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Authors: Patti Smith

Éramos unos niños (32 page)

BOOK: Éramos unos niños
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Cuando terminamos de grabar «Hey Joe», nos quedaban quince minutos. Decidí intentarlo con «Piss Factory». Aún tenía los textos mecanografiados originales del poema que Robert había rescatado del suelo de la calle Veintitrés. En su momento, había sido un himno personal sobre cómo me libré del tedio de la vida obrera escapando a Nueva York. Lenny improvisó sobre la pista de sonido de Richard y yo recité el poema. Terminamos de grabar justo a medianoche.

Robert y yo nos detuvimos delante de los murales de extraterrestres que adornaban las paredes del pasillo de Electric Lady. Parecía más que satisfecho, pero no pudo resistirse a hacer una pequeña objeción: «Patti —dijo—, no has hecho nada que sea bailable».

Dije que eso se lo dejaba a The Marvelettes.

Lenny y yo diseñamos el disco. Llamamos Mer a nuestro sello. Estampamos 1.500 discos en una pequeña fábrica de Filadelfia situada en Ridge Avenue y los distribuimos en librerías y tiendas de discos, donde se vendían a dos dólares. Jane Friedman se apostaba a la entrada del local donde actuábamos con una bolsa de la compra llena de nuestros singles y los vendía al terminar. Nuestro mayor motivo de orgullo fue oírlo en la máquina de discos de Max's. Nos sorprendió descubrir que nuestra cara B, «Piss Factory», tenía más éxito que «Hey Joe», lo cual nos animó a centrarnos más en nuestro trabajo.

La poesía continuaría siendo mi principio rector, pero un día tenía intención de conceder a Robert su deseo.

Ahora que había probado el hachís, Robert, siempre tan protector, no vio ningún problema en que tomara LSD con él. Era la primera vez y, mientras esperábamos a que nos hiciera efecto, estuvimos sentados en la escalera de incendios de mi casa, que daba a MacDougal Street.

«¿Quieres que nos acostemos?», me preguntó. Me sorprendió y me complació que aún me deseara. Antes de que le respondiera, me cogió la mano y dijo: «Perdona».

Esa noche caminamos por Christopher Street hacia el río. Eran las dos de la madrugada, había huelga de basureros y vimos ratas escabulléndose a la luz de las farolas. Cuando estuvimos cerca del agua, vino a nuestro encuentro un delirante ejército de reinonas, falsas novias de gays en tutú, santos y ángeles vestidos de cuero. Me sentí como el predicador viajero de
La noche del cazador.
Todo adquirió un aire siniestro, un olor a aceite de pachuli, popper y amoníaco. Me fui notando cada vez más agitada.

Robert parecía divertido. «Patti, se supone que tienes que sentir amor por todo el mundo.» Pero yo no me podía relajar. Todo parecía fuera de control, circundado por auras naranjas, rosas y verdes. Era una noche húmeda y calurosa. No había luna ni estrellas, reales o imaginarias.

Robert me rodeó con el brazo y me condujo a casa. Estaba a punto de amanecer. Tardé un tiempo en comprender la naturaleza de aquel viaje, aquella visión demoníaca de Nueva York. Promiscuidad. Purpurina desprendiéndose de brazos musculosos. Medallas católicas arrancadas de cuellos afeitados. La fiesta dionisíaca a la que yo no podía sumarme. No creé aquella noche, pero las imágenes de reinonas psicodélicas y chicos descontrolados pronto se transmutarían en la visión de un muchacho en un pasillo, tomándose un vaso de té.

William Burroughs era joven y viejo al mismo tiempo. En parte sheriff, en parte detective. Todo el escritor. Tenía un botiquín que mantenía cerrado con llave, pero, si te dolía algo, lo abría. No le gustaba ver sufrir a sus seres queridos. Si estabas débil, te alimentaba. Aparecía en tu puerta con un pescado envuelto en papel de periódico y lo freía. Era inaccesible para una chica, pero, de todas formas, yo lo amaba.

Recaló en el Búnker con su máquina de escribir, su escopeta y su abrigo. De vez en cuando, se lo ponía, venía a vernos y se sentaba a la mesa que le reservábamos delante del escenario. Robert, con su chaqueta de cuero, a menudo lo acompañaba. Johnny y el caballo.
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Estábamos a mitad de una serie de actuaciones en CBGB que habían comenzado en febrero y se prolongaron hasta la primavera. Compartíamos escenario con Televisión, como habíamos hecho el verano anterior, alternándonos de jueves a domingo. Era la primera vez que tocábamos regularmente como banda y eso nos ayudó a definir la narrativa interna que conectaba las diversas facetas de nuestro trabajo.

En noviembre habíamos viajado a Los Ángeles con Jane Friedman para actuar por primera vez en el Whisky a Go Go, donde habían tocado los Doors, y luego a San Francisco. Tocamos en la sala de arriba de Rather Ripped Records en Berkeley y en una audición en el Fillmore West, con Jonathan Richman a la batería. Era mi primera visita a San Francisco y fuimos en peregrinación a la librería City of Lights, cuyo escaparate estaba repleto de los libros de nuestros amigos. Durante aquella primera salida de Nueva York decidimos que necesitábamos otro guitarrista para amplificar nuestro sonido. Oíamos música en nuestra cabeza que como trío no podíamos ejecutar.

Cuando regresamos a Nueva York pusimos un anuncio en el
Village Voice
para conseguir otro guitarrista. La mayoría de los que se presentaron parecían saber qué querían hacer y cómo querían que sonara y a casi ninguno le entusiasmó que la banda estuviera liderada por una chica. Encontré a mi tercer hombre en un atractivo checoslovaco. Por su imagen y estilo musical, Ivan Kral encarnaba la tradición y la promesa del rock igual que los Rolling Stones personificaban el blues. Había sido una estrella del pop emergente en Praga, pero sus sueños se habían truncado cuando Rusia invadió su patria en 1968. Había huido con su familia y tuvo que empezar de nuevo. Era enérgico, flexible, y estaba listo para amplificar nuestro concepto de lo que podía ser el rock and roll, que estaba evolucionando con mucha rapidez.

Nos veíamos como los hijos de la libertad con la misión de conservar, proteger y difundir el espíritu revolucionario del rock and roll. Temíamos que la música que nos había dado sustento estuviera en peligro de desnutrirse espiritualmente. Temíamos que perdiera su razón de ser, que cayera en manos sobrealimentadas, que se revolcara en un lodazal de aparatosidad, consumo y vacua complejidad técnica. Tendríamos presente la imagen de Paul Revere recorriendo los caminos a caballo exhortando a la gente a despertar, a tomar las armas. También nosotros tomaríamos las armas, las armas de nuestra generación, la guitarra eléctrica y el micrófono.

CBGB era el lugar ideal para hacer nuestra proclama. Era un club situado en la calle de los oprimidos y frecuentado por una extraña raza que acogía a los artistas no reconocidos con los brazos abiertos. Lo único que Hilly Krystal exigía a quienes tocaban en su local era que fueran nuevos.

De mediados de invierno a finales de primavera, batallamos y perseveramos hasta que empezamos a coger el ritmo. Conforme tocábamos, las canciones adquirían vida propia y a menudo reflejaban la energía del público, el ambiente, nuestra creciente confianza y los acontecimientos que sucedían en nuestro territorio inmediato.

Hay muchas cosas que recuerdo de aquella época. El olor a orina y a cerveza. Los acordes de guitarra entrelazados de Richard Lloyd y Tom Verlaine cuando tocaban «Kingdom Come». Interpretar una versión de «Land» que Lenny llamaba «estela de fuego», en la que Johnny se abría camino hacia mí desde mi noche psicodélica gobernada por muchachos descontrolados, del vestuario al mar de posibilidades,
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> como si estuvieran dirigidos por las mentes de Robert y William, sentados delante de nosotros. La presencia de Lou Reed, cuya exploración de la poesía y el rock and roll nos había servido a todos. La tenue línea entre el escenario y el público, y los rostros de todos los que nos apoyaban. Jane Friedman, radiante cuando nos presentó a Clive Davis, el presidente de Arista Records. No se había equivocado al percibir una conexión entre él, su sello y nosotros. Y, al final de cada noche, esperar delante del toldo adornado con las letras CBGB & OMFUG mientras los chicos metían nuestro humilde equipo en la parte trasera del Impala 1964 que tenía Lenny.

En aquella época, Alien viajó tanto con Blue Öyster, que algunos se extrañaban de que yo pudiera continuar siendo fiel a alguien que rara vez estaba en casa. Lo cierto era que lo quería mucho y pensaba que nuestra buena comunicación podía superar sus largas ausencias. Los largos períodos que pasaba sola me procuraban tiempo y libertad para dedicarme a mi desarrollo como artista, pero, con el paso del tiempo, descubrí que Alien había violado de forma reiterada la confianza que yo creía que habíamos depositado el uno en el otro, poniéndonos en peligro y comprometiendo su salud. Aquel hombre dulce, inteligente y aparentemente modesto tenía un estilo de vida en sus giras que no concordaba con el vínculo apacible que yo creía que teníamos. A la larga, aquello destruyó nuestra relación, pero no el respeto que yo le tenía ni mi gratitud por el bien que me había hecho mientras me aventuraba en un territorio desconocido.

——>>*<<——

La emisora de radio WBAI era una importante transmisora de los últimos vestigios de la revolución. El 28 de mayo de 1975 mi banda la apoyó celebrando un concierto benéfico en una iglesia del Upper East Side. Éramos ideales para la libertad creativa que permitía una retransmisión en directo, no solo ideológicamente sino también desde un punto de vista estético. AI no tener que ceñirnos a ninguna estructura cerrada, éramos libres y podíamos improvisar, algo infrecuente incluso en las emisoras de FM más progresistas. Eramos muy conscientes de la multitud que nos escucharía. Sería nuestra primera actuación en la radio.

Acabamos con una versión de «Gloria» que había tomado forma en el transcurso de los últimos meses, en la que fusionábamos mi poema «Oath» con el gran clásico de Van Morrison. Todo había comenzado con el bajo dorado Danelectro de Richard Hell, que habíamos comprado por cuarenta dólares. Yo quería tocarlo y, como era pequeño, me pareció que podría manejarlo. Lenny me enseñó a tocar la nota mi y, mientras lo hacía, recité el verso: «Jesús murió por los pecados de alguien pero no por los míos». Lo había escrito hacía unos años como una declaración existencial donde me comprometía a responsabilizarme de mis actos. Cristo era un hombre contra el cual merecía la pena rebelarse, porque él era la rebelión.

Lenny comenzó a tocar los clásicos acordes del rock, del mi al re y al la, y el acoplamiento de los acordes con aquel poema me estimuló. Tres acordes fusionados con el poder de la palabra.

—¿Son acordes para una canción?

—Solo para la más gloriosa —respondió él. Pasó a tocar «Gloria», y Richard lo siguió.

En las semanas que pasamos en CBGB, todos vimos claramente que nos estábamos convirtiendo en la banda de rock and roll que queríamos ser. El primero de mayo Clive Davis me propuso un contrato de grabación con Arista Records y el día 7 firmé. No habíamos hablado de ello, pero, en nuestra actuación radiofónica, todos habíamos notado que ganábamos fuerza. Con la improvisación de «Gloria» nos habíamos soltado.

Lenny y yo combinábamos ritmo y lenguaje, Richard proporcionaba la base e Ivan había reforzado el sonido. Era hora de dar el siguiente paso. Necesitábamos encontrar a otro como nosotros, que no nos cambiara sino que nos impulsara, que fuera uno de los nuestros. Terminamos nuestra vibrante actuación con una súplica colectiva: «Necesitamos un batería y sabemos que estás ahí».

Él estaba más ahí de lo que imaginábamos. Jay Dee Daugherty había sido nuestro técnico de sonido en CBGB, donde utilizó componentes de su equipo estéreo casero. En un principio, había venido a Nueva York desde Santa Bárbara con la banda Mumps de Lance Loud. Trabajador, algo tímido, veneraba a Keith Moon y, transcurridas menos de dos semanas de nuestra actuación radiofónica, ya se había convertido en parte de nuestra generación.

Cuando ahora entraba en la sala de ensayo y miraba nuestro equipo cada vez más completo, los amplificadores Fender, el teclado RMI de Richard y la batería Ludwig de Jay Dee, no podía evitar sentirme orgullosa de liderar una banda de rock and roll.

Nuestra primera serie de actuaciones con un batería fue en el Other End, que estaba a un paso de mi piso de MacDougal Street. Solo tenía que atarme las botas, ponerme la chaqueta e ir andando al trabajo. Para la banda, lo más importante era compenetrarnos con Jay Dee, pero, para los demás, era el momento de comprobar si estábamos a la altura de que lo que se esperaba de nosotros. La presencia de Clive Davis animó la primera noche de las cuatro que teníamos contratadas. Cuando nos abrimos paso entre el público para subir al escenario, el ambiente se intensificó, electrizado como antes de una tormenta.

La noche fue un verdadero éxito. Tocamos como si fuéramos uno y la cadencia y vibración de la banda nos transportó a otra dimensión. No obstante, pese a todo el revuelo que me rodeaba, sentí otra presencia tan segura como el conejo percibe al sabueso. Estaba allí. De pronto comprendí la naturaleza de la electricidad que impregnaba el ambiente. Bob Dylan había entrado en el club. Aquel hecho surtió un extraño efecto en mí. En vez de modestia, sentí un poder, el suyo quizá; pero también sentí mi propia valía y la de mi banda. Me pareció una noche iniciática, en la que había logrado ser yo misma en presencia de la persona que había tomado como modelo.

El 2 de septiembre de 1975 abrí las puertas del estudio Electric Lady. Mientras bajaba la escalera no pude evitar recordar la vez en que Jimi Hendrix se había parado a hablar con una tímida muchacha. Entré en el estudio A. John Cale, nuestro productor, estaba al timón y Lenny, Richard, Ivan y Jay Dee se encontraban en la sala de grabación, montando el equipo.

Durante las semanas siguientes, grabamos y mezclamos mi primer álbum,
Horses.
Jimi Hendrix nunca regresó para crear su nuevo lenguaje musical, pero dejó tras él un estudio que representaba todas sus esperanzas para el futuro de nuestra voz cultural. Desde el momento en que entré en la cabina de voz tenía estas cosas en mente: mi gratitud al rock and roll por haberme ayudado a pasar una adolescencia difícil. La alegría que experimentaba cuando bailaba. La fuerza moral que adquirí al responsabilizarme de mis actos.

Todo eso quedó plasmado en
Horses,
y también nuestro reconocimiento a quienes prepararon el terreno antes que nosotros. En «Birdland» nos embarcamos con el pequeño Peter Reich mientras esperaba a que su padre, Wilhelm Reich, bajara del cielo y se lo llevara. En «Break It Up», Tom Verlaine y yo escribimos sobre un sueño en el que Jim Morrison, atado como Prometeo, se liberaba de repente. En «Land», imágenes de muchachos descontrolados se fundían con las etapas de la muerte de Hendrix. En «Elegie», los recordamos a todos, pasados, presentes y futuros, a todos los que habíamos perdido, estábamos perdiendo y perderíamos.

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