronto?
—Al cabo de quince días podréis valeros de él.
—¿Y usarlo como cualquier otro varón?
—Así lo espero. Yo no estaré para verlo. Debo proseguir mi camino.
Aquel hombre no vivía en Sanlúcar. Eso formaba parte de las precauciones tomadas por sugerencia de Ana de Albánchez:
—No debes acudir a alguien del lugar que pudiese difundir la rareza de tu sexo. Al vernos juntas, murmurarían —le había explicado la joven.
—¿Qué hago entonces?
—Esperar a un cirujano ambulante.
—Pero eso puede llevar mucho tiempo.
—Lo más seguro es preguntar a los moriscos cuándo pasará su retajador. Las familias que mantienen en secreto las costumbres musulmanas le encargan las circuncisiones clandestinas. Con tu color mulato y las marcas que llevas en la cara, confiarán en ti. Él aceptará si se le paga bien. Y, por la cuenta que le tiene, guardará el secreto.
Bien sabían ambas la imposición a los moriscos, en el momento del parto, de una comadrona que fuese cristiana vieja para impedir que circuncidasen a los recién nacidos. Ello los obligaba a rebautizarlos según sus ceremonias, poniéndoles nombres árabes. Era imprescindible para mantener su fe, pues sólo se podían enseñar las doctrinas mahometanas a los circuncisos. A eso se dedicaba aquel retajador ambulante, yendo de pueblo en pueblo, fingiendo mercadear en albardas.
Les cuadró el plan. Y así fue como se sometió a aquella dolorosa intervención.
Durante el mes en que hubo de convalecer no dejó de pensar en Ana ni un instante, a la espera de poder visitarla de nuevo. Se le hizo aquel tiempo una eternidad. Su parte más libre e independiente se resistía a admitir que lo hubiese hecho por la joven. Pero era ella, sólo ella y el deseo que sentía, lo que la impulsó y mantuvo firme.
A
quella vez todo fue muy distinto. Las dos estaban ansiosas. Tan pronto atrancó la puerta de la espaciosa alcoba, Ana se abalanzó sobre Elena, la desnudó junto al tocador de caoba y la tumbó en la cama.
Se quedó asombrada al echar mano al sexo de la mulata, poniendo en erección aquel miembro liberado por el retajador.
—¿Qué es esto que tienes aquí? Está duro, como el de los hombres.
Se separó un poco, para mejor verlo, añadiendo:
—Y si dejo de tocarlo se encoge, escondiéndose. Pero no voy a consentirlo.
Despojándose de la camisa, se le echó encima, piel contra piel.
Al derramar sobre ella sus pechos le vino aquel olor irresistible, la cálida vaharada del cuerpo.
—Son muy hermosos —le dijo Elena mientras los acariciaba.
Rio Ana, haciendo lo propio.
—¿Y los tuyos?
—No hay comparación.
—Espera a ver esto, que es como higo maduro que chorrea en dulce.
Estaba frotando su sexo contra el suyo. Elena no acababa de creerse que permaneciera enhiesto aquello que ahora tenía entre las piernas, fuese lo que fuese. Y por si acaso, prefirió bajar su cabeza hasta los muslos de la joven. Ésta la sintió, y los abrió del todo para que llegara bien hasta sus partes más íntimas, que palpitaban sonrosadas, encendidas y húmedas. La lengua de Elena empezó a recorrerlas. En su memoria, aquel sabor siempre quedaría asociado al aire de Sanlúcar, con su frescura de algas y salitre.