Entrevista con el vampiro (4 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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—Deja de mirar mis botones —me dijo Lestat—. Vete a los árboles. ¡Sácate de encima todos los excrementos humanos de tu cuerpo y no te enamores tanto de la noche como para perder tu camino!

Ésa, por supuesto, fue una orden sabia. Cuando vi la luna sobre las piedras, me enamoré tanto de ella que me quedé allí casi una hora. Pasé por el oratorio de mi hermano sin pensar siquiera en él, y de pie entre los algodoneros y los robles, oí la noche como si fuera un coro de mujeres susurrantes, todas invitándome con sus pechos. En cuanto a mi cuerpo, aún no estaba enteramente convertido y, tan pronto como me acostumbré a los sonidos y las visiones, me empezó a doler. Todos mis fluidos humanos debían salir de mí. Estaba muriendo como ser humano; sin embargo, estaba totalmente vivo como vampiro. Y, con mis sentidos despiertos, tuve que presidir la muerte de mi cuerpo con cierta incomodidad y luego con algo de miedo. Volví corriendo a la sala, donde Lestat ya estaba trabajando con unos documentos de la plantación, revisando los gastos y los beneficios del último año.

—Eres un hombre rico —me dijo cuando entré.

—Algo me está sucediendo —grité.

—Te estás muriendo, eso es todo; no seas tonto. ¿No tienes una lámpara de petróleo? ¡Con todo este dinero y ni siquiera puedes comprar aceite de ballena para la lámpara! Dame esa linterna.

—¡Me muero! —grité—. ¡Me muero!

—Le pasa a todo el mundo —persistió negándose a ayudarme. Cuando lo recuerdo, aún lo detesto por eso. No porque yo tuviera miedo, sino porque me podría haber ayudado a prestar atención a esos acontecimientos con más reverencia. Me podría haber calmado y dicho que contemplase mi propio fallecimiento con la misma fascinación con que había contemplado la noche. Pero no lo hizo. Lestat jamás fue el vampiro que yo soy.

El vampiro no dijo esto con jactancia. Lo dijo como si con toda evidencia no pudiera ser de ninguna otra manera.


Alors —
dijo con un suspiro—, me moría rápidamente; lo que significaba que mi capacidad de miedo disminuía con la misma celeridad. Simplemente lamento no haber prestado más atención al proceso. Lestat se comportaba como un perfecto imbécil.

—¡Oh, por el amor del demonio! —empezó a gritar—. ¿Te das cuenta de que no he preparado nada para ti? Qué tonto he sido.

Estuve tentado en decir: "Pues lo eres", pero no dije nada.

—Tendrás que acostarte conmigo esta mañana. No te he preparado un ataúd.

El vampiro se rió:

—La alusión al ataúd tocó una veta mía de terror que pienso que absorbió toda la capacidad de miedo que me quedaba. Luego sólo sentí la leve alarma de tener que compartir un ataúd con Lestat. El estaba en ese momento en el dormitorio de su padre, despidiéndose de él, diciéndole que regresaría por la mañana.

—Pero, ¿adónde vas? ¿Por qué tienes que vivir con semejante horario? —quiso saber el anciano, y Lestat se impacientó. Antes había sido cortés con él; tanto que era casi enfermizo, pero ahora se enfadó:

—¿Acaso no cuido de ti? —preguntó—. ¡Te he conseguido un techo mejor del que tú jamás me diste a mí! ¡Si quiero dormir todo el día y beber toda la noche, lo haré, demonios!

El anciano se puso a gemir. Únicamente mi extraña sensación de agotamiento me impidió protestar. Miraba la escena a través de la puerta abierta, fascinado por los colores del marco y el alboroto luminoso de colores en el rostro del viejo. Sus venas azules palpitaban bajo la piel rosa y grisácea. Incluso el amarillo de sus dientes me resultó atrayente y casi quedé hipnotizado por el temblor de sus labios.

—¡Qué hijo, qué hijo! —dijo, sin sospechar, por supuesto, la verdadera naturaleza de su hijo—. Pues bien, entonces, vete. Yo sé que en algún sitio tienes una mujer; vas a verla apenas el marido se va de la casa. Dame el rosario. ¿Qué ha pasado con mi rosario?

Lestat dijo algo blasfemo y le entregó el rosario...

—Pero... —interrumpió el muchacho.

—¿Sí? —preguntó el vampiro—. Me temo que no te permito hacer suficientes preguntas, ¿verdad?

—Le iba a preguntar... Los rosarios tienen cruces, ¿no es así?

—¡Oh, el rumor de las cruces! —se rió el vampiro—. ¿Te refieres a que les tenemos miedo a las cruces?

—O que no las pueden mirar..., según yo creía —dijo el entrevistador.

—Un absurdo, amigo mío, un absurdo total. Yo puedo mirar lo que se me ocurra. Y me gusta bastante mirar los crucifijos.

—¿Y el rumor de las cerraduras? ¿Que ustedes pueden... vaporizarse y pasar por ellas?

—Ojalá fuera así —se rió el vampiro—. Qué cosa más encantadora. Me gustaría pasar por toda clase de cerraduras y sentir el gusto de sus formas especiales. Pero no —movió la cabeza—. ¿Cómo se diría hoy? ¿Un bulo?

El muchacho se rió, pese a todo. Luego se puso serio.

—No tendrías que ser tan tímido conmigo —dijo el vampiro—. ¿De qué se trata?

—La historia sobre las estacas traspasando el corazón —dijo el muchacho y se le encendieron un poco las mejillas.

—Lo mismo —dijo el vampiro—. Un soberano disparate —agregó lentamente, como acariciando las sílabas, y el muchacho sonrió—. No hay ningún poder mágico de ninguna naturaleza. ¿Por qué no fumas uno de tus cigarrillos? Veo que los tienes en el bolsillo de la camisa.

—Oh, muchas gracias —dijo el muchacho, como si fuera una sugerencia maravillosa. Pero apenas se lo llevó a los labios, vio que sus manos temblaban tanto que rompió la frágil carterilla de cerillas.

—Deja que yo lo haga —dijo el vampiro. Y tomando las cerillas rápidamente encendió el cigarrillo del entrevistador. Éste inhaló con los ojos fijos en los dedos del vampiro, que se alejó con un suave crujido de ropas.

—Hay un cenicero en la palangana —dijo, y el muchacho fue nerviosamente a cogerlo. Miró las pocas colillas que allí había, y luego, al ver el cubo de basuras abajo, vació el cenicero y rápidamente lo puso sobre la mesa. Sus dedos humedecieron el cigarrillo cuando lo posó en el cenicero.

—¿Es éste su cuarto? —preguntó.

—No —dijo el vampiro—. Es un cuarto cualquiera.

—¿Qué pasó entonces? —preguntó el muchacho. El vampiro pareció estar mirando el humo debajo de la lámpara.

—Ah..., regresamos a Nueva Orleans a toda prisa —dijo—. Lestat tenía su ataúd en una habitación miserable cerca de las murallas.

—¿Y usted se metió en su ataúd?

—No tuve otra posibilidad. Oh, le rogué a Lestat que me dejara quedar en el armario, pero dijo que no era seguro. El ataúd se cerraba bien desde dentro y la gente no se sentía tentada a mirar esa clase de cosas. Y me dijo que entrara. Yo no pude soportar la idea; pero, cuando discutimos, me di cuenta de que no era miedo. Era una extraña toma de conciencia. Toda mi vida había temido los lugares cerrados. Nacido y criado en casas francesas con altos techos y grandes ventanas, tenía miedo de quedarme encerrado. Incluso me sentía incómodo en el confesionario de la iglesia. Era un miedo bastante normal. Y, cuando protesté a Lestat, me di cuenta de que, en realidad, no lo sentía más. Únicamente lo estaba recordando. Lo tenía como hábito, como una deficiencia de capacidad de reconocer mi libertad actual, tan fascinante.

—Te estás portando mal —dijo Lestat por último—. Y ya es casi el alba. Tan pronto como te golpee el sol, te quemará, te transformará en carbón. Pero no debieras tener este miedo. Pienso que eres como un hombre que ha perdido un brazo o una pierna e insiste en que puede sentir dolor donde antes había estado el brazo o la pierna.

Pues eso fue lo más positivo, inteligente y útil que Lestat dijo en mi presencia, y me hizo ver la realidad.

—Bien, yo me meto ahora mismo en el ataúd —dijo con un tono más desdeñoso—, y tú te pondrás encima, si sabes lo que te conviene.

Y lo hice. Me puse encima de él, absolutamente confuso por mi falta de miedo, y lleno de disgusto por estar tan pegado a él, pese a lo hermoso y fascinante que era. Y él cerró la tapa. Luego me preguntó si estaba completamente muerto. El cuerpo me latía y molestaba por todas partes.

—Entonces, no lo estás —dijo—. Cuando lo estés, sólo lo oirás cambiar, pero no sentirás nada. Para la noche, ya estarás muerto. Ahora duerme.

—¿Y tenía razón? ¿Estaba usted... muerto cuando se despertó?

—Sí, cambiado, debo confesarlo. Es obvio que estoy vivo, pero mi cuerpo se había muerto. Tardó un tiempo en estar completamente limpio de sus fluidos y de materia que ya no necesitaba, pero estaba muerto. Y, cuando tomé conciencia de ellos, entré en otro estadio de divorcio de mis emociones humanas. Lo primero que se me hizo evidente, cuando Lestat y yo pusimos el ataúd en un carruaje y robamos otro ataúd de un depósito, fue que Lestat ya no me gustaba. Aún me faltaba mucho para ser su par, pero me sentí infinitamente más cerca de él que antes de la muerte de mi cuerpo. No puedo realmente aclararte esto muy bien, por la razón obvia de que ahora tú estás como yo antes de que se me muriera el cuerpo. No puedes comprender. Pero, antes de morirme, Lestat había sido la experiencia más abrumadora que yo jamás había tenido. Tu cigarrillo se ha convertido en un cilindro de ceniza.

—¡Oh! —El muchacho aplastó el filtro en el cenicero—. ¿Quiere decir que cuando se cubrió el abismo entre los dos, él perdió... su encanto? —preguntó, con sus ojos fijos en el vampiro, y tomó con sus manos otro cigarrillo y lo encendió con mucha más facilidad que antes.

—Así es —dijo el vampiro con un placer evidente—. El viaje de regreso a Pointe du Lac fue fascinante. Y la charla constante de Lestat fue la experiencia más aburrida y deseo-razonadora que jamás tuve. Por supuesto, como ya dije, distaba mucho de ser su par. Tenía que vérmelas con mis miembros muertos..., para usar una comparación. Y me enteré de que esa misma noche tendría que llevar a cabo mi primera muerte.

El vampiro extendió la mano a través de la mesa y suavemente quitó una ceniza de la chaqueta del muchacho, quien miró la operación con alarma.

—Perdona —dijo el vampiro—. No quería asustarte.

—Perdóneme a mí —dijo el entrevistador—. Tuve la sensación, de improviso, de que su brazo era más largo... de lo normal. ¡Llegó hasta aquí, y usted ni se movió!

—No —dijo el vampiro, volviendo a poner los dedos sobre sus rodillas cruzadas—. Me moví con demasiada rapidez como para que tú lo pudieras ver. Fue una ilusión.

—¿Y se movió hacia adelante? Pero no lo hizo. Estaba sentado igual que ahora, con la espalda apoyada en el respaldo.

—No —repitió firmemente el vampiro—, Me moví hacia adelante tal cual te dije. Mira, lo haré de nuevo —y lo hizo una vez más mientras el entrevistador lo miraba con una mezcla de confusión y miedo—. Pues aún no me viste —dijo el vampiro—. Pero si ahora miras mi brazo estirado, realmente no es tan largo —y levantó el brazo con el índice señalando al cielo, como si fuera un ángel a punto de decir la Palabra del Señor—. Tú has experimentado una diferencia fundamental entre lo que ves y lo que yo veo. Mi gesto me pareció lánguido y bastante lento. Y el sonido de mi dedo contra tu abrigo fue bastante audible. Pero no he querido asustarte, aunque quizá con esto puedas darte cuenta de que mi viaje de regreso a Pointe du Lac fue un festejo de experiencias nuevas, ya que la mera oscilación de una rama en el viento era un deleite.

—Sí —dijo el muchacho, pero aún estaba visiblemente conmovido. El vampiro lo miró un momento y luego dijo:

—Te estaba diciendo...

—Sobre su primer asesinato —dijo el chico.

—Sí; sin embargo, debo contarte primero que la plantación era un verdadero pandemonio. Habían encontrado el cadáver del superintendente, y el anciano ciego en el dormitorio principal, y nadie podía explicar la presencia del ciego. Además, no habían podido encontrarme en Nueva Orleans. Mi hermana se puso en contacto con la policía y, cuando llegamos, ya había varios agentes en el lugar. Ya estaba bastante oscuro, naturalmente. Y Lestat me explicó rápidamente que no debía dejar que la policía me viera en la más mínima luz, en especial cuando mi cuerpo estaba en ese estado tan poco satisfactorio; por tanto, caminé con ellos por la avenida de robles, delante de la casa de la plantación, ignorando sus sugestiones de que entrara. Les expliqué que había estado en Pointe du Lac la noche anterior y que el anciano ciego era mi huésped. En cuanto al superintendente, no estaba allí sino que había ido a Nueva Orleans por motivos de trabajo.

Después de que eso estuvo arreglado, y en cuyo proceso mi nuevo distanciamiento me sirvió de forma admirable, me encontré con el problema de la plantación. Mis esclavos estaban en un estado de total confusión y nadie había trabajado en todo el día. Entonces teníamos una gran planta para la manufactura de tintura de índigo, y la dirección del superintendente había sido de suma importancia. Pero yo tenía varios esclavos extremadamente inteligentes que podían haber hecho su trabajo con la misma eficiencia desde hacía mucho tiempo, de haber reconocido yo su inteligencia y de no haberle tenido miedo a sus modales y aspectos africanos. Ahora los estudié con claridad y les entregué la dirección de la plantación. Al mejor le di la casa del superintendente. Dos de las mujeres jóvenes serían sacadas del campo y traídas a la casa grande para que cuidasen del padre de Lestat, y les dije que yo quería la mayor intimidad posible; que no serían recompensadas únicamente por su trabajo sino por dejarme a mí y a Lestat absolutamente a solas. En ese momento no me di cuenta de que esos esclavos serían los primeros, y posiblemente los únicos, en sospechar que Lestat y yo no éramos seres ordinarios. No me di cuenta de que su experiencia con lo sobrenatural era mucho más grande que la de los blancos. Para mí, ellos aún eran salvajes infantiles, apenas domesticados por la esclavitud. Pero deja que continúe con mi historia. Te iba a contar de mi primera muerte. Lestat la arregló con su característica falta de sentido común.

—¿La arregló? —preguntó el muchacho.

—Jamás tendría que haber empezado con seres humanos. Pero eso fue algo que luego tuve que aprender solo. Lestat me llevó directamente a los pantanos una vez que se fue la policía y los esclavos estuvieron en sus casas. Era muy tarde y las cabañas de los esclavos estaban totalmente a oscuras. Pronto dejamos atrás las luces de Pointe du Lac y yo me puse muy nervioso. Era lo mismo nuevamente: miedos recordados, confusión. Lestat, de haber tenido la más mínima inteligencia, me podría haber explicado las cosas con paciencia y buenos modos: que no debía sentir miedo al pantano, que era absolutamente invulnerable a los insectos y a las serpientes, que me debía concentrar en mi nueva capacidad de ver en la oscuridad. En cambio, me ponía nervioso con exigencias. Únicamente se interesaba en nuestras víctimas y en terminar mi iniciación lo antes posible.

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