La increíble historia de Elen@ de Céspedes, un cirujano acusado de ser una mujer y de haber llevado su engaño tan lejos como para casarse con una doncella en la España de finales del siglo XVI. Una historia que combina dos cualidades irresistibles: parecer absolutamente increíble y ser totalmente real.
Toledo, 1587. Cerca ya de su jubilación, el inquisidor Lope de Mendoza se enfrenta al caso más extraño y complejo de su dilatada carrera judicial: un abultado expediente con la indicación
«Elena de Céspedes, alias Eleno. Cirujano. ¿Hermafrodita?»
.
En la soledad de una celda, Céspedes prepara la defensa para evitar su ejecución en la hoguera. Trata de averiguar quién puede haberle denunciado, repasando su ajetreada vida: su nacimiento como mujer, hija ilegítima de un cristiano viejo con una esclava negra; su breve matrimonio con el albañil que la hizo madre de un niño que tuvo que entregar en adopción contra su voluntad; el perturbador descubrimiento de su peculiar sexualidad, que ha despertado la morbosa atracción de tantas mujeres; los denodados esfuerzos para demostrar su valía y ascender en la escala social, adoptando trabajos y hábitos de hombre; sus penalidades como soldado en la guerra de Las Alpujarras contra los moriscos; el aprendizaje del oficio de cirujano; y, finalmente, el amor y casamiento con la joven María del Caño.
Un personaje absolutamente fuera de lo común en una época recreada como pocas veces se ha hecho. Una novela histórica destinada a permanecer que fascinará a los amantes de este género.
Agustín Sánchez Vidal
Esclava de nadie
La increíble historia de elen@ de Céspedes
ePUB v1.0
Himali11.08.12
Título original:
Esclava de nadie
Agustín Sánchez Vidal, 2010
Colección: Espasa narrativa
Diseño de cubierta: más!gráfica
Páginas: 367
Editor original: Himali
ePub base v2.0
Por muy increíble que pueda parecer, la de Elen@ de Céspedes es una historia real y verdadera. Lo que sigue es su reconstrucción novelada, a partir del expediente conservado en el Archivo Histórico Nacional y otros documentos o testimonios coetáneos.
–H
a llegado el alguacil con el reo, y éste es su legajo. Si resulta de vuestra conformidad, os ruego firméis aquí, señor. Lope de Mendoza tomó el documento que le tendía el secretario desde el otro lado de la mesa y se caló los anteojos para leer:
«En Toledo, jueves por la mañana, a diez y seis días del mes de julio de mil quinientos ochenta y siete años. El alguacil Juan Ruiz Dávila trajo presa a Elena de Céspedes, alias Eleno de Céspedes, natural de la ciudad de Alhama. Hechas diligencias bajo juramento, se le hallaron ocho maravedíes, un dedal y un rosario. Vestía hábito de hombre, unos greguescos de paño verdoso, jubón de lienzo picado, medias calzas de lana pardas, zapatos acuchillados, capa oscura de mezcla con pasamanillos, camisa y sombrero de tafetán negro. Se encomendó a Gaspar de Soria, que hace oficio de alcaide en estas cárceles. El dicho Juan Ruiz Dávila depositó veintiún reales del reo, declarando haber gastado nueve en el camino. Y a mí, Lope de Mendoza, me fue entregado su legajo tal como lo instruyó el tribunal de la villa de Ocaña».
Estampó la rúbrica.
Cuando se hubo quedado solo, volvió la atención hacia el abultado expediente. Le desconcertó su encabezamiento: Elen@ de Céspedes.
«¿En qué quedamos? ¿Elena o Eleno?», se preguntó.
Había visto antes aquel signo, @. La abreviatura de «arroba». Los comerciantes la usaban en sus pesos y medidas. También los médicos en sus recetas, para indicar que en una fórmula concurrían dos ingredientes a partes iguales: «Mitad y mitad».
«Pero ¿qué significa eso en sujeto humano?».
Abrió el cartapacio y leyó el epígrafe del primer folio: «Elena de Céspedes, alias Eleno. Cirujano. ¿HERMAFRODITA?».
En ese momento oyó ruido abajo, en el patio. Dejó los anteojos sobre la mesa, se acercó a la ventana y la abrió para asomarse.
No tardó en aparecer el reo. Desde arriba no alcanzaba a verle la cara. Tal como indicaba el documento que acababa de firmar, iba vestido de hombre.
Se preguntó si lo era en realidad o pertenecía al sexo opuesto, o disponía de ambos, siendo hermafrodita. Su estatura y bulto resultaban grandes para mujer, aunque regulares para varón. La cabeza, agobiada; los cabellos, negros y cortos, con un poco de melena.
Cuando Céspedes alzó el rostro, Lope de Mendoza pudo ver su color moreno, de membrillo cocido. No era hermoso, aunque sí de finos rasgos. Y traía compuesta en él una dignidad más bien rara en quienes pasaban por aquella puerta, que solía infundir pavor.
El reo desapareció de su vista al salir del patio y entrar en la cárcel. Antes de cerrar la ventana, reparó en la planta que se agostaba sobre el alféizar. Fue a buscar la jarra para regarla. Sólo había otro ejemplar en toda España, en el jardín botánico instalado en Aranjuez por Felipe II. Era el regalo de un viejo amigo de Mendoza, el doctor Salinas, traído desde América. Una de tantas maravillas venidas de allí, que arrojaban nuevas luces sobre los tiempos que les tocaba vivir. También, nuevas dudas.
Mientras la tierra sedienta de la maceta absorbía el agua, se preguntó si aquel reo no sería otro de esos cambios a los que deberían acostumbrarse. Los descubrimientos de allende el océano alteraban a cada paso el orden en el que se había petrificado la Península desde tiempo atrás. Aquel mundo en expansión empujaba a los más audaces a reacomodar sus orígenes, identidades y destinos.
Vuelto a la mesa, se aplicó sobre el legajo, que debía sustanciar de inmediato. Al día siguiente empezarían los interrogatorios. Sólo contaba con el resto de la jornada y esa noche para asumir lo instruido por el juez en la villa de Ocaña.
«Ya se ha perdido mucho tiempo allí —admitió—. Aquí, en Toledo, se esperará que procedamos de otro modo».
Era inevitable, dada la formidable maquinaria del tribunal que presidía. Su jurisdicción alcanzaba a más de un millar de pueblos y dos millones de almas, en el mismo corazón de Castilla. Una nube de funcionarios estrangulaba sus recursos entre fiscales, abogados de prosos, receptores, calificadores, alguaciles, escribanos, nuncios, capellanes, consultores, contadores, alcaides de la cárcel, despenseros, porteros, barberos, familiares y comisarios…
«Gracias a Dios, también tenemos médicos y cirujano. Porque ahora los vamos a necesitar».
¿De qué otro modo, si no, podía enfrentarse a aquel caso que le acababa de caer encima como una losa? En su dilatada vida nunca había juzgado nada igual. La carrera de Derecho lo había preparado para competir en lances retóricos, blandir argumentos, anillar conceptos… Pero no para algo así. Tampoco lo adiestraron en semejantes trances los cinco años como ayudante de cátedras. Aquello sólo había sido el ineludible arrimo a los viejos maestros universitarios y sus cartas de recomendación. Ellas lo habían ido aupando con el apoyo de su poderosa familia, los Mendoza.
Se llevó la mano a los riñones, más cargados de arenillas que un puerto cegado por los arrastres de las olas. Ahora, la vejez roía sus cansados huesos. Con el retiro en ciernes, ¿cómo afrontar aquel expediente? El caso había empezado a cobrar vuelo. Sus superiores lo estarían observando. Y sus enemigos, y los de su familia, no iban a desaprovechar la ocasión de caer sobre él si algo se torcía.
—Una buena encerrona para alguien que sólo pretende jubilarse sin ruido —gruñó entre dientes.
Empezó a leer el resumen de lo establecido y averiguado por sus predecesores en el tribunal de Ocaña. La clave estribaba en el sexo del tal Céspedes.
Él decía ser varón cumplido. Como tal iba vestido. Como tal ejercía de cirujano. Y como tal se había casado unos dos años antes con una joven de Ciempozuelos a la que doblaba la edad, María del Caño. Mientras él rondaba la cuarentena y parecía persona muy trotada en asuntos de cama, ella declaraba ser virgen antes de las nupcias. Por el examen de unas matronas constaba que ahora ya no lo era y que el matrimonio se había consumado.
Mendoza estaba perplejo.
«¿Cómo ha podido ser esto si Céspedes ya se había casado como mujer a los quince años, y tuvo un niño con su marido…? Claro que también fue soldado una larga temporada».
Si los testimonios allí vertidos no mentían, el reo había nacido hembra. Y esclava. Tras ser liberada, contrajo matrimonio con un hombre. Fue madre y abandonó a su hijo. Empezó a mantener relaciones con mujeres. Acuchilló a un rufián al que casi mató y ejerció la milicia en una de las guerras más feroces que se recordaban. Luego sacó el título de cirujano, profesión exclusivamente masculina: nunca hubo mujer alguna que ejerciera ese oficio, y menos aún que pudiera examinarse. Por otro lado, antes de casar con María del Caño, Céspedes había tenido que someterse a todo tipo de reconocimientos, en los que fue declarado varón. Quienes miraron sus partes pudendas eran médicos bien conocidos, alguno de ellos curaba al mismísimo Rey en la Corte. No se trataba de simples matasanos de pueblo. ¿Cómo pudo engañarlos?
¿Qué era, pues, aquel tal Céspedes? ¿Hombre o mujer? Si resultaba lo segundo, al casarse con otra persona de su mismo sexo habría cometido el delito de sodomía. Uno de los crímenes más perseguidos y castigados. De los que cuestionaban no sólo el orden de los humanos, sino también el divino. Que por algo fueron arrasadas Sodoma y Gomorra.
Para acabar de arreglarlo, el reo estaba acusado de la variedad más grave del pecado nefando: con penetración. Los besos o caricias entre mujeres no estaban tan mal vistos, pues ellas eran más dadas a esas expansiones. Lo abominable era que, valiéndose de miembros postizos, imitasen la penetración natural del macho a la hembra. Suponía la muerte en la hoguera.
«¿Y si es hermafrodita…? No sé de nadie que se haya enfrentado a un caso así».
Todo esto le rondaba la cabeza cuando sintió golpes en la puerta.
Era el alcaide de la prisión, que se descubrió para solicitar su venia:
—Señor, el reo ha pedido papel y recado de escribir.
Sabía bien lo que eso implicaba. Dado que Céspedes ignoraba quiénes lo habían denunciado o levantado testimonio contra él, podía hacer una lista de sus enemigos. Y si en ella figuraba alguno de los acusadores, la testificación de éstos sería puesta en duda y, normalmente, rechazada. Algunos jueces privaban de tal recurso a los detenidos. O lo retrasaban todo lo posible. Pero a él no le parecía justo. Ni siquiera inteligente. Su experiencia le mostraba que esa relación de adversarios se convertía en un arma de doble filo. Eran los tuétanos de una vida. Un modo de darle perfil y balance. Una gran oportunidad para calibrar a los inculpados. Proporcionaba pistas, estrategias. Incluso nuevos informantes que quizá los jueces habían pasado por alto.
—Llevadle lo que pide. Está en su derecho —respondió Mendoza.
Tres cosas hay que me desbordan y cuatro que no conozco: el camino del águila en el cielo, el camino de la serpiente por la roca, el camino del navío en alta mar, el camino del hombre en la doncella.