Éramos unos niños (35 page)

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Authors: Patti Smith

BOOK: Éramos unos niños
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Robert estaba pálido y las manos le temblaron cuando se preparó para fotografiarme delante de un grupo de mortecinas palmeras bajo un sol de justicia. Cuando se le cayó el fotómetro, Edward se agachó para recogerlo. Robert no se encontraba bien, pero, de algún modo, sacó fuerzas de flaqueza e hizo la fotografía. Aquel momento estuvo impregnado de confianza, compasión y el sentido de la ironía que compartíamos. Él llevaba muerte dentro de sí y yo llevaba vida. Los dos éramos conscientes de aquello, lo sé.

Fue una fotografía sencilla. Llevo una trenza como la de Frida Kahlo. El sol incide en mis ojos. Mirando a Robert y él está vivo.

Más tarde, Robert asistió a la grabación de la nana que Fred y yo habíamos compuesto para nuestro hijo Jackson. Era la canción que le había cantado a Sam Wagstaff. Había un guiño a Robert en la segunda estrofa: «Estrellita azul que das luz». Él estaba en la sala de control, sentado en un sofá. Yo siempre recordaría la fecha. Era el 19 de marzo, el cumpleaños de mi madre.

Richard Sohl estaba al piano. Yo lo tenía enfrente. Grabábamos en directo. El bebé se movió en mi vientre. Richard preguntó a Fred si tenía alguna instrucción especial. «Hazles llorar, Richard», fue todo lo que dijo. Tuvimos un comienzo fallido. En el segundo intento, echamos toda la carne en el asador. Cuando terminé, Richard repitió los acordes finales. Miré la sala de control por el cristal. Robert se había quedado dormido en el sofá y Fred estaba solo, sollozando.

El 27 de junio de 1987, nuestra hija, Jesse Paris Smith, vino al mundo en Detroit. Un arco iris doble surcó el cielo y me sentí optimista. El día de Todos los Santos, listos para terminar el álbum que habíamos pospuesto, nos subimos de nuevo al coche con nuestros dos hijos y viajamos a Nueva York. En el largo trayecto, pensé en ver a Robert y lo imaginé cogiendo a mi hija en brazos.

Última polaroid, 1988

Robert estaba en su loft, celebrando el cuarenta y un cumpleaños con champán, caviar y orquídeas blancas. Esa mañana me senté al escritorio del hotel Mayflower y le escribí la canción «Wild Leaves», pero no se la regalé. Aunque intentaba escribirle un poema lírico inmortal, me pareció lamentablemente mortal.

Algunos días después, Robert me fotografió con la chaqueta de aviador de Fred para la carátula del single que proyectábamos hacer, «People Have the Power». Cuando Fred la miró, dijo: «No sé cómo lo hace, pero todas sus fotografías de ti se parecen a él».

Robert no veía el momento de sacarnos nuestro retrato de familia. La tarde que llegamos estaba elegante y muy guapo, aunque salió de la habitación con frecuencia porque le entraban náuseas. Lo observé con impotencia mientras él, siempre estoico, restaba importancia a su sufrimiento.

Solo sacó un puñado de fotografías, aunque, de hecho, eso era todo lo que siempre había necesitado. Vivaces retratos de Jackson, Fred y yo juntos, de los cuatro, y entonces, justo cuando íbamos a marcharnos, nos detuvo. «Espera un momento. Deja que te haga una con Jesse.»

Cogí a Jesse en brazos y ella alargó la mano hacia él, sonriendo. «Patti —dijo Robert, apretando el obturador—. La niña es perfecta.»

Fue nuestra última fotografía.

——>>*<<——

A primera vista, Robert parecía tener todo lo que había deseado. Estuvimos sentados en su loft una tarde, rodeados de las pruebas de su floreciente éxito. El estudio ideal, un patrimonio exquisito y los recursos para ejecutar todos sus proyectos. Se había convertido en un hombre; pero, en su presencia, yo seguía sintiéndome una adolescente. Me regaló una tela india de lino, un cuaderno y un cuervo de papel maché. Las minucias que había reunido durante nuestra larga separación. Intentamos llenar los vacíos: «Ponía canciones de Tim Hardin a mis amantes y les hablaba de ti. Hice fotografías para una traducción de
Una temporada en el infierno
por ti». Le dije que siempre había estado conmigo, que había sido parte de lo que soy, como lo es este momento.

Protector donde los haya, me prometió, como hizo una vez en la habitación delantera de la calle Veintitrés, que, en caso de necesidad, podíamos compartir un hogar verdadero.

—Si le pasa algo a Fred, por favor, no te preocupes. Voy a comprarme una casa, una como la que tenía Warhol. Puedes venirte a vivir conmigo. Te ayudaré a educar a tus hijos.

—A Fred no va a pasarle nada —le aseguré. Él apartó la mirada.

—Nosotros no hemos tenido hijos —dijo, con tristeza.

—Nuestra obra ha sido nuestros hijos.

Ya no recuerdo con exactitud la cronología exacta de aquellos últimos meses. Dejé de llevar un diario, por desánimo tal vez. Fred y yo íbamos y veníamos de Detroit a Nueva York, por trabajo y por Robert. Mejoraba. Trabajaba. Volvía al hospital. Y, al final, su loft se convirtió en su enfermería.

Las despedidas eran siempre desgarradoras. Yo tenía la obsesión de que, si me quedaba con él, Robert viviría. No obstante, también lidiaba con un creciente sentimiento de resignación. Me avergonzaba de él, porque Robert había luchado como si pudiera curarse a base de voluntad. Lo había intentado todo, de la ciencia al vudú, todo salvo rezar. Aquello, al menos, yo se lo podía dar en abundancia. Rezaba por él sin cesar, una apremiante oración humana. No por su vida, nadie podía morir en su lugar, sino por la fortaleza para soportar lo insoportable.

A mediados de febrero, temiéndonos lo peor, cogimos un avión a Nueva York. Fui a ver a Robert sola. Había muchísimo silencio. Me di cuenta de que se debía a la ausencia de su horrible tos. Me quedé junto a su silla de ruedas vacía. La imagen de Lynn Davis de un iceberg, alzándose como un torso torneado por la naturaleza, dominaba la pared. Robert tenía un gato blanco, una serpiente blanca, y había un folleto de equipos estéreo blancos en la mesa blanca diseñada por él. Advertí que había añadido un cuadrado blanco a la negrura que rodeaba su fotografía de un Cupido durmiente.

No había nadie más que su enfermera, que nos dejó solos. Me acerqué a su cama y le cogí la mano. Nos quedamos mucho rato así, sin decir nada. De pronto, Robert alzó la vista y dijo: «Patti, ¿nos la ha jugado el arte?».

Aparté la mirada, sin querer pensar en ello. «No lo sé, Robert. No lo sé.»

Quizá lo había hecho, pero nadie podía lamentar eso. Solo un loco lamentaría que el arte se la jugara; o un santo. Robert me hizo una seña para que lo ayudara a levantarse y vaciló. «Patti —dijo—. Me estoy muriendo. Duele muchísimo.»

Me miró, su mirada de amor y reproche. Mi amor por él no podía salvarlo. Su amor a la vida no podía salvarlo. Fue la primera vez que realmente supe que iba a morir. Estaba sufriendo un tormento físico que ningún hombre debería soportar. Me miró con tal aire de disculpa que fue insoportable y me deshice en lágrimas. Él me reprendió, pero me abrazó. Intenté animarme, pero era demasiado tarde. No me quedaba nada más que darle salvo amor. Lo ayudé a sentarse en el sofá. Gracias a Dios, no tosió y se quedó dormido con la cabeza apoyada en mi hombro.

La luz entraba a raudales por las ventanas y bañaba sus fotografías y el poema que componíamos nosotros dos sentados juntos por última vez. Robert muriéndose: creando silencio. Yo, destinada a vivir, prestando oído a un silencio que tardaría toda una vida en expresar.

Querido Robert:

Cuando no puedo dormir, a menudo me pregunto si tú tampoco puedes. ¿Tienes dolor o te sientes solo? Tú me sacaste del período más aciago de mi joven vida y compartiste conmigo el sagrado misterio de lo que es ser artista. Aprendí a ver a través de ti y jamás he compuesto un verso ni he dibujado una curva que no provenga de los conocimientos que obtuve en nuestra preciada vida juntos. Tu obra, que emana de una fuente fluida, tiene su origen en la candorosa canción de tu juventud. Entonces hablabas de dar la mano a Dios. Recuerda que, en todo lo que has pasado, siempre has ido de esa mano. Cógela fuerte, Robert, y no la sueltes.

La otra tarde, cuando te quedaste dormido en mi hombro, también yo me dormí. Pero antes de hacerlo pensé, mientras miraba todas tus cosas y creaciones, y repasaba tus años de trabajo, que de todas tus obras, tú continúas siendo la más bella. La obra más bella de todas.

Patti

Él sería un manto asfixiante, un pétalo de terciopelo. No era la idea lo que lo atormentaba, sino su forma. Se le introducía en el cuerpo como un espíritu infernal y el corazón comenzaba a palpitarle tan fuerte, tan arrítmicamente, que la piel le vibraba y se sentía como si estuviera bajo una máscara morbosa, sensual pero asfixiante.

Yo creía que estaría presente cuando muriera, pero no fue así. Seguí las etapas de su transición hasta casi las once, cuando lo oí por última vez, respirando con tanta fuerza que velaba la voz de su hermano al teléfono. Por una razón u otra, aquel sonido me causó una extraña alegría mientras subía las escaleras para acostarme. Sigue vivo, pensaba. Sigue vivo.

——>>*<<——

Robert murió el 9 de marzo de 1989. Cuando su hermano me llamó por la mañana, mantuve la calma, porque ya me lo esperaba. Me quedé sentada y escuché el aria de
Tosca
con un libro abierto en las rodillas. De pronto me di cuenta de que estaba temblando. Me invadió un sentimiento de excitación, de aceleración, como si, debido a mi intimidad con Robert, estuviera participando de su nueva aventura, del milagro de su muerte.

Aquella exaltación me acompañó durante algunos días. Estaba segura de que era indetectable. Pero mi dolor quizá fuera más evidente de lo que pensaba, porque mi marido hizo las maletas y pusimos rumbo al sur. Encontramos un motel junto al mar y pasamos la Semana Santa allí. Paseé por la playa desierta con mi gabardina negra. Dentro de sus holgados pliegues asimétricos me sentía como una princesa o un monje. Sé que a Robert le habría gustado aquella imagen: un cielo blanco, un mar gris y aquella singular gabardina negra.

Finalmente, junto al mar, donde Dios es omnipresente, me fui serenando. Miré el cielo. Las nubes tenían los colores de Rafael. Una rosa herida. Me pareció que la había pintado él mismo. Lo verás. Lo conocerás. Conocerás su mano. Pensé aquellas palabras y supe que un día vería un cielo dibujado por la mano de Robert.

Se me ocurrieron palabras y luego una melodía. Llevaba mocasines y caminé por la orilla del agua. Había transformado los tortuosos aspectos de mi dolor y los había desplegado como una tela reluciente, una canción en memoria de Robert.

El pajarito esmeralda quiere salir volando.

Si ahueco la mano, ¿puedo lograr que se quede?

Alma esmeralda, ojito esmeralda.

Pajarito esmeralda, ¿debemos decirnos adiós?

A lo lejos, oí que me llamaban. Las voces de mis hijos. Echaron a correr hacia mí. En aquel lapso de atemporalidad, me detuve. De pronto lo vi, sus ojos verdes, sus rizos oscuros. Oí su voz más fuerte que las gaviotas, su risa infantil, y el rugido de las olas.

Sonríe por mí, Patti, porque yo sonrío por ti.

——>>*<<——

Después de que Robert falleciera, me moría por tener sus pertenencias, algunas de las cuales habían sido nuestras. Soñaba con tener sus zapatillas. Las había llevado al final de su vida, unas zapatillas belgas de color negro con sus iniciales bordadas en hilo dorado. Me moría por tener su escritorio y su silla. Los subastarían con sus otros objetos de valor en Christie's. Me quedaba en la cama despierta pensando en esos objetos, obsesionándome tanto que caí enferma. Podría haber pujado por ellos, pero no soportaba la idea; su escritorio y su silla pasaron a manos desconocidas. No podía dejar de pensar en lo que Robert decía cuando se obsesionaba con algo que no podía tener. «Soy un cabrón egoísta. Si no puedo tenerlo yo, no quiero que lo tenga nadie.»

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